Moby Dick. Herman Melville
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Название: Moby Dick

Автор: Herman Melville

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9788074842047

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СКАЧАТЬ de las almas de toda su tripulación; si sigues aferrándote a tus maneras paganas, como me temo tristemente, te exhorto a que no permanezcas para siempre jamás como siervo de Belial. Desdeña al ídolo Bel y al horrendo dragón; apártate de la cólera venidera; anda con ojo, quiero decir; ¡ay, por la gracia divina! ¡Gobierna a lo largo del abismo de la condenación!

      Algo de sal marina quedaba todavía en el lenguaje del viejo Bildad, mezclado de modo heterogéneo con frases bíblicas y domésticas.

      —Deja, déjate de eso, Bildad, deja de echar a perder a nuestro arponero —gritó Peleg—. Los arponeros piadosos nunca son buenos navegantes: eso les quita la fuerza, y no hay arponero que valga una paja que no sea muy fiero. Ahí estaba el joven Nat Swaine, que en otro tiempo fue el más valiente en la proa de todas las lanchas balleneras de Nantucket y del Vineyard: empezó a ir a la capilla, y no llegó nunca a ser nada bueno. Se puso tan asustado por su alma viciada que se echó atrás y se apartó de las ballenas y por temor a las consecuencias en caso de que le desfondaran y le mandaran con Davy Jones.

      —¡Peleg, Peleg! —dijo Bildad, levantando los ojos y las manos—, tú mismo, como yo, has pasado momentos de peligro; tú sabes, Peleg, lo que es tener miedo a la muerte: entonces, ¿cómo puedes charlar de ese modo impío? Mientes contra tu propio corazón, Peleg. Dime, cuando este mismo Pequod perdió los tres palos por la borda en aquel tifón en el Japón, en ese mismo viaje en que fuiste de segundo de Ahab, ¿no pensaste entonces en la Muerte y el juicio?

      —¡Oídle ahora, oídle ahora! —exclamó Peleg, dando vueltas por la cabina, y con las manos bien metidas en los bolsillos—, oídle todos. ¡Pensad en eso! ¡Cuando a cada momento pensábamos que se iba a hundir el barco! ¿La Muerte y el juicio entonces? ¡No! No había tiempo entonces de pensar en la Muerte. En la vida, es en lo que pensábamos el capitán Ahab y yo, y en cómo salvar a toda la tripulación, cómo aparejar bandolas, y cómo llegar al puerto más cercano; en eso es en lo que estaba pensando.

      Bildad no dijo más, sino que, abotonándose hasta arriba su chaquetón, salió a grandes zancadas hasta cubierta, adonde le seguimos. Allí se quedó, vigilando calladamente a unos veleros que remendaban una gavia en el combés.

      De vez en cuando se agachaba a recoger un trozo de lona o a aprovechar un cabo del hilo embreado, que de otro modo se hubieran desperdiciado.

      XIX.— El profeta

      —Marineros, ¿os habéis enrolado en ese barco?

      Queequeg y yo acabábamos de dejar el Pequod y nos alejábamos tranquilamente del agua, cada cual ocupado por el momento en sus propios pensamientos, cuando nos dirigió las anteriores palabras un desconocido que, deteniéndose ante nosotros, apuntó con su macizo índice al navío en cuestión. Iba desastradamente vestido con un chaquetón descolorido y pantalones remendados, mientras que un jirón de pañuelo negro revestía su cuello. Una densa viruela había fluido por su cara en todas las direcciones, dejándola como el complicado lecho en escalones de un torrente cuando se han secado las aguas precipitadas.

      —¿Os habéis enrolado en él? —repitió.

      —Supongo que se refiere al barco Pequod —dije, tratando de ganar un poco más de tiempo para mirarle sin interrupción.

      —Eso es, el Pequod ese barco —dijo, echando atrás el brazo entero, y luego lanzándolo rápidamente por delante, derecho, con la bayoneta calada de su dedo disparada de lleno hacia su objetivo. —Sí —dije—, acabamos de firmar el contrato. —¿Y se hacía constar algo en él sobre vuestras almas? —¿Sobre qué?

      —Ah, quizá no tengáis almas —dijo rápidamente—. No importa, sin embargo: conozco a más de un muchacho que no tiene alma: buena suerte, con eso está mejor. Un alma es una especie de quita rueda para un carro.

      —¿De qué anda cotorreando, compañero? —dije.

      —Quizá él sea suficiente, sin embargo, para compensar todas las deficiencias de esta especie en otros muchachos —dijo bruscamente el desconocido, poniendo nerviosos énfasis en la palabra él.

      —Queequeg —dije—, vámonos; este tipo se ha escapado de algún sitio; habla de algo y de alguien que no conocemos.

      —¡Alto! —gritó el desconocido—. Decís la verdad: no habéis visto todavía al Viejo Trueno, ¿eh?

      —¿Quien es el Viejo Trueno? —dije, otra vez aprisionado por la loca gravedad de sus modales.

      —El capitán Ahab.

      —¿Cómo?, ¿el capitán de nuestro barco, el Pequod?

      —Sí, entre algunos de nosotros, los viejos marinos, se le llama así. No le habéis visto todavía, ¿eh?

      —No, no le hemos visto. Dicen que está enfermo, pero que se está poniendo mejor, y no tardará en estar bien del todo.

      —¡No tardará en estar bien del todo! —se rió el desconocido, con una risa solemne y despreciativa—. Mirad, cuando el capitán Ahab esté bien del todo, entonces su brazo izquierdo vendrá derecho a ser mío, no antes.

      —¿Qué sabe de él?

      —¿Qué sabéis vosotros de él? ¡Decid eso!

      —No nos han dicho mucho de él; sólo he oído que es un buen cazador de ballenas, y un buen capitán para la tripulación.

      —Es verdad, es verdad; sí, las dos cosas son bastante verdad. Pero tenéis que saltar cuando él dé una orden. Moverse y gruñir, gruñir y marchar; ésa es la consigna con el capitán Ahab. Pero ¿nada sobre aquello que le pasó a la altura del cabo de Hornos, hace mucho, cuando estuvo como muerto tres días con sus noches; nada de aquella esgrima mortal con el español ante el altar de Santa? ¿No habéis oído nada de eso? ¿Nada sobre la calabaza de plata en que escupió? ¿Y nada de que perdió la pierna en su último viaje, conforme a la profecía? ¿No habéis oído una palabra sobre esas cosas y algo más, eh? No, no creo que lo hayáis oído; ¿cómo podríais? ¿Quién lo sabe? No toda Nantucket, supongo. Pero de todos modos, quizá hayáis oído hablar por casualidad de la pierna, y de cómo la perdió; sí, habéis oído hablar de eso, me atrevo a decir. Ah, sí, eso lo saben casi todos: quiero decir, que ahora no tiene más que una pierna, y que un cachalote se le llevó la otra.

      —Amigo mío —dije—: no sé a qué viene toda esa cháchara, ni me importa, porque me parece que debe estar un poco estropeado de la cabeza. Pero si habla del capitán Ahab, de este barco, el Pequoa;, entonces permítame decirle que lo sé todo sobre la pérdida de la pierna.

      —Todo sobre ella… ¿De veras?, ¿todo? —Por supuesto.

      Con el dedo extendido y los ojos apuntando hacia el Pequod el desconocido de aspecto de mendigo se quedó un momento como en un ensueño turbado; luego, sobresaltándose un poco, se volvió y dijo:

      —Os habéis enrolado, ¿eh? ¿Los nombres puestos en el papel? Bueno, bueno, lo que está firmado, firmado está; y lo que ha de ser, será; y luego, también, a lo mejor no será, después de todo. De cualquier modo, todo está fijado ya y arreglado; y unos marineros u otros tendrán que ir con él, supongo; lo mismo da éstos que cualquier otros hombres. ¡Dios tenga compasión de ellos! Buenos días, marineros, buenos días; los inefables Cielos os bendigan: СКАЧАТЬ