Название: Las Grandes Novelas de Joseph Conrad
Автор: Джозеф Конрад
Издательство: Ingram
Жанр: Исторические приключения
Серия: biblioteca iberica
isbn: 9789176377406
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—Buenas noches —dijo con tono conciliador.
—¡Hum! —respondió ásperamente el viejo marinero.
Por un momento continuó examinando a Jimmy con mirada fija y severa; luego, súbitamente, se marchó. Durante largo rato después de su partida nadie habló en el pequeño camarote, aunque todos respiráramos con mayor libertad, como cuando se ha escapado de una coyuntura peligrosa. Conocíamos todas las ideas del viejo con respecto a Jimmy y ninguno se atrevía a combatirlas. Nos confundían, nos apenaban y lo peor era que muy bien podían ser justas. Sólo una vez condescendió a exponerlas sin reticencias, pero la impresión fue durable. Dijo que Jimmy era la causa de los vientos contrarios. Los moribundos, aseguraba, tiran hasta que se tiene tierra a la vista, y luego mueren. Jimmy sabía que la tierra arrancaría a su pecho el último suspiro. En todos los barcos pasa lo mismo. ¿No lo sabíamos acaso? Y agregó con un tono de desdén austero: ¿qué sabíamos, pues? ¿Qué otra duda íbamos a tener? El deseo de Jimmy, alentado por nosotros, favorecido por los hechizos de Wamibo —«es un finlandés, ¿verdad?, ¡muy bien!»—, conspiraba para detener el barco en alta mar. Se necesitaba ser un poltrón idiota para no darse cuenta. ¿Quién había oído hablar nunca de semejante serie de calmas y de vientos contrarios? Aquello no era natural… No podíamos negar que era extraño. Nos sentíamos molestos. El vulgar adagio: «Cuantos más días, más dólares», no nos consolaba como de costumbre, pues los víveres comenzaban a escasear. Muchos se habían estropeado al doblar el Cabo y estábamos a media ración de galleta. Hacía mucho tiempo se habían concluido los guisantes, el azúcar y el té. La carne en conserva faltaría. Había mucho café, pero muy poca agua para hacerlo. Corrimos un punto a nuestros cinturones y continuamos restregando, puliendo y pintando el barco de la mañana a la noche, de tal modo que no tardó en parecer acabado de salir de un estuche, pero el hambre lo habitaba. No el hambre que mata, sino el hambre viva, continua, que recorre las cubiertas, duerme en el castillo de proa, atormenta las horas de vela y turba los sueños. Mirábamos a barlovento en espera de un cambio. De día y de noche, con intervalos de pocas horas, se cambiaba de amuras con la esperanza de ver llegar el viento por aquel lado. Nada. El barco parecía haber olvidado la ruta patria; corría bordeando, con la proa al Noroeste, con la proa al Este, de aquí a allá, enloquecido, semejante a una tímida criatura al pie de un muro. A veces, como si se hallase cansado hasta la muerte, se deslizaba lánguidamente sobre el oleaje liso de un mar sin espuma. A lo largo de los mástiles balanceados, las velas azotaban furiosamente el silencio sofocante de la calma. Fatigados, hambrientos, sedientos, comenzábamos a creer a Singleton, pero sin olvidar nuestra fidelidad para Jimmy. Le hablábamos al negro con jocosas alusiones, como alegres cómplices de un astuto designio, pero nuestros ojos perseguían lamentablemente hacia el Oeste, por encima de la borda, un signo de esperanza, una señal de viento favorable aunque su primer soplo hubiese de traer la muerte al recalcitrante Jimmy. ¡En vano! El universo conspiraba con James Wait.
Nuevamente se levantaban brisas inconstantes soplando del Norte; el cielo continuaba claro; y, rodeando nuestra fatiga, el mar resplandeciente, tocado por la brisa, se ofrecía voluptuosamente a la gran luz solar, como si hubiese olvidado nuestra vida y nuestra angustia.
Donkin acechaba el buen viento como todos los demás. Nadie sabía qué veneno destilaban sus pensamientos. Se callaba, más flaco que nunca en apariencia, como devorado por una rabia interior ante la injusticia de los hombres y el destino. Ignorado de todos, no hablaba a nadie, pero su odio por cada uno se le escapaba por los ojos. El cocinero le servía de único interlocutor. Había convencido a este justo de que él, Donkin, era un personaje tremendamente calumniado y perseguido. De concierto, deploraban la inmoralidad de la tripulación. No podían existir peores criminales que nosotros, que, con nuestras mentiras, conspirábamos para precipitar el alma de un pobre negro ignorante a la perdición eterna. Podmore preparaba lo que había de guisar, lleno de remordimientos, sintiendo a todo instante que, al preparar los alimentos de tales pecadores, ponía en peligro su propia salvación. En cuanto al capitán —hacía siete años que navegaba con él—, nunca hubiera creído posible que hombre semejante… ¡Ay, lo que somos…! No hay que darle vueltas… En un minuto todo su buen juicio se había ido a pique… Herido en todo su orgullo… Así caen del cielo repentinamente toda clase de pruebas… Donkin, melancólico, encamarado sobre el cofre del carbón, balanceaba las piernas y asentía. Pagaba en moneda de servil asentimiento el privilegio de sentarse en la cocina; se sentía asqueado y escandalizado; compartía el parecer del cocinero, carecía de palabras suficientemente severas para calificar nuestra conducta; y cuando en el calor de su reprobación se le escapaba un juramento, Podmore, que también hubiera querido echar tacos, si no se lo prohibiesen sus principios, fingía no oír. Así, Donkin, sin temer sus reproches, juraba por dos, mendigaba cerillas, pedía tabaco prestado, holgazaneaba durante horas cómodamente instalado ante la estufa. Desde allí podía oímos hablar con Jimmy al otro lado del tabique. El cocinero maltrataba sus cacharros, golpeaba la puerta del homo, gruñía profecías de condenación para toda la tripulación; y Donkin, rebelde a toda noción religiosa, excepto con fines de blasfemia, escuchaba, concentrado en su rencor, deleitándose ferozmente con las imágenes de tormento infinito evocadas ante él, como se deleitan los hombres con las visiones malditas de la crueldad, la venganza, el lucro y el poder…
En las noches claras, bajo el brillo sin calor de la luna sin vida, el barco taciturno revestía el aspecto falso de un reposo que ninguna pasión hubiera podido turbar, de un reposo semejante a aquél con que el invierno apacigua a la tierra. Una larga faja de oro cruzaba el negro disco del mar. Ecos de pasos turbaban el silencio de las cubiertas. El claro de luna cubría el aparejo de una niebla de escarcha, y las velas blancas figuraban como resplandecientes de nieve inmaculada. En la magnificencia de esos rayos fantasmales el barco aparecía puro como una visión de belleza ideal, ilusorio como un tierno sueño de paz y de serenidad. Y nada en él era real, nada era distinto ni sólido como no fuesen las sombras pesadas que se movían, incesantes y mudas, sobre sus cubiertas, más negras que la noche y más inquietas que los pensamientos de los hombres.
Herido y solitario, Donkin rondaba entre las sombras, pensando que Jimmy tardaba demasiado en morir. Aquella tarde, un momento antes de que se hiciera de noche, el vigía había señalado tierra, y el patrón, a tiempo que ajustaba los tubos de su anteojo de larga vista, había hecho observar con un tono de tranquila amargura a mister Baker que, después de haber luchado pulgada a pulgada contra los vientos contrarios para llegar hasta las Azores, ya no se podía esperar otra cosa distinta a un período de calma chicha. El cielo estaba claro, alto el barómetro. Con el sol cayó la brisa ligera y un enorme silencio, heraldo de una noche sin viento, descendió sobre las aguas recalentadas del océano. Mientras fue de día, la tripulación, reunida en la proa, contempló bajo el cielo oriental la isla de Flores, que levantaba sus contornos irregulares y rotos por encima del liso espacio del mar, como una ruina sombría dominando soledades desérticas. Era la primera tierra que veían desde hacía cerca de cuatro meses. Charley se hallaba muy excitado y, entre la indulgencia general, se tomaba libertades con sus superiores. Marineros gozosos sin saber por qué, hablaban en grupos, estirando los desnudos brazos. Por primera vez durante la travesía, la existencia ficticia de Jimmy pareció olvidada por un momento frente a la realidad palpable. ¡A pesar de todo, estábamos a vista de tierra! Belfast discurría, citando casos imaginarios de cortos viajes de regreso efectuados apenas se anunciaban las islas:
—Las pequeñas goletas fruteras lo hacen en cinco días —afirmaba—. ¿Qué se necesita? Un poco de buena brisa, y eso es todo.
Archie sostuvo que al menos se necesitaban siete días, y discutieron amistosamente con toda clase de injurias. Knowles declaró que ya olfateaba el puerto y, haciendo un pesado movimiento sobre su pierna demasiado corta, se echó a reír desaforadamente. Un grupo de canosos lobos de mar miró largo tiempo sin decir nada ni cambiar la impresión absorta de sus rasgos duros. Uno dijo de repente:
—Londres no está ya lejos.
—Apuesto que la primera noche que pase en tierra СКАЧАТЬ