Название: ¿Nos conocemos?
Автор: Caridad Bernal
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: HQÑ
isbn: 9788413485089
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—No. Me temo que ese capítulo es demasiado violento y oscuro para iniciar cualquier historia, hija. La verdad es que debería haber elegido otro momento para hablar de todo aquello. —Leah tomó asiento de nuevo, pensativa, mientras acariciaba con los dedos esa máquina de escribir. Era como si aquellas teclas estuvieran hablándole. Necesitaba desprenderse de todos esos fantasmas del pasado y, sin darse cuenta, continuó con su historia de manera inconsciente—. Después del shock que supuso para Inglaterra la fulminante derrota en Francia, debíamos recuperarnos de aquella desagradable sensación de la manera más rápida posible. Los meses siguientes a ese desembarco estuvimos en Dover, cuidando de esos mismos soldados que habíamos traído de vuelta a casa. Muchos de ellos sufrían estrés postraumático, aunque todavía por aquel entonces no se conocía como tal. Algunos tenían la mirada vacía, perdida. La llamaban “la mirada de las mil yardas”, porque solían decir que esa era la distancia a la que se encontraba el enemigo.
Vera guardó silencio y se sentó al lado de su madre sin hacer mucho ruido. No podía hacer otra cosa que escucharla. Le parecía tan extraño oírla hablar de la guerra, que era como si de repente se hubiese convertido en otra persona. En esa jovencísima enfermera llamada Leah Johnson.
—¿Cuándo dices estuvimos, te refieres a papá y a ti?
—No. A tu padre no lo volví a ver. La llegada a puerto fue algo caótico, había un tropel de gente esperándonos y un sinfín de hombres deseando salir de allí. En realidad, ni siquiera nos despedimos. En cuanto terminé de coser la herida de su hombro, el doctor Kitting volvió a necesitar mi ayuda.
—¿Entonces?
—Me refería a Vera y a mí. A mi amiga Vera Adams, la que también conocí en aquel barco.
—Yo me llamo así por ella, ¿verdad? —Leah desvió la mirada, reconociendo a su hija, y asintió con la cabeza de manera ceremoniosa.
—Tu padre estuvo de acuerdo conmigo cuando decidí ponerte ese nombre, fue una gran amiga, cariño. Para los dos significó mucho.
—Me lo imaginaba. —Vera tragó saliva e, incorporándose un poco, decidió preguntarle—: ¿Por qué nunca me has hablado de ella? ¿Por qué no querías hablar de todo esto cuando yo era más pequeña y no hacía más que preguntarte? —Un largo silencio le indicó a Vera que el dolor estaba aún muy presente, más de lo que ella nunca podría imaginar—. Está bien, mamá. Déjalo. Volvamos entonces al Dover de 1940. ¿Qué pasó después? —preguntó con entusiasmo, esperando volver a adentrarse en las vivencias de aquella joven enfermera que acababa de conocer.
—En realidad, estábamos entrando en 1941. Era Nochevieja y fuimos a un baile para celebrarlo.
—Espera, espera. ¿Estabais en guerra y fuisteis a un baile para celebrar la Nochevieja? —repitió atónita su hija.
—La vida seguía a pesar de estar en guerra, cariño. Los jóvenes de antes no eran muy diferentes a los de ahora. Seguían queriendo hacer lo mismo que vosotros con la misma edad: bailar, beber y conocer chicas. Y no precisamente por ese orden. A los soldados se les concedían días de permiso que intercalaban a lo largo de muchos meses para poder descansar y ver a sus familias. Era una manera de que volvieran a sus vidas de antes y se olvidasen un poco del infierno que estaban viviendo. Recuerda que fue una guerra que duró años, y a veces era preciso normalizar lo que estaba sucediendo para no volvernos todos locos.
—Entiendo —respondió Vera, tratando de hacerse una idea de lo que habría tenido que ser vivir una juventud como la de su madre en aquellos días—, pues cuéntame entonces qué pasó en aquella fiesta de Nochevieja…
Capítulo III
Frenesí (Artie Shaw)
En Dover se construyó un gigantesco refugio subterráneo en la zona de los acantilados, donde se alojarían casi doscientos soldados que debían hacerse cargo de un grupo de cañones situados allí para su defensa. Churchill sabía que, si Hitler invadía las islas, lo haría a través de ese punto por ser el más cercano a la Europa continental. Si los alemanes llegaban a abrirse camino a través de la inquebrantable muralla blanca de su encrespado relieve, lograrían hacerse con el control de Inglaterra, por ello la necesidad de crear ese refugio. Los combatientes responsables de aquella batería deberían mantenerse con vida a toda costa, resistiendo los durísimos bombardeos navales y aéreos que tendrían lugar allí ante un posible ataque.
A más de veinte metros bajo tierra se llegó a crear una pequeña ciudad subterránea, una red de túneles forrados por láminas de metal y vigas de hierro donde los soldados deberían sobrevivir durante semanas, quizá meses. Comenzaron a excavar el 20 de noviembre de 1940 y tardaron solo unos cien días en terminarlos. Aquella impresionante construcción fue visitada incluso por el mismísimo primer ministro. Allí había hasta un pequeño hospital, al cual fuimos destinadas Vera y yo, convirtiéndonos a las pocas semanas en compañeras inseparables por el simple hecho de haber vivido juntas nuestra primera experiencia como voluntarias de la Cruz Roja.
El día de la inauguración incluso se nos obsequió con algo de maquillaje. La señora Anderson, una enfermera veterana de la Gran Guerra y jefa de nuestra unidad, nos dio la orden de lucir hermosas y profesionales. Según las directrices que le habían llegado, era muy importante que nuestra presencia fuera destacable, lo que todas entendimos como que vendrían a hacernos fotos para que nos viesen en los periódicos. Aquella mujer nos hacía reír porque siempre nos hablaba rodeándonos en círculos, pasándonos revista una a una como si fuéramos soldados, obsesionándonos con sus disciplinados protocolos de desinfección e higiene. No solo debíamos ir perfectamente uniformadas, también debíamos enseñarle nuestras manos, concentrándose sobre todo en las uñas, que no debían ser largas ni estar pintadas, para poder ver la suciedad que había debajo. La cofia, elemento indispensable para ella, debía recoger todo el peinado. Algo que a mí siempre se me resistía por culpa de mi particular flequillo.
—Recójase el cabello, señorita —me ordenaba como si fuese algo fácil de conseguir.
—Sí, señora Anderson —respondía con voz apagada mientras Vera alargaba su brazo para darme una de sus horquillas.
Ese día nuestra superiora estaba muy nerviosa, y nos trasladaba a todas ese estado de agitación. Llegó a revisarnos más de cuarenta veces, forzándonos a sonreír como payasos cada vez que lo hacía. Tan ridículo nos pareció todo aquello, que Vera esperó estar a sus espaldas para estirar sus labios hasta conseguir un rictus imposible. Algo que hizo que muchas de las que estábamos allí rompiésemos a reír de repente. Por supuesto, el rostro de Vera cambió de inmediato cuando la supervisora se dio media vuelta para comprobar qué era lo que nos había hecho tanta gracia.
—¿Tiene algo que decir, señorita Adams? —le preguntó con la sospecha firme de que había sido ella la culpable de aquella distracción en el grupo.
—Por supuesto que no, señora Anderson. Estoy impaciente por conocer a sir Winston Churchill, ¿usted no? —respondió pizpireta mientras jugaba con la falda de su uniforme gris, demostrándole con absoluta credibilidad que era del todo inocente.
Nos dijeron que no nos pusiésemos el delantal blanco que llevábamos durante las curas, para que estuviera bien presente la cruz roja que teníamos todas cosida a la altura del pecho.
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