Morir en las grandes pestes. Maximiliano Fiquepron
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Название: Morir en las grandes pestes

Автор: Maximiliano Fiquepron

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

Серия: Hacer Historia

isbn: 9789878010205

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СКАЧАТЬ manuales o semicalificados. Todavía más al noroeste, a dos kilómetros de la Plaza de Mayo, la Iglesia del Pilar administraba una parroquia rural poco edificada que llegaba hasta Belgrano. Contiguo al templo se hallaba el Cementerio del Norte, también llamado La Recoleta, inaugurado en 1822. Detrás de la iglesia había una pequeña guarnición militar, y comenzaba nuevamente la zona de quintas y propiedades fuera de la cuadrícula de manzanas. Algunos cientos de metros al oeste de allí se encontraba el área del Matadero del norte, que marcaba el fin de la ciudad, en dirección al pueblo de Belgrano.

      En este recorrido por la ciudad, buscamos destacar espacios de sociabilidad y zonas con diversas particularidades. Así, por ejemplo, recorrer la calle Defensa, en su paso de la parroquia de Catedral al Sur a San Telmo, consistía en un pasaje de lo más conspicuo del mundo sociocultural hacia una zona de barrios y casas más modestas, desprovista de librerías, escuelas u oficinas; ir por la calle Moreno desde el comienzo de la parroquia de Monserrat también era adentrarse en un recorrido que mostraba formas de sociabilidad más intensas apuntaladas por la vida comercial y otros establecimientos como cafés, pulperías y también iglesias, mercados y plazas. Al llegar a Perú, comenzaba una de las calles más densamente pobladas de comercios y lindante con el centro político y simbólico de la ciudad: la Plaza de Mayo y sus edificios emblemáticos. Caminar por Esmeralda, Artes o Libertad hacia el norte, era adentrarse otra vez en zonas más productivas (fábricas, molinos, chancherías). En el extremo norte de la ciudad, en sus límites, se encontraba el Cementerio de La Recoleta, ya ubicado en las afueras, y al cual se arribaba tras un extenso recorrido.

      Entre médicos y curanderos: instituciones y saberes

      Ya en la Colonia existían instituciones vinculadas con la medicina, como el Protomedicato, fundado en el Río de la Plata en 1780, que se encargaba de prevenir y combatir las principales enfermedades, además de controlar a aquellos que ejercían el arte de curar. Esta institución se modificó muy poco con el comienzo del período independiente. Hacia 1822 fue clausurado y reemplazado por un Tribunal de Medicina. Sin embargo, recién tras la caída de Rosas comienza a desarrollarse un nuevo perfil institucional de la profesión médica. En esos años, el gobierno de la provincia de Buenos Aires promulgó una serie de decretos que reglamentaron y, en cierta medida, impulsaron el funcionamiento del cuerpo médico. En esta nueva legislación resulta nodal destacar una división que marcará buena parte de la historia institucional del siglo XIX.

      Las instituciones médicas se dividieron en tres secciones: Facultad de Medicina, Consejo de Higiene Pública y Academia de Medicina. Estos organismos heredaron, repartiéndoselas, las antiguas funciones del desaparecido Tribunal de Medicina. Estas innovaciones fueron el resultado de la negociación entre representantes gubernamentales y un pequeño grupo de médicos llamado a tener una actuación decisiva en el futuro inmediato. Estos cambios, además de representar un primer intento del Estado provincial de definir áreas de intervención, expresaron también los intereses de una élite de médicos notables con fácil acceso a las altas esferas del Estado. A partir de este momento, con un pie en el Estado y con otro en la cúspide de la profesión, y participando de forma relevante en las facciones políticas, esta élite fue cristalizándose en el poder.[23] En estos primeros pasos, el Consejo de Higiene Pública condensó gran parte de ese reconocimiento institucionalizado que la incipiente profesión médica comenzaba a alcanzar. Desde un primer momento, el Consejo tuvo una doble faz de intervención. En primer lugar, se ocupaba de aspectos relativos al control de la política sanitaria: detección y evaluación de enfermos contagiosos en barcos y vapores de pasajeros, diagnóstico de alimentos y productos que pudieran ser perjudiciales, sugerencias a la población en torno a algunas precauciones en caso de epidemia. Sin embargo, el Consejo no vio definidas sus atribuciones en forma precisa, por lo que su actuación concreta dio pie al debate entre quienes defendían una incumbencia médica amplia y variada y aquellos otros que abogaban por acciones más específicas. La segunda tarea, por fuera de la política sanitaria, consistía en la vigilancia de la propia profesión. Tenía como objetivo precisar el área de incumbencia médica eliminando las heterodoxias que, tanto desde dentro como desde fuera, ponían en peligro el poder y la identidad “de cuerpo” de la élite médica.

      Otro de los aspectos centrales en la cuestión de la salubridad de la ciudad giró en torno al higienismo. ¿Quiénes eran los higienistas a mediados de siglo? Dado que para entonces la higiene podía definirse vagamente como referida a todas las acciones ejercidas sobre la salud, sus límites como concepto eran laxos. Esta vaguedad permitía a sus practicantes aspirar a un amplio campo de incumbencias. Basándonos en sus propios textos, puede decirse que higienistas eran todos aquellos que se autodefinían como tales. Filántropos, políticos, periodistas, químicos, farmacéuticos y médicos opinaban sobre temas vinculados con la higiene con igual grado de autoridad.[24] Sus premisas no contenían un argumento central, sino que más bien consistían en la acumulación de consejos, opiniones, estadísticas, regulaciones y estudios de caso. Dicha acumulación revela un rasgo característico del higienismo, que veía a la enfermedad como un fenómeno multicausal: la tierra, la dieta, el aire, la humedad, el calor, los sentimientos, o el hacinamiento, entre otros, podían generar la aparición de casos y su diseminación. Tantos objetivos y ambiciones, acompañados por una significativa escasez de remedios y de resultados efectivos, sin duda no los protegía contra el fracaso, y eventualmente traería a los higienistas serios problemas de credibilidad.[25]

      Por fuera del círculo médico profesional existía otro conjunto de especialistas en la salud: curanderos y curanderas eran agentes de lo que entonces comenzó a denominarse como “medicina popular”. Este concepto es una construcción creada en el ambiente médico, que impugnó saberes de comunidades que consideraban exóticas y/o atrasadas. La medicina popular, por lo tanto, es una definición académica antes que un conjunto homogéneo de saberes y prácticas. Su marcada heterogeneidad abarcó desde la visita a un curandero o herborista –que disponía de un repertorio de cremas, tónicos, hierbas, purgantes– hasta la automedicación como un recurso para combatir la enfermedad. Tampoco era infrecuente el recurso a todo un compendio de oraciones, plegarias y rezos a santos y figuras centrales del credo católico (la Virgen María, Jesús) por la intercesión del enfermo.

      Administradores de este abigarrado repertorio de tratamientos, los curanderos y curanderas eran un grupo numeroso y valorado por buena parte de la comunidad, sobre todo entre los sectores populares. Aquellos más renombrados eran definidos popularmente como “inteligentes” y poseían una amplia red de clientes. Estos sanadores tenían una cualidad que los diferenciaba de los médicos diplomados, que atraía una concurrencia mucho más abundante. Principalmente porque las formas, la performance realizada por el curandero, estaba más en sintonía con lo que el enfermo entendía como cura. Su cura tenía credibilidad. En este punto es interesante destacar que estos curadores no se presentaban en general como profesionales sino, en muchos casos, como mediadores de Dios u otras fuerzas. Así, algunos curanderos estaban guiados por los principios de la caridad cristiana, porque reconocían en Dios la fuente última de todas las curas. Los sanadores en general se negaban a trabajar “solo por el vil interés del dinero”, y dejaban a quienes cobraban por su tarea en una posición que era contraria a las virtudes cristianas. Esta cualidad apostólica no formaba parte central de los argumentos movilizados por los médicos diplomados, lo que acentuaba el distanciamiento entre ambas formas de curar.[26]

      Un poco por debajo de la valoración social de los curanderos estaban los fabricantes y expendedores de remedios, figuras más cercanas al fenómeno conocido como “charlatanismo”, pero que incluía tanto a prósperos comerciantes de droguerías como a vendedores ambulantes. Todos ellos no se arrogaban un conocimiento específico para sanar sino, más bien, divulgaban las cualidades de un producto capaz de curar enfermedades o dolencias. Esta lista no estaría completa sin la presencia de matronas, figuras centrales en este período, o aquellas vecinas con aptitudes curativas, que se ocupaban en general de realizar los primeros diagnósticos y curaciones. El perfil femenino era relevante en este nivel de prácticas curativas, ya que eran las mujeres las primeras en brindar cuidados ante una enfermedad o malestar, tanto de su familia como de diferentes allegados.

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