Название: Robinson
Автор: Muriel Spark
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9789871739639
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—No —dije enseguida, casi gritando.
Robinson permaneció inmóvil y suspiró.
—Pero tengo que mandar un telegrama a Londres en la mañana —dije.
—En Robinson no hay oficina de correo. Es una isla muy pequeña. —Y agregó, porque supongo que puse cara de sorpresa—: Está a salvo. Creo que mañana podrá levantarse. Entonces lo verá por sí misma.
Tomó el tazón vacío y se sentó en una silla alta de mimbre. La gata saltó sobre su regazo. “Bluebell”, murmuró. Yo lo miraba acostada, semicomatosa, y me daba trabajo ordenar mis pensamientos y colocarlos en una frase. Finalmente dije:
—¿Le importaría decirme si hay alguna enfermera, alguna mujer, por aquí?
Se inclinó sobre mí como si buscara atraer mi atención.
—Eso será una dificultad para usted. No hay mujeres en la isla. Pero cuidarla no es un problema para mí. Será por poco tiempo. Además, es necesario. —Apartó a la gata de su regazo—. Piense que soy un doctor o algo parecido.
Una voz de hombre llamó desde el interior de la casa.
—Es otro de los pacientes —dijo Robinson.
—Cuántos… el accidente. ¿Cuántos?
—Volveré pronto —dijo.
Mientras desaparecía de mi vista pensé que se veía fatigado. Bluebell arqueó el lomo, trepó a mi colchón, se hizo un ovillo y empezó a ronronear.
Estábamos a miles de kilómetros de todo. Creo que aún persistían los efectos de la conmoción cuando me levanté, la cuarta mañana después del accidente. Me tomó cierto tiempo conocer los detalles de la casa de Robinson y no fue sino hasta la semana siguiente cuando empecé a preguntarme acerca de su extraño aislamiento.
Para entonces ya no había esperanza de un rescate inmediato. Muchos de ustedes recordarán que todo el Atlántico estaba avisado, que aviones militares y comerciales nos buscaban y que todos los barcos se mantenían alerta en busca de sobrevivientes o de trozos de la aeronave. Entretanto, allí estábamos en Robinson, con los restos del avión y los cadáveres. La isla estaba envuelta en niebla cuando llegó la primera expedición de rescate poco después del accidente. Robinson había encendido luces de bengala cada noche, pero cuando las patrullas volvieron, dos noches más tarde, un torrente de lluvia las había apagado. En ambas ocasiones, el avión se había retirado rápidamente del banco de niebla, por temor a chocar con la montaña. No había nada que hacer, salvo esperar el barco que pasaría por la isla en agosto para recoger la cosecha de granadas.
Cuando me levanté un poco mareada del colchón, sentí dolor en el brazo izquierdo, que llevaba en cabestrillo, pero a pesar de ello y de lo aturdida que estaba, Robinson me puso de inmediato a cuidar a Tom Wells, que yacía con las costillas rotas, enfundado en un apretado chaleco que Robinson había hecho con tiras de lona, cosidas en diagonal de atrás hacia delante, en capas que se superponían en las dos terceras partes de cada una. Robinson explicó con sumo cuidado la función de ese chaleco antes de decirme que de ningún modo debía quitárselo al paciente. Mis horas de trabajo iban desde las ocho de la mañana hasta las tres de la tarde, cuando Robinson me reemplazaba.
Un hombre alto y delgado, con la cabeza correctamente vendada, hacía los turnos de la noche, y creo que Robinson también lo reemplazaba durante la noche para que siempre hubiese alguien para atender a Tom Wells.
Robinson me había presentado al hombre alto; recuerdo que me llamaba “señorita January”, pero no retuve su nombre aunque me resultaba familiar. En aquellos primeros días pregunté varias veces a Robinson quién era el otro enfermero y cómo se llamaba, pero tardé una semana entera en recordar el nombre, Jimmie Waterford. Jimmie se mostraba muy amistoso conmigo, como si nos conociéramos de antes. Tardé bastante en recordar que lo había conocido en el avión de Lisboa. Sin embargo, el monosilábico Tom Wells se grabó en mi mente de inmediato.
Por aquel entonces advertí la presencia de un niño frágil y menudo, de unos nueve años de edad, de piel oscura y grandes ojos. Lo había visto la primera vez que me levanté, pero durante varios días no reparé en él. Seguía a Robinson por doquier. Cumplía algunas tareas, como traer a la casa pequeños atados de leña y preparar el té. Se llamaba Miguel.
Durante las mañanas, Robinson me daba instrucciones. Las seguía al pie de la letra, como si estuviese atontada e incapaz de sentir curiosidad alguna. Mientras tanto, Robinson y el hombre alto se ausentaban juntos durante dos o tres horas cada vez.
Además de ser quien había recibido las heridas más graves, Tom Wells era un paciente difícil. Se quejaba y hacía ruidos casi todo el día, aunque Robinson le aplicaba inyecciones. Parecía haber comprendido nuestra situación y de hecho, en aquel momento, era más consciente que yo. Siempre he detestado a las enfermeras que son intolerantes con sus pacientes, pero muy pronto me volví irritable y brusca con Tom Wells, como si hubiera nacido para ello. Cuando me oía decirle al hombre que dejara de hacer tanto ruido, que se comportara o que bebiera esto o aquello, y frases por el estilo, Robinson sonreía con desgano. Todo esto sucedía antes de que yo hubiera asimilado mi nuevo entorno. Sabía, con una indiferencia inhumana, que había ocurrido un accidente. Acepté resignadamente la situación de hallarme en un lugar desconocido, que Robinson diera órdenes y que yo debiera cuidar a Tom Wells determinadas horas del día.
Exactamente una semana después del accidente, Robinson me dijo, mientras desayunábamos: “Intente comer lo menos posible. La mayor parte de nuestra comida es enlatada y yo no esperaba huéspedes”.
Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba comiendo. Robinson me había procurado alimento y en ese momento advertí que había estado consumiéndolo. Miré mi plato sobre la mesa redonda de madera clara. Acababa de terminar una porción de legumbres amarillentas. Junto a mi plato había un bizcocho grueso y duro a medio comer, igual a los que recordaba haber sumergido en el té cargado y tibio durante los últimos días. A partir de entonces presté atención al lugar con mayor detenimiento. Cuando aquel día empecé a actuar independientemente de Robinson, él pareció aliviado. Dos días después me dio el cuaderno para que escribiera mi diario.
Ansiaba estar de vuelta en casa, riéndome con Agnes y Julia, como cuando ellas venían a tomar el té en las tardes de invierno. Lo que más nos gustaba hacer con mis hermanas era reírnos de nuestras anécdotas de infancia y yo misma me sorprendía, más tarde, de mi propia inocencia.
Y sin embargo, en aquellos momentos, disfrutaba las tonterías que decíamos. Hubo un tiempo, después de haber abandonado la escuela para casarme, del nacimiento de mi hijo y de haber enviudado aquel mismo año, en que estuve distanciada de mis hermanas. De Agnes, porque era la mayor: huraña, soltera y resentida por mi aventura. Agnes vivía con nuestra abuela. Cuando la abuela murió, Agnes se casó con el médico; al menos se casó. Nos hicimos amigas, en la medida en que es posible ser amiga de Agnes, que, para empezar, hace ruido cuando come.
Mi hermana menor, Julia, estaba todavía en la escuela cuando me escapé para casarme. Mi marido murió seis meses después. Traté de acercarme a Julia, tan alta y bonita. Pero la consideraban una descarriada; yo también pensaba que lo era.
—Julia solo habla de hombres, hombres y más hombres —dije una vez a Agnes.
—Oh, cállate —dijo ella.
Años más tarde, Julia se СКАЧАТЬ