Robinson. Muriel Spark
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Название: Robinson

Автор: Muriel Spark

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9789871739639

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СКАЧАТЬ mío —dijo Robinson, mirándome—, las mujeres salen con cada cosa…

      Diario, domingo 23 de mayo. Es el final de nuestra segunda semana en Robinson. Me duele el hombro. Supongo que necesitará un tratamiento eléctrico cuando vuelva a casa, si vuelvo alguna vez. Estoy sentada en el umbral de mi cuarto. J[immie] W[aterford] acaba de regresar y ordeña la cabra. Robinson no volvió todavía. Ahora sé dónde han estado durante el día mientras yo cuidaba a Tom Wells. Primero enterraron a los muertos. Luego examinaron los restos del avión y ahora están rescatando todo lo que puedan. Miguel pescó toda la mañana en el arroyo. Robinson lleva una lista de los muertos. Hay veintiséis y solo está seguro de cuatro de esos nombres. Describe los otros por cualquier objeto que tuviera el cadáver, como la correa de un reloj que cuelga, supongo, de una muñeca calcinada, el anillo en el hueso de un dedo o un dije debajo de la camisa. Robinson fue muy eficiente. He visto la lista. Ahora que han enterrado a los muertos, soy libre de caminar por la isla. Jimmie canta, creo que es una canción holandesa, mientras ordeña la cabra. Es parte holandés, su apellido no siempre fue Waterford. Recuerdo, ahora, que lo conocí en el avión antes del accidente. Pronuncia bien el inglés y su vocabulario es bastante inusual. Creo que R. está preocupado por Jimmie, de un modo personal, como si no fuera un extraño. Jimmie tiene un leve parecido con Robinson, sobre todo en la nariz. Es una suposición. Robinson me aconsejó que me atuviera a los hechos, que describiera hechos. Muy bien, hay un hecho acerca de Tom Wells: la conducta que tuvo conmigo esta mañana. Tendré que contárselo a Robinson.

      Aquella mañana, o más bien hacia el mediodía, había llevado a Tom Wells un cuenco de sopa crema de tomate que habíamos abierto para él. Estaba servida en una bandeja con algunos de nuestros bizcochos gruesos y duros. La llevaba sostenida con mi mano derecha, ya que la izquierda seguía en cabestrillo.

      Tom Wells estaba recostado; en la última semana su salud había mejorado. Mientras me acercaba a su cama, que era una cama real y no un colchón sobre el piso como la mía, dijo:

      —¿Ya enterraron a todos?

      —Sí.

      Extendió su mano y me tocó.

      —Usted es una preciosura —dijo.

      Creo que pude haber salvado la sopa. A decir verdad no lo sé, quizá solté la bandeja deliberadamente. La sopa cayó sobre él, se esparció sobre el frente de su camisa y sobre las sábanas, como la sangre en una película en tecnicolor.

      Lo dejé en ese estado y volví a la cocina, donde Robinson trinchaba un ave parecida a un pato que acababa de asar. Jimmie estaba de espaldas a la puerta y cuando entré hablaba veloz y suavemente en holandés. Robinson me vio y dijo a Jimmie en voz alta:

      —La señorita January está aquí.

      La escena con Tom Wells me había puesto nerviosa.

      —No me llamo señorita January. Soy la señora Marlow.

      —De acuerdo, de acuerdo —dijo Robinson.

      —Derramé la sopa encima de Tom Wells —dije.

      Robinson salió y regresó de inmediato con otro cuenco de sopa. Me senté en la mesa de la cocina y comí mi almuerzo, cabizbaja.

      Jimmie Waterford, con sus brazos largos, se estiró delante de mí para buscar pan. Su cabeza rubia ya no tenía vendas.

      Cuando Robinson se sentó a la mesa, Jimmie se dirigió a mí:

      —¡Ajá! —dijo—. Ningún hombre es una isla.

      —Algunos lo son —dije—. El único suelo que comparten está sumergido en el mar. Si las palabras tienen algún sentido y si las islas existen, entonces algunas personas son islas.

      —Es un buen argumento —dijo Robinson.

      —Así es —dijo Jimmie—, quizá.

      Aquella tarde escribí la entrada en mi diario y a la noche dije a Robinson:

      —Tiene que buscar otra solución con respecto a Wells. No lo cuidaré más.

      —No estoy obligado a buscar ninguna solución para nadie —dijo—. Sea sensata —agregó, parodiando a Jimmie, que a menudo solía decir: “Sea sensato”.

      —No me quedaré a solas en esta casa con ese hombre.

      —Sea razonable —dijo Robinson.

      —Tiene que hablar con él —dije—. Advertirle. Amenazarlo.

      —Le diré que usted lleva un puñal en la liga.

      Por supuesto que yo no llevaba ligas. Tenía suerte de conservar las piernas.

      —Escuchen las ranas —dije, porque me había calmado y las ranas croaban entre los arbustos que rodeaban el lago de las montañas.

      —¿Hace mucho que está casada?

      —Soy viuda —dije— y periodista.

      Pensé que estaba restándole importancia a mi trabajo, pero era una categoría que se aproximaba a poeta, crítica y articuladora general de ideas. Ahora que tenía la mente despejada, estaba un poco harta de oír el consejo de Robinson, “Mantenga su diario al día. Aténgase a los hechos. Describa el paisaje”, como si en circunstancias normales no pudiera hilvanar una frase.

      —Son dos condiciones de vida que requieren inventiva —comentó Robinson—. Usted puede lidiar con Wells. Trate de ocultar la repugnancia que le causa.

      —Oh, no tengo nada en contra de él, salvo su conducta de esta mañana.

      —Vamos, sí que tiene algo contra él —dijo Robinson.

      Se me ocurrió que Robinson se parecía físicamente a mi cuñado, Ian Brodie, el médico que se había casado con Agnes. No era un parecido muy marcado; era solo en la forma de la cabeza, pero deseé que no existiese, puesto que tendría que convivir con Robinson hasta agosto.

      CAPÍTULO III

      —Tome el libro que desee —dijo Robinson.

      Ahora bien, era una biblioteca enorme con estanterías vidriadas. No guardaría libros, me refiero a mí misma, detrás de puertas vidriadas. Aquí en casa los libros no están ordenados. La biblioteca de Robinson estaba bien encuadernada y cuidada. Advertí que muchas eran primeras ediciones con las páginas aún sin cortar. Soy adicta a una clase de esnobismo que difícilmente conserve una primera edición guardada en su estante. Pensar en un hombre que tiene en una isla primeras ediciones con las páginas sin cortar estimuló de algún modo mi esnobismo.

      Si bien mi vida de casada había durado solo seis meses, mi marido había condicionado muchos de mis gustos. Cuando escapé de la escuela para casarme, él tenía cincuenta y ocho años y era un profesor en Letras Clásicas cuya madre estaba emparentada, por matrimonio, con mi abuela. Había llevado una vida retirada hasta que me conoció. Fue una conmoción para mí descubrir que se había casado conmigo por una apuesta. A veces, cuando me pregunto qué habría pasado si él no hubiera muerto y advierto lo viejo que habría sido —setenta y cuatro años— cuando llegué a la isla, me estremezco y pienso absurdamente en las manos arrugadas de los ancianos. A pesar СКАЧАТЬ