Название: Con el Che por Sudamérica
Автор: Alberto Granado
Издательство: Bookwire
Жанр: Философия
Серия: Historia Urgente
isbn: 9789871307753
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Fúser se convierte en el Che
Yo tenía seis años más que el Che. Cuando salimos yo tenía 28, el Che tenía 24, lógicamente yo trabajaba, había tenido resultados de investigación, tenía una farmacia, sin embargo el Che era un estudiante de medicina que no había terminado de graduarse, pero desde que lo conocí me había dado cuenta de que era un muchacho inteligente y muy tenaz. Me gustaba mucho todo lo que él había leído, todo lo que a él le gustaba me gustaba a mí. Su personalidad va ir cambiando durante el viaje, desde nuestra salida de Córdoba hasta que se rompe la moto y llegamos a Chile, yo era el líder, pero después ya de aquel encuentro con la “vieja enferma”, el encuentro con los mineros, cuando le tira la piedra al dueño del camión... ya empieza a desaparecer un poco el Fúser para transformarse en el futuro Che.
Cada vez que puedan viajar, viajen
A los jóvenes que sean rebeldes, alegres y profundos, como decía el Che, que recuerden que el futuro es de los jóvenes y que nadie va a hacer el futuro por ellos, además hay una palabra que usa mucho Fidel, y es resistir, hay que resistir todo, no estar nunca conforme.
Alberto Granado Jiménez
La Habana, septiembre de 2007
PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN
Es muy difícil poder precisar en el tiempo cuándo surgió la idea del viaje. La literatura desempeñaría un papel importante en la decisión. La lectura del libro de Ciro Alegría, La serpiente de oro, luego Los perros hambrientos y El mundo es ancho y ajeno, que leí ávidamente, concretaron el hacia dónde y el para qué del viaje.
Debía conocer el mundo, pero primero Latinoamérica, mi sufrido continente. Y hacerlo no con los ojos del turista, que busca sólo paisajes, comodidades y placeres efímeros, sino con los ojos y el espíritu de un hijo del pueblo que necesita conocer la belleza del continente, las riquezas que encierra, a los hombres y mujeres que lo pueblan, así como a los enemigos internos y externos que lo explotan y empobrecen.
De esta manera, a partir de 1940, “el viaje” se transformó en el viaje por América. Dos años después, en 1942, apareció en escena Ernesto Guevara de la Serna, el Pelao de mis años juveniles.
A la habitual audiencia constituida por mis padres y hermanos se agregó, en forma muy activa por cierto, la presencia del Pelao. Por supuesto, con su innata ironía y su capacidad crítica y polémica puso una nota a las ya tradicionales discusiones sobre el utópico viaje.
Con esa perspicacia impropia de sus escasos catorce años, que lo acompañaría toda su extraordinaria vida, se percató de que si bien para mis padres y tíos, y aun para mis hermanos, el viaje era sólo un motivo de amenas conversaciones y un pretexto para mantener y aumentar los conocimientos geográficos y políticos, para mí era algo tan real y concreto como que iba a ser bioquímico y que sería un científico honesto y no un comerciante de la profesión.
Desde aquel año tuve en Ernesto un seguro puntal de apoyo a mis ideas y argumentos. Durante los casi diez años que transcurrieron desde que él conoció el proyecto hasta que este se concretó, cuando creía verme flaquear en mis convicciones siempre tenía como muletilla: “¿Y el viaje qué?”. Yo tenía una sola respuesta: “Todo me puede fallar menos eso”.
Aquellos años sirvieron para que la amistad con Ernesto se hiciera cada vez más profunda, y se arraigara y profundizara la necesidad e importancia del viaje.
Durante los años que trabajé en el leprosorio J.J. Puente, se mantuvo mi contacto con Ernesto, a quien ya el apodo del Pelao le había sido reemplazado por el de Fúser, apócope del Furibundo Guevara de la Serna, como lo llamaban, por su tenacidad y falta de temor en el juego de rugby, deporte que, al igual que el fútbol antes, y la cacería después, llenaban nuestras escasas horas libres. Aquí posamos con nuestro equipo en 1948.
Como en una visión caleidoscópica pasan por mi mente los hechos más resaltantes de esa década: las luchas estudiantiles por la defensa de las libertades democrático-burguesas, amenazadas por el nazismo criollo, que envuelto en ropajes nacionalistas parecía apoderarse del país; la persecución y las cárceles, que nos permitieron conocer a los verdaderos luchadores por el bienestar del pueblo; el enfrentamiento, como estudiantes, a los profesores reaccionarios, que nos hizo esforzarnos por alcanzar los mejores expedientes frente al favoritismo de los serviles.
En esos años fue cuando conocimos en realidad la Unión Soviética, en los momentos de la titánica lucha contra las hordas nazis que trataron de borrar del mapa a la primera nación socialista. Los nombres de Stalingrado, Leningrado, Brest y Moscú tomaron una nueva dimensión a nuestros ojos. El heroísmo del pueblo soviético no pudo ser silenciado por los que se decían defensores de la libertad y la democracia.
El período de la guerra me sirvió para darme cuenta de la falsedad de la prensa capitalista. ¡Cómo se iban quitando la careta a medida que todas las mentiras que habían urdido durante años sobre el “terror rojo” y el pueblo descontento se desvanecían ante la unidad real entre este, el gobierno y el Partido Comunista Soviético!
En 1945, mi primer nombramiento como practicante menor me abrió las puertas de la investigación, que nunca más abandonaría, aunque a veces la vida me alejara temporalmente de ella. Al siguiente año comencé a trabajar en el leprosorio J. J. Puente. Un nuevo y fascinante mundo se abrió ante mí.
La lepra, ese flagelo que arranca de la sociedad a quien lo padece, crea a su vez en sus víctimas una sensibilidad especial y una inagotable fuente de agradecimiento. El que conoce por dentro un leprosorio no puede menos que dejarse subyugar por ese tipo de colectividad tan discriminada, y sin embargo, tan sensible.
Hasta el lejano hospital donde yo trabajaba, a cientos de kilómetros de Buenos Aires, llegó un día Fúser, en una bicicleta con motor, solo apta para correr en las asfaltadas avenidas de una ciudad, pero que el tesón y el coraje de Ernesto la llevaron a través de pampas, sierras y desiertos hasta su meta.
En ese marco también se mantuvo mi contacto con Ernesto, a quien ya el apodo del Pelao le había sido reemplazado por el de Fúser, apócope del Furibundo Guevara de la Serna, como lo llamaban, por su tenacidad y falta de temor en el juego de rugby, deporte que, al igual que el fútbol antes, y la cacería después, llenaban nuestras escasas horas libres.
Hasta ese lejano hospital, a cientos de kilómetros de Buenos Aires, llegó un día Fúser, en una bicicleta con motor, solo apta para correr en las asfaltadas avenidas de una ciudad, pero que el tesón y el coraje de Ernesto la llevaron a través de pampas, sierras y desiertos hasta su meta.
Por esa época compré la Poderosa II, una motocicleta Norton de 500 centímetros cúbicos de cilindrada, y a la que bauticé así pues reemplazaba a la Poderosa I, una bicicleta que en mis años de estudiante utilicé incansablemente, ya fuera para repartir volantes en las manifestaciones públicas y eludir luego la persecución policial, como para las excursiones por los ríos, lagos y montañas que rodean a mi Córdoba natal.
Esos esporádicos encuentros con el Pelao servían СКАЧАТЬ