Название: Las aventuras de Huckleberry Finn
Автор: Mark Twain
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9786074574913
isbn:
Después se puso a cuatro patas y se fue gateando, pidiéndoles que lo dejaran en paz, y se envolvió en la manta y se metió como pudo bajo la mesa de pino, mientras seguía rogándoles, y después se echó a llorar. Se le oía por debajo de la manta.
Luego salió rodando y se puso en pie de un salto con aire de loco, me vio y se me tiró encima. Me persiguió por toda la cabaña con una navaja de resorte, llamándose el Ángel de la Muerte y diciendo que me iba a matar, y ya no podría volver a buscarlo. Le rogué; le dije que no era más que Huck, pero se echó a reír con una risa chirriante, y no paró de rugir, de maldecir y perseguirme. Una vez, cuando frené de golpe y lo iba a esquivar por debajo del brazo, me echó mano y me agarró por la chaqueta entre los hombros y creí que allí acababa yo, pero me quité la chaqueta rápido como el rayo y me salvé. Enseguida volvió a agotarse y se dejó caer de espaldas contra la puerta y dijo que iba a descansar un momento antes de matarme. Escondió la navaja donde estaba sentado y dijo que iba a dormir para recuperar fuerzas y después ya se vería quién era quién.
De forma que se quedó dormido muy rápido. Entonces yo saqué la silla vieja que tenía el asiento roto y me subí en ella con mucha calma, para no hacer nada de ruido, y bajé la escopeta. Le metí la baqueta para asegurarme de que estaba cargada y después la coloqué encima del barril de nabos, apuntando a padre, y me senté detrás de ella hasta que él se moviera. Y el tiempo fue pasando muy despacio, siempre en silencio.
Capítulo 7
–¡Arriba! ¿Qué haces?
Abrí los ojos y miré por todas partes, tratando de ver dónde estaba. Ya había salido el sol y yo me había dormido como un tronco. Padre estaba en pie a mi lado, con cara agria y aspecto de sentirse mal.
–¿Qué haces con esa escopeta?
Pensé que no sabía nada de lo que había pasado, así que le dije:
–Trató de entrar alguien, así que estaba vigilando.
–¿Por qué no me has despertado?
–Bueno, lo intenté, pero no pude; no te enterabas.
–Está bien. No de quedes ahí de charla todo el día, vete afuera a ver si hay algún pescado en el sedal para el desayuno. Voy dentro de un momento.
Abrió la puerta y salí a la orilla del río. Vi pedazos de ramas y otras cosas que bajaban flotando y algunas cortezas de árbol, así que comprendí que el río había empezado a subir. Pensé que de haber estado en el pueblo me lo habría pasado estupendo. La crecida de junio siempre me traía suerte, porque en cuanto llega esa crecida bajan maderos cortados y pedazos de balsas de troncos: a veces una docena de troncos juntos; así que no hay más que cogerlos y vendérselos a la serrería y los carpinteros.
Subí por la orilla con un ojo atento a padre y otro a lo que pudiese traer la crecida. Y de pronto llega una canoa; y además estupenda, de unos trece o catorce pies de largo, navegando muy tiesa como un pato. Salté de cabeza al agua como una rana, vestido y todo, y nadé hacia la canoa. Me imaginaba que llevaría alguien dentro, porque es lo que a veces hacen algunos para engañar a la gente, y cuando alguien está a punto de sacar un bote a la orilla, se levantan y se echan a reír. Pero aquella vez no. Era una canoa que iba a la deriva de verdad y me metí en ella y la llevé a la orilla. Pensé que el viejo se alegraría cuando la viera: valdría diez dólares. Pero cuando llegué a la orilla todavía no se veía a padre, y como yo me estaba metiendo con ella en un arroyo medio escondido, todo cubierto de sauces y de lianas, se me ocurrió otra idea: pensé en dejarla bien escondida y después, en lugar de irme al bosque cuando me escapara, bajaría unas cincuenta millas por el río y me quedaría acampado en un sitio para siempre, sin los problemas que da andar a pie de un lado para otro.
Aquello estaba muy cerca de la choza y todo el tiempo me parecía que oía llegar al viejo, pero logré esconderla y después salí y miré por entre un grupo de sauces y vi al viejo sendero abajo, apuntando a un pájaro con la escopeta. Así es que no había visto nada.
Cuando llegó, yo estaba tirando con todas mis fuerzas de un sedal puesto a la rastra. Me insultó un poco por ser tan lento, pero le dije que me había caído al río y que por eso había tardado tanto. Sabía que se iba a dar cuenta de que estaba mojado y que entonces se pondría a hacer preguntas. Sacamos de la rastra cinco peces gato y nos fuimos a casa. Cuando nos echamos la siesta después de desayunar, porque los dos estábamos agotados, me puse a pensar que si podía arreglármelas para que ni padre ni la viuda trataran de seguirme, estaría más a salvo que si confiara en la suerte para llegar muy lejos antes de que me echaran de menos; ya se entiende, podían pasar miles de cosas.
Bueno, durante un rato no se me ocurrió nada, pero después padre se levantó un momento a beberse otro barril de agua, y dice:
–Si vuelve otro hombre a espiarnos por aquí me despiertas, ¿de acuerdo? Ese hombre no ha venido para nada bueno. Yo le habría pegado un tiro. La próxima vez me despiertas, ¿me escuchaste?
Después se acostó y se volvió a dormir; lo que había dicho me dio la idea exacta que yo quería, así que me dije: «Puedo arreglarlo para que a nadie se le ocurra seguirme».
Hacia mediodía nos levantamos y subimos por la ribera. El río crecía a toda prisa y con el agua bajaban montones de cosas. Al cabo de un rato apareció un pedazo de una balsa: nueve troncos atados. Salimos con el bote y nos lo llevamos a tierra. Después comimos. Cualquiera que no fuese padre habría esperado a ver qué pasaba aquel día para llevarnos más cosas, pero ese no era su estilo. Con nueve troncos le bastaba para una vez; tenía que ir inmediatamente al pueblo a venderlos. Así que hacia las tres y media me encerró y se fue con el bote y empezó a remolcar la balsa. Calculé que aquella noche no volvería. Esperé hasta que me pareció que ya estaba lo bastante lejos y entonces saqué el serrucho y me puse a trabajar en aquel tronco. Antes de que él terminara de cruzar el río yo ya había salido por el agujero; él y su balsa no eran más que una mancha en el agua, allá a lo lejos. Agarré el saco de harina de maíz, lo llevé adonde estaba escondida la canoa y aparté las hojas de parra y las ramas y lo metí; después hice lo mismo con el cuarto de tocino ahumado, y luego con la garrafa de whisky. Me llevé todo el café y el azúcar que había, y todas las municiones. Me llevé el papel de relleno, el cubo y la cantimplora; saqué un cazo, una taza de metal y mi viejo serrucho y dos mantas, el sartén y la cafetera. Agarré los sedales y las cerillas y otras cosas: todo lo que valía algo. Vacié la cabaña. Necesitaba un hacha pero no había más que la del montón de leña y sabía por qué iba a dejarla allí. Saqué la escopeta y terminé. Había dejado toda la tierra apisonada con la salida del agujero y con el transporte de tantas cosas. Así que lo arreglé como pude, echando tierra por encima, con lo que se disimulaba la parte apisonada y el serrín que había caído. Después volví a dejar en su sitio el pedazo de tronco y le puse dos piedras por debajo y otra de lado para que no se cayera, porque de esa parte era irregular y no daba del todo en el suelo. Si se quedaba uno a cuatro o cinco pies de distancia, sin saber que estaba aserrado, no se veía, y además aquella era la parte trasera de la cabaña y no era probable que nadie se pusiera a mirar por allí.
Hasta llegar a la canoa no había más que hierba, así que no había dejado huellas. Di una vuelta para estar seguro. Me quedé en la ribera y miré río arriba y abajo. No había peligro. Así que agarré la escopeta y me metí un poco en el bosque. Estaba buscando pájaros que cazar cuando vi un cerdo asilvestrado; los cerdos se asilvestraban enseguida por aquella parte cuando se escapaban de las granjas de la pradera. A éste le pegué un tiro СКАЧАТЬ