Название: Error de cálculo
Автор: Daniel Sorín
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Espejo Negro
isbn: 9789874290366
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A las diez de la mañana la confitería era ya un hervidero de gente. Unos cuantos alumnos secundarios haciendo la rabona, mesas llenas de vendedores, leguleyos y varios otros personajes indeterminados. Con esa escenografía, Artigas y Layo se encontraron para trabajar en el reportaje que debía salir en el próximo número de una ignota revista de la que el primero era columnista y el segundo ocasional colaborador.
—¿Qué tal, profesor, hace mucho que me espera?
Artigas se sentó sin esperar respuesta, buscó con la mirada al mozo y por señas le encargó un café; para el mozo no hacía falta: Artigas jamás consumía otra cosa a no ser por invitación.
Layo comenzó a exponer acerca de las tendencias románticas en las letras nativas; una larga exposición, como era su costumbre. Habló sobre las influencias no solo políticas que llevaron a Echeverría a escribir El matadero. Mientras tanto, Artigas esperaba el momento propicio para intercalar sus nueve preguntas, largamente elaboradas durante los minutos de viaje en subterráneo. Tomaba algunas notas, no obstante, por si las respuestas no completaban el centimetraje necesario y, más que nada, como fórmula de respeto hacia su antiguo profesor. Hacía ya tres cuartos de hora que escuchaba, cuando Layo, a propósito de la tendencia mortuoria de los personajes y autores románticos, le dijo al pasar aquello que cambiaría su vida.
—Sabe usted, Artigas, —el profesor jamás tuteaba a sus alumnos y estos nunca dejaban de serlo— hay siempre en el hombre una clara inclinación hacia la muerte. Una atracción normalmente sublimada en el arte; pero no solo en él, hay deportes y oficios ligados a ella. Quizá esa sublimación sea una buena causa, o un buen efecto de la civilización. ¡Vaya a saber!, no he reparado en ello. Los otros días, por ejemplo, un antiguo condiscípulo suyo me sugirió que trabajase en un proyecto que tenía, ¿cómo le diré?... un periódico de avisos gratis, como un Segunda Mano donde la gente, los deudos, dieran a conocer las muertes que les atañen.
—¿Avisos fúnebres?
—Eso mismo. El día tal, a la hora tal, por ejemplo, dejó de existir fulanito de tal; su esposa y sus hijos, tal y tal, sus nueras y nietos, participan etcétera, etcétera, etcétera.
Artigas abrió los ojos, no supo por qué se le cortaba la respiración.
—Me comentó que imaginaba a los deudos dando a conocer una semblanza del finado. Sus últimas palabras, si las hubiera, su testamento, o cualquier otra cosa que dramatizase, así dijo él, la muerte del sujeto.
—¿A quién se le pudo ocurrir?
—Me dijo —lo interrumpió el profesor sin escucharlo— que si la quinta parte de la gente que hojea el diario para leer los avisos necrológicos comprase el periódico, sería un magnífico éxito editorial. Fíjese usted como la idea de la muerte que antes apuntábamos se reitera ahora...
Pero Artigas ya no volvió a escucharlo. Trató de averiguar sin éxito la identidad de aquel condiscípulo, y una hora después se levantaba de la mesa olvidando por completo el motivo de la entrevista. Así fue como Rómulo Artigas relató en posteriores oportunidades esa jornada inaugural y fantástica. Cómo él, periodista, argentino, de treinta y cinco años por aquel entonces, tuvo conocimiento de la idea.
A la noche dejó el televisor encendido sin sonido; se sentó, vaso de whisky en mano, en el único sillón justo debajo de la lámpara de pie. ¿Quién sería aquel compañero? Pasaron por su mente decenas de caras y situaciones de la escuela secundaria; recuerdos inconexos, disparados azarosamente. Solamente un sicoanalista, acaso, podría encontrar alguna ilación. Layo había sido profesor suyo en cuarto año, debía ser un compañero de esa promoción —se levantó como impulsado por un resorte—, de ese curso no tenía ninguna fotografía pero sí del posterior. ¡La foto de la graduación!
Su casa no se caracterizaba por el orden, de manera que tardó más de una hora en dar con ese recuerdo amarillento. Recorrió cara tras cara, memoró los nombres de casi todos y los fue anotando en una hoja. Nadie le pareció lo suficientemente loco como para llevar adelante esa increíble idea. A las dos y diez de la mañana fue a buscar hielo para su tercer whisky. El cansancio le hacía estragos y había decidido abandonar la búsqueda cuando recordó, sin motivo aparente, a Carlos Trillo. Se sentó, sorprendido y ensimismado. Trillo había sido expulsado por algo que ya no recordaba y tuvo que cursar quinto año en el Roca, ¡por eso no estaba en la fotografía! ¡Sí, él era lo suficientemente loco!
Cerró los ojos, algo en la memoria pugnaba por salir, algo huidizo, una imagen, apenas un destello fugaz. Evocó a Trillo, un tipo tan inteligente como antipático, una mente privilegiada. Había algo guardado en su memoria que no lograba recordar. Y, efectivamente, no lo pudo hacer porque un insoportable cansancio se apoderó de él dejándolo exhausto en la cama.
A la mañana siguiente, mientras desayunaba, pensó que sin duda Trillo era el compañero del que hablaba el profesor y decidió jugar su carta. Se sorprendió buscando en la guía el apellido, había decenas. Como el detective de un thriller, empezó por discar el número telefónico del primer Carlos Trillo de la columna. Tenía la esperanza de que si no era él, fuese un familiar capaz de darle datos más o menos precisos de su paradero. Media hora después Raquel Trillo, que resultara ser tía de su antiguo compañero, le dio una dirección y un horario. Era de su trabajo.
Cuando salió de su casa rumbo al diario pensó cómo fingiría el encuentro. Se imaginó mil veces lo que le diría. Sabía por fuentes fidedignas de su idea —como profesional del periodismo podía no denunciar la filiación del informante— y le parecía interesante hacerle un reportaje para las páginas de su sección que, aunque no centrales, le servirían de publicidad. Y unas cuantas cosas más que se dijo le diría. Durante todo el viaje a la redacción se dio innumerables razones por las que el encuentro parecería lógico. Armó y desarmó decenas de castillos con naipes de ideas y excusas. Se preguntó mil veces acerca de la verosimilitud de lo planeado. Y esas innumerables razones no dejaron de ocultar el único, el excluyente motivo de la visita.
Dos días después, Artigas se presentaba en aquella lujosa inmobiliaria preguntando por su antiguo y olvidado compañero.
• • •
En las páginas guardadas en el arcón había especial interés por establecer la verdadera personalidad de Carlos Trillo. Por ellas se pudo conocer a sus tíos, a su único hermano y a quien por esa época era ya su exmujer. Hay entrevistas con docenas de personas que lo conocieron, documentos de su indiscutible autoría, cartas, textos publicitarios y una indeterminada cantidad de notas reservadas. Esta es, a grandes rasgos, la historia de su parte en la historia.
Trillo había bebido unas ginebras de más la noche del 17 de enero. Bajaba con indisimulada precaución la escalera que comunicaba al salón de billar de Corrientes y Montevideo con la vereda superpoblada de barbudos, minifaldas e hiriente griterío. Ya en la calle cruzó Corrientes rumbo a uno de los restoranes baratos de la zona. Entró, buscó una mesa y encontró una pequeña con mantel de papel de estraza, semioculta por una ancha columna. Encendió su enésimo cigarrillo negro. Minutos más tarde ingresaba Layo buscando una mesa libre, cosa nada sencilla un viernes por la noche. Por lógica terminó con Trillo. Tres cuartos de hora después, mientras consumían el postre y Layo teorizaba sobre alguna cuestión, el joven lo interrumpió inesperadamente:
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