Название: Moby Dick
Автор: Herman Melville
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9788074842047
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—Mire aquí —dijo la patrona, dejando en seguida la botellita del vinagre como para tener una mano libre—: mire aquí; ¿habla de forzar ninguna de mis puertas? —Y así diciendo, me agarró el brazo—. ¿Qué le pasa a usted? ¿Qué le pasa, marinero?
De modo tranquilo, pero lo más rápido posible, le di a entender todo el asunto. Apretándose inconscientemente el vinagre contra un lado de la nariz, rumió un momento, y luego exclamó:
—¡No! No lo he visto desde que lo dejé allí.
Corriendo a un pequeño hueco bajo el arranque de las escaleras, echó una mirada, y al volver me dijo que faltaba el arpón de Queequeg.
—Se ha matado —gritó—. Es otra vez el desgraciado Stiggs; otra colcha que se pierde: ¡Dios se compadezca de su pobre madre! Será la ruina de mi casa. ¿Tiene alguna hermana el pobre muchacho? ¿Dónde está esa muchacha? Ea, Betty, ve a ver a Snarles el pintor y dile que pinte un letrero: «Se prohíbe suicidarse aquí y fumar en la sala»; así podríamos matar los dos pájaros de una vez. ¿Matarse? ¡El Señor tenga misericordia de su alma! ¿Qué es ese ruido de ahí? ¡Eh, joven, quieto ahí!
Y corriendo detrás de mí, me sujetó cuando yo volvía a intentar abrir la puerta por la fuerza.
—No lo permitiré: no quiero que me estropeen las habitaciones. Vaya por el cerrajero; hay uno cerca de una milla de aquí. Pero ¡espere! —metiéndose la mano en el bolsillo—: aquí hay una llave que sirve, me parece; vamos a ver.
Y diciendo así, dio vuelta a la llave en la cerradura, pero ¡ay! el cerrojo suplementario de Queequeg seguía echado por dentro.
—Voy a abrirla de un golpe —dije, y ya me echaba atrás por el pasillo para tomar carrerilla, cuando la patrona me volvió a sujetar, jurando de nuevo que yo no tenía que destrozarle sus habitaciones; pero me desprendí de ella, y con un súbito empujón con todo el cuerpo, me lancé de lleno contra el blanco.
Con tremendo ruido, la puerta se abrió de par en par, y el tirador, golpeando con la pared, lanzó el encalado hasta el techo; y allí, ¡Cielo santo!, allí estaba Queequeg, completamente indiferente y absorto en el centro mismo de la habitación, acurrucado en cuclillas, y teniendo a Yojo encima de la cabeza. Ni miró a un lado ni a otro, sino que siguió sentado como una imagen tallada con escasos signos de vida activa.
—Queequeg —dije, acercándome a él—, Queequeg, ¿qué te pasa?
—¿No llevará todo el día sentado ahí, eh? —dijo la patrona.
Pero por mucho que dijimos, no pudimos arrancarle una palabra; casi me dieron ganas de derribarle de un empujón, para cambiarle de postura, pues era casi intolerable y parecía tan penosa y antinaturalmente forzada; sobre todo, dado que, con toda probabilidad, llevaba sentado así unas ocho o diez horas, pasándose además sin las comidas normales.
—Señora Hussey dije—, en todo caso, está vivo; de modo que déjenos, por favor, y yo mismo me ocuparé de este extraño asunto.
Cerrando la puerta tras la patrona, intenté convencer a Queequeg para que tomara un asiento, pero en vano. Allí seguía sentado, y eso era todo lo que podía hacer: con todas mis habilidades y corteses halagos, no quería mover una clavija, ni mirarme, ni advertir más presencia del modo más leve. «No sé —pensé— si es posible que esto forme parte de su Ramadán; ¿ayunarán en cuclillas de este modo en su isla natal? Debe ser así; sí, es parte de su credo, supongo; bueno, entonces, dejémosle en paz; sin duda se levantará, antes o después. No puede durar para siempre, gracias a Dios, y su Ramadán sólo toca una vez al año, y tampoco creo que entonces sea muy puntual.»
Bajé a cenar. Después de pasar un largo rato oyendo los largos relatos de unos marineros que acababan de volver de un viaje «al pastel de ciruelas» como lo llamaban (esto es, una breve travesía a la caza de ballenas en una goleta o bergantín, limitándose al norte del ecuador, y sólo en el océano Atlántico), después de escuchar a esos pasteleros hasta cerca de las once, subí para acostarme, sintiéndome muy seguro de que a esas horas Queequeg debería haber puesto fin a su Ramadán. Pero no: allí estaba donde le había dejado: no se había movido una pulgada. Empecé a sentirme molesto con él; tan absolutamente insensato y loco parecía al estarse allí sentado todo el día y mitad de la noche, en cuclillas, en un cuarto frío, sosteniendo un trozo de madera en la cabeza.
—Por amor de Dios, Queequeg, levántate y sacúdete; levántate y cena. Te vas a morir de hambre, te vas a matar, Queequeg. —Pero él no contestó ni palabra.
Desesperando de él, por consiguiente, decidí acostarme y dormir, sin dudar de que no tardaría mucho tiempo en seguirme. Pero antes de meterme, tomé mi pesado chaquetón de «piel de oso» y se lo eché por encima, porque prometía ser una noche muy fría, y él no llevaba puesta más que su chaqueta corriente. Durante algún tiempo, por más que hiciera, no pude caer en el más ligero sopor. Había apagado la vela de un soplo, y la mera idea de que Queequeg, a menos de cuatro pies de distancia, estaba sentado en esa incómoda posición, completamente solo en el frío y la oscuridad, me hacía sentir realmente desgraciado. Pensadlo: ¡dormir toda la noche en el mismo cuarto con un pagano completamente despierto y en cuclillas, en este temible e inexplicable Ramadán!
Pero, no sé cómo, me dormí por fin, y no supe más hasta que rompió el día, cuando, mirando desde la cama, vi allí acurrucado a Queequeg como si le hubieran atornillado al suelo. Pero tan pronto cómo el primer destello de sol entró por la ventana, se incorporó, con las articulaciones rígidas y crujientes, aunque con aire alegre; se acercó cojeando a donde estaba yo, apretó la frente otra vez contra la mía, y dijo que había terminado su Ramadán.
Ahora bien, como ya he indicado antes, no tengo objeciones contra la religión de nadie, sea cual sea, mientras esa persona no mate ni insulte a ninguna otra persona porque ésta no cree también lo mismo. Pero cuando la religión de un hombre se pone realmente frenética, cuando es un tormento decidido para él, y, dicho francamente, cuando convierte esta tierra nuestra en una incómoda posada en que alojarnos, entonces, creo que es hora de tomar aparte a ese individuo y discutir la cuestión con él.
Eso es lo que hice entonces con Queequeg.
—Queequeg —dije—, métete en la cama, y óyeme bien quieto.
Seguí luego, comenzando con la aparición y progreso de las religiones primitivas, para llegar hasta las diversas religiones de la época presente, esforzándome en ese tiempo por mostrar a Queequeg que todas esas Cuaresmas, Ramadanes y prolongados acurrucamientos en cuartos fríos y tristes eran pura insensatez; algo malo para la salud, inútil para el alma, y, en resumen, opuesto a las leyes evidentes de la higiene y el sentido común. Le dije también que aunque él en otras cosas era un salvaje tan extremadamente sensato y sagaz, ahora me hacía daño, me hacía mucho daño, al verle tan deplorablemente estúpido con ese ridículo Ramadán. Además, argüí, el ayuno debilita el cuerpo; por consiguiente, el espíritu se debilita, y todos los pensamientos nacidos de un ayuno deben por fuerza estar medio muertos de hambre. Ésa es la razón por la que la mayor parte de los beatos dispépticos cultivan tan melancólicas ideas sobre su vida futura.
—En una palabra, Queequeg —dije, más bien en digresión—, el infierno es una idea que nació por primera vez de un flan de manzana sin digerir, y desde entonces se ha perpetuado a través de las dispepsias hereditarias producidas por los Ramadanes.
Luego pregunté a Queequeg si él mismo sufría alguna vez de mala digestión, expresándole la idea con mucha claridad para que pudiera captarla. Dijo que СКАЧАТЬ