Название: Morir en las grandes pestes
Автор: Maximiliano Fiquepron
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Hacer Historia
isbn: 9789878010205
isbn:
Las fronteras entre la profesión médica y la popular no eran taxativas. En muchas oportunidades curanderos y charlatanes tomaban nociones de la medicina diplomada y traducían y resignificaban para los sectores populares parte de ese saber. Aún más: en muchos casos, los médicos diplomados de estratos sociales más bajos adoptaban formas y métodos de los curanderos locales. Así, existe un componente de hibridez en los modos en que el curandero transitaba la lucha por curar. También, en esta misma línea, la farmacéutica constituía un lugar bisagra, ya que era el dispensario y no el médico quien sugería y recetaba brebajes y tónicos para determinados males.[27] De manera que, para mediados del siglo XIX, los médicos en la ciudad de Buenos Aires no eran los únicos especializados en el arte de curar. Tampoco era una de las profesiones más numerosas. El censo de 1869 registró 154 profesionales, mientras que en el registro de patentes de la ciudad solo aparecieron 60. En este último podemos encontrar su lugar de residencia distribuido en casi todas las parroquias, pero con una mayor concentración en las del centro de la ciudad. Algo similar ocurría con las parteras, que también aparecen en todas las parroquias, a excepción de la del Pilar, la de la Piedad y la de Balvanera.
En cuanto a los servicios hospitalarios, estuvieron administrados por la Sociedad de Beneficencia y el Gobierno Municipal, que dispuso la refacción y ampliación del Hospital General de Hombres, ubicado en la calle Comercio (hoy Humberto Primo) entre Defensa y Balcarce. La nueva construcción, levantada en un terreno que daba al río, contenía alrededor de 150 camas, y fue finalizada en 1859. Para 1857 ingresaron al Hospital las Hermanas de Caridad de San Vicente Paul, contratadas y traídas desde París por la Municipalidad. Ese mismo año se sancionó la creación de un Asilo de Mendigos, alojado en el antiguo Convento de los Recoletos, en el norte de la ciudad, vecino al cementerio. La dirección del establecimiento quedó a cargo de una sociedad filantrópica, formada por personalidades con experiencia en la gestión pública: Esteban Señorans, Patricio Fernández, Federico Pinedo, Antonio Zinny, Mariano Billinghurst, A. G. Alves Pinto y Héctor Varela, que ofició de secretario.
El año 1857 también vería la fundación de otros proyectos vinculados a la salud y la beneficencia. La Legislatura de la Provincia de Buenos Aires sancionó la creación de una “Casa de Dementes” –hasta entonces residían en el hospital de hombres o el de mujeres–, y dejaba los fondos y la administración del proyecto en manos de la Municipalidad. Las obras finalizaron en 1863, cuando se inauguró el Hospicio de Dementes San Buenaventura (actual Hospital Municipal José Tiburcio Borda), nombrado así en homenaje a su primer director, Ventura Bosch. El sitio elegido para emplazar dicho establecimiento fue en los terrenos de la Convalecencia, en el sur de la ciudad. Allí se había abierto, años antes, el Asilo de Alienadas (actual Hospital Braulio Aurelio Moyano), administrado por la Sociedad de Beneficencia. Bajo esta organización, reinstalada inmediatamente luego de la caída de Rosas, se administraban también el Hospital de Mujeres, la Casa de Huérfanas y la Casa de Expósitos, así como escuelas para niñas dentro de estos establecimientos y también fuera de ellos.
Mensajeras de la muerte: epidemias en Buenos Aires
La convivencia entre los distintos pueblos y ciudades del Río de la Plata y ciertas enfermedades fue continua, y consustancial a los patrones demográficos y sociales heredados de la Colonia. Fiebre tifoidea, varicela y sarampión (entre otras) eran parte de un escenario epidémico habitual de las ciudades costeras del Paraná. De todas ellas, la viruela fue la que mayores estragos ocasionó hasta alrededor de 1880.[28] A diferencia del cólera, la fiebre amarilla, e incluso la peste bubónica, la viruela era una enfermedad que se presentaba tanto en su forma endémica como epidémica. Con una larga presencia en la historia de la humanidad (el virus se detectó en algunas momias del Antiguo Egipto, hacia el 10.000 a.C.), se convirtió en endémica en Europa, desde donde se extendió a través de las rutas comerciales, la colonización y la guerra, hacia todas las partes del mundo. Entre los siglos XV y XVIII, en las principales ciudades europeas devino una enfermedad de la infancia, y provocó la muerte de un tercio de los niños. El elemento que hizo de la viruela una de las peores pandemias fue su llegada a América con la conquista europea. Ocasionó crisis de mortalidad y generó intensos ciclos epidémicos entre los siglos XVI y XVIII. Fue definida como una gran asesina, sobre todo en América, y logró equiparar a la peste bubónica como la enfermedad más temida.[29] Una de las características que la hacían tan amenazante era su alto poder de contagio. Se ha estimado que las posibilidades eran del 50%, con una tasa de mortalidad del 30% de los casos. La forma de contagio más usual provenía de las partículas exhaladas por el enfermo, que podían ser inhaladas por otras personas de manera directa, o a través del contacto con su ropa, sábanas y otros efectos personales. Después de inhalar el virus, comenzaba un período de incubación de alrededor de doce días. Este período favorecía la propagación de la enfermedad, ya que, al no presentarse ningún síntoma, el sujeto proseguía con su vida habitual y con ello diseminaba ampliamente el virus.
Las erupciones sobre todo el cuerpo eran su expresión característica; segregaban pus durante los primeros días, causaban infecciones en la piel y un olor nauseabundo en todo el cuerpo. En ocasiones se transformaban en úlceras que al octavo o noveno día formaban una costra, que luego dejaba una marca irreparable en la piel. Estas heridas la convertían en una enfermedad muy dolorosa, junto con la alta fiebre, la fatiga, el delirio, la diarrea, los vómitos, la hinchazón de párpados, lengua, labios, y el sangrado hemorrágico en algunos casos. Cuando sobrevivían, las personas quedaban con marcas permanentes por la cicatrización de las erupciones; también eran habituales la amputación debido a las infecciones, y la ceguera. Estos elementos son vitales para comprender por qué la viruela era tan temida: no solo por ser letal, sino por el sufrimiento que generaba y por las secuelas que dejaba en el cuerpo, desfigurado y ciego en muchas ocasiones.
A pesar de ser muy contagiosa y con una tasa de mortalidad también elevada, se habían desarrollado herramientas de salud pública que ofrecían un horizonte de tratamiento de la viruela. En 1796 Edward Jenner presentó su tesis sobre la técnica de inoculación y vacunación para prevenir la aparición de casos. Si bien fue muy discutida en los centros médicos europeos, la tesis de Jenner generó una medida de profilaxis basada en la idea de que los enfermos contagiaban, algo que será muy discutido en otras enfermedades con una etiología más compleja como la fiebre amarilla, la peste bubónica y el cólera. En Buenos Aires, si bien se realizaron esfuerzos para prevenir los efectos de esta enfermedad (para 1813 se habilitaron casas de vacuna y empleados que inocularían a la población), los logros de estas medidas eran siempre exiguos. Entre 1821 y 1827, durante el gobierno de Martín Rodríguez y gracias al impulso de Bernardino Rivadavia, la vacunación fue un asunto destacado dentro de la creación y reorganización institucional sanitaria. En efecto, se formalizó una “comisión para la vacuna” que debía administrarla, generalizarla y conservarla. Las carencias, sin embargo, eran demasiadas, y en muchos sentidos la vacunación de la población fue más un proyecto que una realidad.[30] Una de las epidemias de viruela más dramáticas que golpeó a Buenos Aires –y de la que a la vez se tiene registro– aconteció durante 1829 y 1830, y se presentó combinada con otra enfermedad muy temida por entonces: el sarampión. El primer foco de viruela ocurrió entre un grupo de indios pampas que estaban en la ciudad para establecer relaciones políticas con Juan Manuel de Rosas. Diversos cronistas y viajeros explican que, entre los aborígenes, ante la aparición de las señas exteriores de la enfermedad, no se realizaban ceremonias ni se daban remedios de ningún tipo. La práctica más común era la huida de la tribu del lugar infectado y el abandono de los enfermos para que se recobrasen o muriesen en soledad; así consta en los relatos de la época y se repite también en narraciones posteriores. Con epidemias en los años 1802, 1812, 1823, 1830, 1836, 1837, 1842, 1847, 1853, la enfermedad se encontraba diseminada en todas las provincias. En su estudio sobre la Confederación, Martin de Moussy, también coincide en que la viruela era la más grave de todas: “La epidemia no reina más de seis meses en un sitio, pero cobra muchas víctimas; la mayor parte de los individuos no vacunados mueren si son atacados”.[31] Además, detecta que las epidemias comenzaban siempre en el litoral, al final del verano y que se remontaban rápidamente al norte, donde contagiaban СКАЧАТЬ