Moby-Dick o la ballena. Herman Melville
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Moby-Dick o la ballena - Herman Melville страница 41

Название: Moby-Dick o la ballena

Автор: Herman Melville

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Básica de Bolsillo

isbn: 9788446037064

isbn:

СКАЧАТЬ doblados hasta el suelo con sus cargas, aquello que le ayudaba a sacar fuera ese casi impío buen humor suyo; aquello debía ser su pipa. Pues, lo mismo que la nariz, su pequeña y corta pipa negra era uno de los rasgos constituyentes de su rostro. Casi antes esperarías que saliera de su compartimento sin su nariz que sin su pipa. Allí mantenía una fila entera de pipas sujetas en un anaquel, dispuestas y cargadas, a fácil alcance de la mano; y cada vez que se retiraba, las fumaba todas en sucesión, encendiendo una con la otra hasta el final del capítulo; cargándolas después otra vez para que estuvieran dispuestas de nuevo. Pues, cuando Stubb se vestía, en lugar de primero poner las piernas en sus pantalones, ponía su pipa en la boca.

      Digo yo que este continuo fumar debe haber sido al menos una causa de su peculiar disposición; pues todo el mundo sabe que este aire terrestre, ya sea en tierra o a flote, está terriblemente infectado por las innominadas miserias de los innumerables mortales que han muerto exhalándolo; y al igual que en época de cólera algunas personas se desplazan de un lado a otro con un pañuelo alcanforado en la boca, así, de igual manera, contra todas las mortales tribulaciones, el humo de tabaco de Stubb podría haber actuado como una especie de agente desinfectante.

      Ahora bien, estos tres oficiales... Starbuck, Stubb, y Flask, eran hombres de mucha monta. Ellos eran los que por universal prescripción capitaneaban como patrones tres de las lanchas del Pequod. En ese grandioso orden de batalla en el que el capitán Ajab pronto comandaría sus fuerzas para abatirse sobre las ballenas, estos tres patrones eran como capitanes de compañías. O, al estar armados con sus largas y afiladas picas balleneras, eran como un selecto trío de lanceros; lo mismo que los arponeros eran lanzadores de jabalinas.

      Y como en esta notoria pesquería, cada oficial o patrón, como un gótico rey de la Antigüedad, siempre está acompañado por su timonel de lancha o arponero, que en ciertas coyunturas le proporciona una lanza nueva cuando la anterior ha quedado muy torcida o doblada en el asalto; y más aún, como generalmente subsiste entre los dos una estrecha intimidad y amistad; es, por tanto, conforme que en este lugar determinemos quiénes eran los arponeros del Pequod, y a qué patrón pertenecía cada uno.

      En primer lugar estaba Queequeg, al que Starbuck, el primer oficial, había seleccionado como su escudero. Pero Queequeg ya es conocido.

      El tercero entre los arponeros era Daggoo, un gigantesco negro salvaje de piel carbón, con un andar leonino... un asuero. Suspendidos de sus orejas había dos aros dorados, tan grandes que los marineros los llamaban cáncamos de argolla, y decían que iban a asegurar a ellos las drizas de gavia. En su juventud, Daggoo había embarcado voluntariamente a bordo de un ballenero que fondeaba en una solitaria bahía de su nativa costa. Y no habiendo estado en parte alguna del mundo salvo en África, Nantucket, y los puertos paganos más frecuentados por los balleneros, y al haber vivido durante ya muchos años la intrépida vida de la pesquería en barcos de propietarios carentes de la usual precaución respecto a la clase de hombres que embarcaban, Daggoo conservaba todas sus barbáricas virtudes, y erguido como una jirafa recorría las cubiertas con toda la pompa de seis pies y cinco pulgadas en calcetines. Había humildad corporal en mirarle; y un hombre blanco en pie ante él parecía una bandera blanca venida a implorar tregua ante una fortaleza. Curioso de decir, este imperial negro, asuero Daggoo, era el escudero del pequeño Flask, que a su lado parecía una figura de ajedrez. Por lo que respecta al resto de la compañía del Pequod, dicho sea que actualmente, de los muchos miles de hombres a proa de mástil empleados en la pesquería de la ballena americana, no hay uno de dos nacido en América, aunque prácticamente todos los oficiales lo son. En esto ocurre lo mismo tanto en la pesquería de ballena americana como en el ejército americano, y en la armada y en la marina mercante americanas, y en los destacamentos de ingeniería empleados en la construcción de los canales y ferrocarriles americanos. Lo mismo, digo, porque en todos estos casos los americanos nativos aportan con largueza el cerebro, proporcionando los músculos el resto del mundo con la misma generosidad. De estos marineros de la pesca de la ballena, un número no pequeño pertenece a las Azores, donde los barcos balleneros que parten de Nantucket tocan puerto para aumentar sus tripulaciones con los rudos campesinos de esas rocosas costas. De igual manera, los balleneros de Groenlandia que zarpan de Hull o de Londres fondean en las islas Shetland para recibir el complemento íntegro de su tripulación. En la travesía de vuelta a puerto los vuelven a desembarcar allí de nuevo. El porqué no se sabe, pero los isleños parecen ser los mejores pescadores de ballenas. En el Pequod también eran casi todos isleños, isolados, así los llamo, no reconociendo el continente común de los hombres, sino cada isolado que vive en un distinto continente propio. No obstante, ahora, federados a lo largo de una quilla, ¡qué conjunto formaban estos isolados! Como una diputación de Anacharsis Clootz constituida por todas las islas del mar, y todos los confines de la tierra, que acompañaba al viejo Ajab en el Pequod para presentar las quejas del mundo ante una de esas audiencias de las que no muchos logran regresar. El pequeño negro Pip... ¡Él nunca regresó! ¡Pobre muchacho de Alabama! En el desolado castillo del Pequod le veréis dentro de poco, dándole a su pandereta; prelusivo del tiempo eterno, en el que llamado al gran alcázar de las alturas, fue invitado a tocar con los ángeles, y a darle a su pandereta en la gloria, llamado un cobarde aquí, ¡aclamado un héroe allá!