¿Nos conocemos?. Caridad Bernal
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Название: ¿Nos conocemos?

Автор: Caridad Bernal

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: HQÑ

isbn: 9788413485089

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СКАЧАТЬ mentes para su vuelta a casa. Otros, aterrorizados, nos miraban como si fuéramos ángeles. Eso cuando eran conscientes de dónde estaban. Subir por fin a ese barco suponía para ellos quedar a salvo de una muerte segura en aquella playa. Muchos incluso se habían quitado la vida esperando a que llegásemos, mientras sus compañeros habían sido testigos de cómo se pegaban un tiro con su propio fusil. ¿Cómo se suponía que debías sentirte después de haber presenciado algo así llevando un arma parecida en tu mano?

      Vera decía que eso formaba parte de la guerra. Que sacaba lo mejor y lo peor de los hombres, los convertía en puro instinto, y solo el que llegaba a comprenderlo conseguía sobrevivir. La rudeza de sus palabras distaba mucho de mi manera de pensar y llegué a despreciarla por ello, pero ahora sé que tenía toda la razón. Cada uno se enfrenta a la guerra de la mejor manera posible, y solo logran salir vivos y cuerdos de allí los que se aferran a la idea de la supervivencia por encima de todo. Al principio no entendía cómo podía hablar así siendo enfermera, sin embargo, años más tarde, a unas pocas millas del frente, llegué a comprender que esa frialdad con la que se envolvía era la que se necesitaba para estar allí precisamente. Era necesario deshumanizarse para soportar lo más terrible de la humanidad.

      Pero regresemos a aquel día, a ese momento en el que me disponía a empezar con mi trabajo escuchando a Vera a mi espalda, dando indicaciones con firmeza. Rasgaba uniformes con sus tijeras para saber hasta qué punto supuraba una herida, o taponaba hemorragias con rapidez mientras mentía al decir que no era nada. Y como si hubiera nacido para dar esa orden, mandaba al quirófano solo a los más críticos. Ella sí que se comportó como una enfermera a la altura. Apenas perdía tiempo en dar un diagnóstico, se había convertido en una máquina de valorar y priorizar. A lo sumo les preguntaba su nombre y qué edad tenían, solo para saber su estado mental, mientras sopesaba si era necesario operar o podían esperar un poco, con una dosis casi prohibitiva de anestesia.

      Yo, sin embargo, era un mar de dudas. Me compadecía de cada uno de aquellos soldados. Cogía sus manos manchadas de sangre y arena apretándolas con fuerza contra mi pecho y me sentía incapaz de tomar una decisión al mirarlos a los ojos. «Enfermera». «Señorita». Así me llamaban cuando me acercaba a escucharlos y sentía su aliento infecto cerca de mi oído. Me preguntaban si saldrían de esta, como si yo lo supiera, porque lo último que quería era equivocarme al darles un veredicto. Así que, agobiada por la responsabilidad de mi puesto, perdí el control de la situación. Solo quería salvarlos a todos, que se pusieran bien, así que empecé a mandarlos a los quirófanos a discreción. Algo que, en breve, provocaría un caos aún mayor del que ya había en ese barco. Uno de los supervisores no tardó en darse cuenta de lo que estaba haciendo y, dirigiéndose con rapidez hacia mí, me ordenó salir de allí dejando sola a Vera.

      —Pero ¿se puede saber qué está haciendo? —preguntó encolerizado. Al oírlo hablar así, Vera se giró hacia nosotros y vio cómo aquel hombre levantaba con furia la manta que cubría el estómago del último soldado que yo había inspeccionado. Aquello era un amasijo de tripas y sangre que, de hecho, ya ni respiraba—. ¡Este hombre está muerto, señorita! —me gritó sin importarle quién estuviera escuchando.

      Me sentí la mujer más necia que pisaba la faz de la tierra y me invadieron unas terribles ganas de llorar. Solo quería irme de allí, de aquel barco repleto de hombres agonizantes y moribundos, lejos de todo mundo conocido. Mi barbilla comenzó a temblar como la de una anciana, mientras mis pupilas se clavaban en aquel muchacho que hacía horas había dejado de lamentarse por su vida, aunque sus compañeros lo seguían transportando por inercia. El ruido de las bombas había aturdido a la mayoría de los chicos que habían presenciado aquella batalla en primera persona. Apenas oían algo con claridad y, sin embargo, yo debía saber enviarlos a un sitio o a otro. ¿Y dónde estaba yo en ese momento? ¿Qué había sido de aquella chica que se había presentado voluntaria para ser enfermera con entusiasmo y arrojo?

      —Vaya arriba, ¡vamos! Quizá pueda ayudar dándoles agua y comida —decidió compasivo el supervisor mientras se colocaba en mi puesto antes de que aquel parón provocase un colapso.

      Vera me miró con lástima, pero poco podía hacer por mí en ese instante.

      Ir en contra de la marea de hombres heridos fue otro de los capítulos de mi vida que prefiero no describir con muchos detalles. Recuerdo que la mayoría de ellos estaban mojados, ya que los que se habían encontrado capaces de hacerlo, habían llegado hasta allí a nado cuando derribaron el embarcadero. Otros olían a la sal del mar por haber estado tantos días a la intemperie. Escuchaba varios idiomas por los pasillos, gritos de auxilio y ayuda a mi espalda mientras daba esquinazo a unos ojos suplicantes que pedían que me parase. Me veía cada vez más incapaz de asistir a nadie. Aquellos soldados estaban hambrientos, apestaban a sudor y miedo, algunos hasta habían perdido el juicio en la espera, pero todos se merecían a alguien mejor que yo para atenderles. Después de lo sucedido, mi mente se quedó en blanco. Había sido una estúpida al pensar que sería capaz de actuar como una enfermera veterana en semejante situación. No era más que una niña malcriada jugando a ser mayor. Acababa de comprender que esto no era un juego ni estaba en clase. Los que me rodeaban eran hombres de verdad, que se estaban muriendo, soldados convertidos en monstruos que sufrían el rechazo de su propia presencia porque nadie les había dicho que terminarían así. Y yo, ¿qué hacía yo allí? Era una impostora, una mentirosa, vestida con el uniforme de una enfermera cuando no lo era en absoluto. No merecía ni llevar una cofia en mi cabeza, por eso me la quité y la tiré al suelo, arrepentida por haberme creído capaz de ser útil en ese barco.

      Conseguí salir de allí con esfuerzo y, al llegar a cubierta, la brisa marina agitó mis cabellos y me ayudó a despejarme. Estaba observando atónita las aguas aún teñidas de sangre, con algunos objetos flotando, cuando me tropecé con un médico amigo de la familia. El hombre se había enrolado como voluntario en aquel buque de la Cruz Roja a pesar de que, por su edad, ya no podía estar en activo.

      —¡Leah! —me llamó sin ocultar su sorpresa al verme allí.

      —¡Doctor Kitting! —respondí agradecida, secándome las lágrimas con rapidez para que no las viera. Por fin una cara amiga en medio de todo aquel amasijo de gente.

      —¿Qué haces aquí? —preguntó mientras caminaba acelerado, parecía tener prisa y yo me uní a su paso sin pensarlo.

      —Me han dicho que subiera por si necesitaban ayuda —resumí. Era amigo de mi padre y contarle lo que me acababa de suceder habría sido todo un bochorno.

      —¿De veras? —preguntó mirándome perplejo durante un segundo. Le parecía increíble que sobrase personal en alguna parte de ese barco, pero tampoco quiso indagar mucho más—. De acuerdo, entonces ven conmigo, tu padre me dijo que eras buena cosiendo heridas, ¿no es así?

      —Mi padre solo me ha visto coser una careta de cerdo, doctor. No he cosido a nadie en mi vida —confesé asustada para que se le quitara esa idea de la cabeza.

      Para mi padre yo era toda una institución en Medicina, sin embargo, no pasaba de ser una estudiante mediocre con demasiados pájaros en la cabeza. Aquel mismo día había tenido pruebas suficientes de ello.

      —No te preocupes, Leah, no es grave. Este hombre tiene una herida de metralla en el hombro, nada más. Es un tipo importante, ¿sabes? Uno de esos oficiales protegidos por la Corona. —Levantó la ceja insinuando algo que no llegué a entender muy bien, sin embargo, asentí para no parecer una ignorante. No quería que se llevase una mala opinión de mí, con lo que me había sucedido me bastaba para minar mi confianza—. Ya sabes que yo también estuve en el ejército, por eso me han ordenado que lo cuide muy bien. Pero, como verás, ahora mismo ni siquiera puedo perder tiempo preguntándole qué le duele. ¿Me harías ese favor? Estoy seguro de que contigo estará de maravilla.

      —Si usted lo dice.

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