La Sombra Del Campanile. Stefano Vignaroli
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Название: La Sombra Del Campanile

Автор: Stefano Vignaroli

Издательство: Tektime S.r.l.s.

Жанр: Историческая литература

Серия:

isbn: 9788835414698

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СКАЧАТЬ de todas formas estas heridas me llevarán a la muerte en pocos días. Será mejor acortar el sufrimiento.

      Mientras hablaba de esta manera cogió el brazo de Lucia y lo atrajo hacia sí. Se encontraron con sus respectivos rostros a poquísima distancia el uno del otro, cada uno sentía el respiro jadeante del otro acariciar sus mejillas. Lucia leyó en los ojos del joven Franciolini el miedo a morir no la maldad. El instinto hubiera sido el de retirarse, en cambio reaccionó al contrario, apoyó con cuidado sus labios sobre los de él. No tuvo tiempo ni de sentir la aspereza de la barba no afeitada desde hacía días que fue abrumada por un torbellino de lenguas que se entrelazaban, manos que buscaban la piel desnuda bajo los vestidos, caricias que la aislarían de la realidad para alcanzar alturas celestiales y luego sensaciones nunca sentidas, hasta alcanzar un inmenso placer, acompañado, sin embargo, de un profundo dolor. Ahora era su sangre y provenía de las partes íntimas violadas por aquel dulce encuentro; nunca había sentido nada igual en su vida pero se sentía satisfecha.

      ―¿Cómo se os ha podido siquiera ocurrir que yo estuviese aquí para mataros? Os amo, os he amado desde el primer momento en que os he visto, hace algunos días, cuando salíais de este palacio montado en vuestro caballo. Os he salvado la vida, os he curado y ahora me habéis convertido en mujer y yo os estoy agradecida.

      Acabó de librarse de los vestidos y, completamente desnuda, se metió en la cama al lado de su amor. Le abrió el camisón, comenzó a acariciarle el pecho, a besárselo, luego cogió su mano y la guió para acariciar sus túrgidos senos. Y hubo besos y caricias y suspiros durante interminables y mágicos minutos. Luego ella se puso a horcajadas sobre su vientre y, guiada por su instinto que le decía que actuase de esa manera, comenzó a balancearse arriba y abajo, al principio lentamente, para luego aumentar el ritmo de forma progresiva, hasta llegar de nuevo al orgasmo.

      El orgasmo provocó que Andrea se sumergiese de nuevo en la inconsciencia. La muchacha habría querido hablarle con dulzura pero con el claro objetivo en su mente de llevar el tema hasta los símbolos ligados al extraño pentáculo de siete puntas, visto en los subterráneos de la catedral, vuelto a ver sobre el portal de Palazzo Franciolini y nombrado por Andrea en sus delirios. Había tantos temas de los que hubiera querido hablar con él, ahora que había vuelto en sí, pero en ese momento era imposible.

      Mientras Lucia recuperaba sus vestidos del suelo y se volvía a arreglar, sintiendo todavía en sus entrañas sensaciones que estimulaban la palpitación de su zona íntima, a sus orejas llegaron voces excitadas desde la entrada del palacio.

      ―¡No podéis entrar en esta mansión, no tenéis permiso! ―estaba gritando Alí. Luego su voz se debilitó hasta apagarse.

      ―Arrestad al moro, matadlo si opone resistencia. Y registrad el edificio. El Cardenal quiere enseguida a la condesita Lucia en palacio. En cuanto al joven Franciolini, si todavía está vivo, arrestadlo sin hacerle daño. Deberá ser procesado por alta traición y herejía. No lo mataremos nosotros sino la justicia, aquella divina y la de los hombres. Y el castigo será ejemplar para hacer comprender al pueblo a quien debe someterse: ¡a Dios y a su Santidad el Papa!

      Lucia había reconocido la voz de quien había pronunciado estas últimas palabras, el dominico Padre Ignazio Amici, que junto con su tío presidía el tribunal local de la Inquisición, cuando la puerta de la habitación se abrió de par en par y en su arco se dibujaron las sonrisas desdeñosas y satisfechas de dos guardias armados.

      La cultura es la única cosa que nos hace felices

      (Arnoldo Foà)

      El sonido insistente del despertador consiguió catapultar de nuevo a Lucia a la realidad cotidiana. Con la misma mano con la que había logrado acallar el despertador, a tientas había encontrado sobre la mesilla de noche el paquete de cigarrillos. Ahora ya era una costumbre encender el primer cigarrillo en cuanto se despertaba, pero en los últimos tiempos lo hacía incluso antes de abandonar la cama. Luego llegaba hasta el baño con el palito humeante en la boca, se dedicaba a asearse y a maquillarse aspirando de vez en cuando una calada de humo, echaba la colilla al váter y se iba a la cocina para prepararse el café, después del cual se encendía otro cigarrillo, concentrándose sobre el nuevo día de trabajo que le esperaba. En el puesto de trabajo no se permitía fumar de ninguna manera por lo que, si ocasionalmente le pasaba por la cabeza que aquel vicio a la larga sería muy nocivo, consideraba superado cualquier reparo mientras miraba la punta roja iluminarse cada vez que inhalaba.

      ¡Mi cuerpo necesita su dosis de nicotina, diga lo que diga ese puritano del decano de la fundación!, se encontraba a menudo pensando Lucia, encendiéndose el tercer cigarrillo del día, el que le permitía la satisfacción de llegar a una hora decente antes de la pausa prevista para el desayuno. En el año 2017 la primavera había sido muy lluviosa y, a pesar de que era a finales del mes de mayo, la temperatura todavía no había alcanzado la media estival; así que, sobre todo por la mañana a la hora de salir, todavía hacía fresco y era difícil decidir cuán fuese el vestido más adecuado para ponerse. Una rápida ojeada al guardarropa, mientras se ponía unos leotardos ligeros, color carne, casi invisibles, la decisión cayó ese día sobre un vestido rojo de manga larga pero no invernal, de la largura adecuada para dejar descubiertas las piernas poco más arriba de las rodillas. Un poco de carmín, un cepillado a los cabellos castaños naturalmente ondulados, un poco de lápiz de ojos para resaltar el color avellana de sus ojos, una última calada al cigarrillo, cuya colilla estaba perfectamente puesta en el cenicero, y Lucia Balleani, veintiocho años, un metro y setenta y cinco centímetros de belleza austera, además de inalcanzable para el común de los mortales, licenciada en Lettere Antiche7 , especializada en historia medieval, estaba lista para enfrentarse al impacto con el ambiente exterior. Era la última descendiente de una noble familia de Jesi, los Baldeschi-Balleani y, por ironías del destino, a pesar de su nacimiento nunca había conseguido vivir y habitar en la suntuosa residencia de la familia en la Piazza Federico II, ni tampoco en la estupenda villa en las afueras de Jesi, ahora se encontraba trabajando en aquel palacio. Había aceptado de buena gana el encargo que le había hecho la Fundación Hoenstaufen, que había encontrado allí su sede natural, justo en la plaza en que la tradición dice que, en el año 1194, había nacido Federico II de Svevia, príncipe y más tarde Emperador de la casa Hoenstaufen. Como todas las familias nobles, a partir de los años 50 del siglo pasado, con el final de la aparcería, con el fin de los inmensos latifundios agrarios heredados desde tiempos inmemoriales, ni siquiera los Baldeschi-Balleani fueron inmunes a jugarse la mayor parte de los bienes familiares, vendiéndolos o mal vendiéndolos al mejor postor, con tal de mantener el estilo de vida al que estaban habituados. La rama de los Baldeschi, un poco más sabia, se había mudado en parte a Milano, donde habían puesto en pie una pequeña pero rentable empresa de diseño y arquitectura, en parte a Umbria, donde gestionaba una soleada casa rural en medio de las verdes colinas de Paciano. A la rama de los Balleani le habían caído las migajas y el padre de Lucia continuaba con tenacidad y poco provecho a sacar adelante la hacienda agrícola que consistía en trozos de terreno esparcidos entre las campiñas de Jesi y Osimo. Lucia era una muchacha, además de hermosa, realmente inteligente. Gracias a los sacrificios del padre había podido hacer el bachillerato en Bologna y licenciarse con muy buenas notas. Su pasión era la historia, en especial la medieval, quizás porque sentía fuertemente, dentro de ella, por un lado la pertenencia a la ciudad que había visto nacer a uno de los más ilustres emperadores de la historia y por otro a la familia que, por primera vez, había dado un Signore8 a Jesi. De hecho, había sido la gibelina familia Baligani (el apellido se había transformado con el tiempo en Balleani) la que en el año 1271 había instituido la primera Signoria en Jesi. Con muchos contratiempos, Tano Baligani, a veces con el bando de los güelfos, otras con el bando de los gibelinos, según de donde soplase el viento, había intentado conservar el dominio de la ciudad, contra otras familias nobles, en particular contra los Simonetti, los cuales también habían tomados las riendas del mando de la ciudad en ciertas épocas. En los dos siglos СКАЧАТЬ