Название: Moby-Dick o la ballena
Автор: Herman Melville
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Básica de Bolsillo
isbn: 9788446037064
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3 le llamaban King-Post: el nombre castellano de esta pieza de la armadura del barco –que se llama así en todo barco de madera, y no sólo en los balleneros del Ártico– es «codaste rey».
4 el nombre genérico de gay-headers: el nombre de la aldea india, Gay Head –con o sin guión–, proviene de las coloridas rocas del promontorio sobre el que se asienta, y significa «promontorio alegre» –la acepción de «homosexual» es muy posterior a la época en que escribió Melville–, y el nombre dado a sus habitantes se podría traducir por «alegres zambullidores».
5 Príncipe de los Poderes del Aire: el Diablo.
Capítulo 28
Ajab
Durante varios días tras zarpar de Nantucket, nada se vio del capitán Ajab por encima de los cuarteles. Los oficiales se relevaban regularmente uno a otro en las guardias, y no habiendo nada que pudiera observarse en contrario, parecían ser los únicos comandantes del barco; salvo que a veces salían de la cabina con órdenes tan repentinas y perentorias que, al final, resultaba indudable que sólo comandaban vicariamente. Sí, su supremo señor y dictador estaba allí, aunque hasta el momento oculto a cualesquiera ojos no autorizados a penetrar en el por entonces sagrado retiro de la cabina.
Cada vez que yo ascendía a cubierta desde mis guardias abajo, instantáneamente echaba la vista a popa para fijarme si había visible algún rostro extraño; pues mi primera vaga inquietud respecto al desconocido capitán, ahora, en la reclusión del mar, se convirtió casi en un trastorno. Aquello resultaba extrañamente acentuado a veces por las diabólicas incoherencias del harapiento Elías, que, sin que yo las convocara, regresaban a mí con una sutil energía que previamente no podría haber concebido. Malamente podía resistirlas, por mucho que en otros estados de ánimo casi estuviera dispuesto a sonreír ante las solemnes fantasías de ese disparatado profeta de los muelles. Mas fuera lo que fuese que sintiera de aprensión o inquietud –por así llamarlo–, no obstante, cada vez que en el barco me ponía a mirar a mi alrededor, parecía completamente injustificado albergar semejantes emociones. Pues aunque los arponeros, junto con el grueso de la tripulación, eran un grupo mucho más bárbaro, pagano y variopinto que cualquiera de las dóciles compañías de barco mercante con las que mis previas experiencias me habían familiarizado, aun así, yo atribuía aquello –y lo atribuía correctamente– a la fiera singularidad de la propia naturaleza de esa salvaje vocación escandinava en la que tan inconscientemente me había embarcado. Y era especialmente el aspecto de los tres principales jefes del barco, los oficiales, lo que estaba más convincentemente calculado para aliviar estos desvaídos recelos, y para inducir confianza y jovialidad en cada episodio de la expedición. Tres mejores y más apropiados oficiales y hombres, cada uno a su manera, no se podrían haber encontrado fácilmente, y eran, todos y cada uno de ellos, americanos; uno de Nantucket, otro del Vineyard y un hombre del Cabo. Ahora bien, al ser en Navidad cuando el barco zarpó de puerto, durante algunos días tuvimos un cortante tiempo polar, si bien constantemente escapábamos de él hacia el sur; y con cada grado y cada minuto de latitud que navegábamos, dejábamos gradualmente tras nosotros ese despiadado invierno y toda su intolerable meteorología. Fue una de esas mañanas de la transición, menos encapotadas, aunque aún suficientemente grises y melancólicas, mientras el barco, con viento franco, surcaba apresurado el agua en una especie de vindicativo rebotar y de melancólica presteza, que al encaramarme a cubierta al toque de la guardia de alba, tan pronto como alineé mi vista hacia el coronamiento, agoreros escalofríos me recorrieron el cuerpo. La realidad dejó atrás a la aprensión: el capitán Ajab se erguía sobre el alcázar.
No parecía haber en él ningún signo de enfermedad corporal, ni tampoco de recuperación de alguna. Tenía el aspecto de un hombre liberado de la estaca de la hoguera una vez que el fuego, al pasar, ha agostado todos los miembros sin consumirlos o restarles una partícula de su compacta añeja robustez. Su entero porte, alto y amplio, parecía hecho de sólido bronce, y conformado en un molde inalterable, como el Perseo vaciado de Cellini. Serpeando su camino de entre sus grises cabellos, y continuando hacia abajo por un lateral de su bronceado y chamuscado rostro y de su cuello, hasta que desaparecía bajo sus ropas, veías una delgada marca, como una vara lívidamente blanquecina. Recordaba ese perpendicular costurón hecho a veces en el erguido y altivo tronco de un gran árbol, cuando el relámpago de las alturas se precipita sobre él rasgándolo y, sin arrancar una sola rama, pela y surca la corteza de arriba a abajo antes de perderse en la tierra, dejando el árbol aún vivo de verdor, aunque señalado. Si esa marca había nacido con él, o si era la cicatriz dejada por alguna terrible herida, nadie podía decirlo con certeza. Siguiendo algún acuerdo tácito, poca o ninguna alusión se hizo a ella a lo largo de la expedición, en especial por los oficiales. Pero una vez un viejo indio de Gay-Head que estaba en la tripulación, decano de Tashtego, aseguró supersticiosamente que no fue hasta que tuvo cuarenta años cumplidos que Ajab quedó de ese modo señalado, y que lo fue entonces no en la furia de una mortal reyerta, sino en una pelea con los elementos, en el mar. Aun así, esta arbitraria alusión pareció inferencialmente desmentida por lo que insinuó un sombrío hombre de Man1, un sepulcral viejo, que al no haber zarpado nunca antes de Nantucket, nunca antes de esta ocasión le había puesto el ojo encima al singular Ajab. Sin embargo, las viejas tradiciones del mar, las inmemoriales creencias, popularmente investían a este viejo hombre de Man con preternaturales poderes de discernimiento. De forma que ningún marino blanco le desmintió consistentemente cuando afirmó que si alguna vez el capitán Ajab era en paz embalsamado –lo que difícilmente podría ocurrir, así lo murmuró–, entonces, quienquiera que fuese el que prestara los últimos oficios al muerto, le encontraría una marca de nacimiento desde la coronilla a la planta del pie.
El lúgubre aspecto general de Ajab, y la lívida señal que lo marcaba, me afectaron de tan patente manera que durante los primeros momentos iniciales apenas noté que no poco de su sobrecogedora desolación se debía a la barbárica pierna blanca sobre la que parcialmente se sostenía. Previamente me había enterado de que esta pierna de marfil había sido confeccionada en el mar a partir del hueso pulido de una mandíbula de cachalote.
—Sí, le desarbolaron en aguas del Japón –dijo en una ocasión el viejo indio de Gay-Head–; pero lo mismo que su desarbolado navío, embarcó otro mástil sin venir por él a casa. Tiene una aljaba llena de ellos.
Me llamó la atención la singular postura que mantenía. En cada lado del alcázar del Pequod, y muy cerca de los obenques de mesana, había una cavidad de broca, taladrada en la plancha una media pulgada más o menos. Su pierna de hueso sujeta en esa cavidad, un brazo elevado y agarrándose a un obenque, el capitán Ajab se erguía, mirando derecho más allá de la proa, que nunca cesaba de cabecear. En la fija e intrépida premeditación de esa mirada había una infinitud de la más firme fortaleza, una determinada, inquebrantable tenacidad. No dijo una palabra, ni tampoco sus oficiales le dijeron nada a él; aunque en todos sus minúsculos gestos y expresiones mostraron claramente la incómoda, si no hiriente, conciencia de estar bajo un atormentado ojo de patrón. Y no sólo eso, sino que el taciturno Ajab se presentaba ante ellos con una crucifixión en su rostro; con toda la innominada, regia y autoritaria dignidad de una intensa aflicción.
No mucho después de su primera visita al aire libre, se retiró a la cabina. Pero tras esa mañana pudo ser visto por la tripulación cada día; bien de pie en su cavidad de pivote, bien sentado en un taburete de marfil que tenía, o bien paseando pesadamente la cubierta. Al tornarse el cielo menos sombrío; al empezar, de hecho, a resultar un poco agradable, se recluyó cada vez menos, como si cuando zarpó el barco de puerto la muerta desolación ventosa СКАЧАТЬ