Años de mentiras. Mayte Esteban
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Название: Años de mentiras

Автор: Mayte Esteban

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Top Novel

isbn: 9788413486550

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СКАЧАТЬ «chocolate». Montones de títulos las contenían: Como agua para chocolate, La felicidad es un té contigo, La gente feliz lee y toma café, Sueños en la casa de té, El café de los corazones rotos, Tardes de chocolate en el Ritz, El amor huele a café, Un café a las seis… Cualquier novela que contuviera la palabra «secreto» o «misterio» despertaba la curiosidad de los lectores y ganaba posibilidades frente a las demás de ser leída.

      Le apeteció un café y entonces entendió. El título, el nombre de las cosas, tiene que provocar alguna sacudida interna. Consciente o inconsciente. Un deseo que nos conduzca a querer adentrarnos en ese libro y no en otro, a elegirlo entre los cientos de miles que se publican cada año en todo el mundo.

      Esa mujer era muy interesante, tan interesante o más que Novoa, y aunque solo fuera por seguir escuchando sus historias decidió aceptar. No estaba en su lista de razones positivas, pero tampoco estaba en sus planes encontrarse en la situación en la que se encontraba.

      No podía perder nada.

      No tenía nada que perder si seguía adelante.

      Empezó a escribir intentando encontrarse con el alma de Alejo Novoa.

      Capítulo 2

      «El lenguaje artificioso y la conducta aduladora rara vez acompañan a la virtud».

      Confucio

      El viernes por la noche, una tormenta eléctrica dejó sin luz durante un par de horas al barrio donde vivía Daniel y perdió los tres párrafos que había conseguido hilar haciendo un esfuerzo titánico. Su portátil hacía siglos que no funcionaba con batería, así que se apagó de repente, sin darle opción a decidir si aquello que había escrito merecía la pena. Antes de empezar, había releído los fragmentos de El hombre inconstante que más le gustaban. Sabía todo de la manera particular de deslizar las palabras que tenía Novoa, pero frente a las teclas se sintió embotado y perdido. La presión estaba jugando en su contra. Escribía una frase. Retrocedía. Retocaba. Borraba y volvía a poner palabras que ni siquiera transmitían una mínima parte de las ideas que borboteaban en su interior. Por eso, cuando la tormenta le arrebató las pocas frases hilvanadas, casi se sintió aliviado. No había tenido que tomar la decisión de eliminarlo todo, ya lo había hecho una Naturaleza enfurecida que parecía burlarse de su estéril intento.

      Buscó unas velas que sabía que andaban perdidas por algún cajón y encendió una, sujetándola en un botellín vacío de cerveza que llevaba meses esperando a que se decidiera a tirarlo al contenedor de reciclaje. Lo dejó encima de la mesa y se quedó durante varios minutos observando cómo oscilaba la llama. El cono, de un amarillo intenso en la cúspide, se transformaba en un sutil azul a medida que se aproximaba a la mecha. No permanecía quieta, botaba derritiendo la cera que empezaba a desbordarse por los lados y que acabó resbalando por el vidrio. Un chisporroteo le sacó de su ensimismamiento. Bajó la tapa del portátil, buscó un viejo cuaderno de anillas, un cuaderno de cuadros olvidado que tenía en un cajón, y agarró un sencillo bolígrafo Bic azul.

      Comenzó de nuevo.

      Sin meta. Sin tema. Dejando que fluyeran las ideas en el orden que quisieran, sin preocuparse de si había puesto el sujeto en su sitio o si aquel complemento era el más adecuado. Se dejó arrastrar por el trazo de la tinta y solo paró cuando volvió la luz. Entonces sopló la vela. El olor a quemado y el rastro en el aire dejado por el humo le devolvieron a la realidad. Guardó el cuaderno y el bolígrafo y se marchó a la cama sin releer ni una sola línea.

      No eran ni las diez de la mañana del sábado cuando el teléfono le despertó. Daniel gruñó, imaginando que sería su madre quien estaría al otro lado, quejándose de que hacía días que no les había hecho una visita.

      —¿Has mirado el correo? —le preguntó una voz, que no reconoció de inmediato.

      —¿Quién…?

      —Durán, soy Beatriz. Ayer te envié un correo con un artículo que tenías que mandarme por la noche. Que te haya puesto a trabajar en otra cosa no significa que descuides tu tarea.

      Cerró los ojos, maldiciendo por dentro a Beatriz, pero sin permitirse ni un gemido que delatase su incomodidad.

      —¿Cuánto tiempo tengo? —preguntó.

      —Lo quiero ya. Ponte ahora mismo.

      En la lengua de Daniel se enredó una réplica sobre dónde pensaba que se podía meter su urgencia, pero se limitó a retirar la sábana y levantarse de la cama, con el teléfono aún en la oreja. Los torneados músculos de su espalda empezaron a desentumecerse con unos estiramientos rutinarios.

      —Elsa cree que no nos hemos equivocado contigo, espero que se lo demuestres.

      Y su jefa, con esas breves palabras, colgó.

      Beatriz conseguía ponerle de mal humor. No le había dado ni siquiera la opción de contarle lo que había pasado en la entrevista con Elsa. No le dejó hablarle de la extraña condición que le había puesto para sus citas, la de contestar solo a una pregunta por día, y la complicación de cumplir el encargo extra que le había hecho, el folio imitando al escritor. Solo pensarlo le dibujaba una sonrisa amarga y convocaba una sensación de incomodidad en su ánimo, esa que avisa de que estás ante algo del todo imposible de lograr.

      Cogió unos boxers del cajón y se los puso, cubriendo la desnudez con la que dormía. Salió de la habitación directo hacia el portátil. Lo colocó encima de la mesa, enchufó el cargador y, al arrancarlo y entrar en el procesador de textos, apareció la copia de seguridad automática que se había generado de lo que estaba escribiendo cuando se fue la luz. Ni siquiera se molestó en guardarla, la borró sin releer nada, consciente del nulo valor de aquellas palabras.

      Abrió el correo y descargó los adjuntos que le había mandado Beatriz. Por suerte era algo sencillo, el redactor al que tenía que suplir era de los más previsibles y el tema no era complicado. Pensó en hacerlo inmediatamente, pero se contuvo, ella no se merecía que corriera habiéndolo levantado de aquel modo. Por las mañanas, especialmente cuando se despertaba antes de la hora prevista, la ansiedad hacía su aparición y solo conocía una manera de combatirla.

      Entró en una de las habitaciones interiores del piso y dio la luz. En el cuarto había montado un pequeño gimnasio: una cinta para correr, una máquina de abdominales plegable y un saco de boxeo. Puso música en su teléfono móvil, lo conectó a unos altavoces y solo entonces se permitió correr durante media hora. Después, cuando ya había calentado, sacó los guantes y las vendas de entrenamiento, que se puso con calma, siguiendo el ritual que las dejase bien aseguradas. Se empleó a fondo, golpeó sin tregua el cuero rojo hasta que se sintió más tranquilo. Jadeante, apoyó la frente en el saco y cerró los ojos durante unos instantes. Después lo empujó con rabia y le dio el último puñetazo antes de irse a la ducha, donde el agua caliente le ayudó a recuperarse del esfuerzo.

      Después de tomarse el primer café, el artículo estaba escrito y enviado al correo de su jefa. Aprovechó que tenía el correo abierto para enviar a Novoa las preguntas de la entrevista. Tal vez, si el escritor se las encontraba todas juntas, se pensaría responder a todas las preguntas. Unas le llevarían a otras y quizá pudiera deshacerse de la entrevista en pocos días.

      En esos pensamientos andaba distraído cuando vio entrar un mensaje en su bandeja.

      Gracias.

      No esperaba que СКАЧАТЬ