Somos las hormigas. Shaun David Hutchinson
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Название: Somos las hormigas

Автор: Shaun David Hutchinson

Издательство: Bookwire

Жанр: Книги для детей: прочее

Серия: KAKAO LARGE

isbn: 9788412189513

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СКАЧАТЬ un escalofrío de placer me recorrió el cuerpo.

      —¿Cómo lo evitamos?

      Miré al limaco en busca de una pista, pero no se había movido desde la colleja. Lo que sabía era lo siguiente: si pulsaba el botón, la Tierra no explotaba. Cuando no lo pulsaba, sí que explotaba. Pero no podía ser tan sencillo.

      —¿Pulsar el botón evitará la destrucción del planeta?

      JÚBILO ABSOLUTO.

      —¿Y entonces? ¿Todas esas veces que lo he pulsado han sido de práctica?

      ANGELITOS BEBÉ POR TODAS PARTES.

      —Muy bien. ¿Y cuándo sucederá este apocalipsis?

      Yo no sabía cómo los alienígenas iban a responder a una pregunta abierta, ya que nunca antes me habían contestado, pero eran seres capaces de viajar por el espacio; darme una fecha debería estar chupado para ellos. En pocos instantes, la proyección del planeta se transformó en un reality que se llama El búnker y la voz sobreactuada del presentador me llegó de todas las direcciones a la vez:

      —Este grupo de quince desconocidos lleva seis meses encerrado en un búnker. Ahora que solo quedan ciento cuarenta y cuatro días, no querrás perderte ni un solo minuto. Sé testigo de cómo compiten por la comida, el agua, el papel higiénico y por los corazones de unos y otros.

      —Vaya mierda de canales os llegan aquí arriba, chavales. —La imagen del programa se desvaneció y la Tierra volvió a aparecer—. ¿Así que quedan ciento cuarenta y cuatro días? —Hacer el cálculo mental me llevó más tiempo de lo que pienso admitir—. ¿Eso significa que el mundo se acabará el 29 de enero de 2016?

      EUFORIA MÁXIMA.

      Nunca me canso de tener razón.

      Cuando se me aclaró la cabeza, llegué a la conclusión de que los limacos me estaban tomando el pelo. Era la única explicación lógica. Me negaba a creer que tuvieran el poder para evitar el fin del mundo, pero que hubieran elegido que la decisión la tomara un don nadie de dieciséis años.

      Pero si no era una broma, si la decisión era mía, tenía el destino del mundo en la palma de mi sudorosa mano. A los alienígenas seguramente les daba igual una cosa que otra.

      —Solo para que quede claro: ¿tengo hasta el 29 de enero para pulsar el botón?

      EUFORIA.

      —Y si lo pulso, ¿evitaré la destrucción del planeta?

      EUFORIA.

      —¿Y si elijo no pulsarlo?

      La imagen de la Tierra explotó, la proyección desapareció y las luces se apagaron.

       encabezado

       8 de septiembre de 2015

      Crucé corriendo el césped bañado en rocío de delante de mi casa, sudando como un cerdo por el calor húmedo de Florida y cubriéndome mis partes con la tapa de un cubo de basura que había robado de una casa dos calles más allá. Esperaba que el señor Nabu, que estaba sentado en su porche leyendo el periódico como cada mañana, estuviera demasiado ocupado buscando los nombres de sus amigos y enemigos en las necrológicas como para darse cuenta del paso de mi culo pálido.

      Después de mi segunda abducción, empecé a dejar escondida una bolsa de deporte con ropa de recambio detrás del aparato de aire acondicionado que había debajo de la ventana de mi dormitorio. Los limacos no siempre me devolvían totalmente desnudo, pero supongo que lo hacían porque les divertía verme corretear de una punta a otra de Calypso, escondiéndome para que no me detuvieran por exhibicionismo.

      Mientras me vestía, intenté comprender la posibilidad de que el mundo fuera a acabarse, y también lo absurdo que era que los alienígenas me hubieran escogido a mí para decidir si el apocalipsis ocurriría como estaba previsto o si se retrasaría. Simplemente, yo no era una persona lo bastante importante como para tomar una decisión tan crucial. Tendrían que haber abducido al presidente, al papa o a Neil deGrasse Tyson.[1]

      No sé por qué no pulsé el botón en serio cuando tuve la oportunidad; quizás porque dudaba que los alienígenas me hubieran dado tanto margen de tiempo si no quisieran que meditase bien mi elección. Seguramente, la mayoría de gente cree que habría pulsado el botón en mi situación (porque nadie quiere que el mundo se acabe, ¿verdad?), pero lo cierto es que nada es tan simple como parece. Pon las noticias o léete algunos blogs. El mundo es un pozo de mierda, así que tengo que considerar si quizás es mejor borrarlo todo y dar la oportunidad de hacer las cosas bien a la civilización que evolucione de las cenizas de nuestros huesos.

      Usé la llave de repuesto que había debajo de la begonia muerta junto a la puerta y entré en casa en silencio. Me saludó el olor a humo de tabaco y a huevos fritos, y entré lentamente en la cocina como si acabara de salir de mi cuarto todavía medio dormido. Mi madre levantó la mirada de lo que fuera que estuviera leyendo en su móvil; sostenía un cigarrillo con la punta de los dedos y llevaba sus rizos decolorados recogidos en una coleta despeinada.

      —Ya era hora. Te estaba llamando, Henry, ¿no me oías?

      Mi madre tiene forma de berenjena y suele tener ojeras bajo los ojos del mismo color.

      Me apoyé en la puerta, pero no pensaba quedarme mucho rato allí. Las abducciones alienígenas siempre me hacen sentir como si necesitara una ducha de lejía hirviendo.

      —Perdona.

      La abuela me sonrió desde los fogones. Dejó sobre la mesa un plato de huevos fritos con pimienta por encima y colocó la mayonesa al lado.

      —Come, que estás muy flaco.

      La abuela es brusca y dura; luce sus arrugas y sus manchas de la piel como cicatrices de una guerra en la que jamás dejará de luchar. Es como un trozo de ternilla entre los dientes del tiempo, y la quiero por ello.

      Mi madre dio una calada a su cigarrillo y expulsó el humo en mi dirección:

      —Te he llamado cien veces.

      Antes de que pudiera contestar, Charlie entró en la cocina dando zancadas y me robó el plato. Se comió un huevo con la mano mientras se dejaba caer en una silla, y luego se puso a engullir el resto de mi desayuno. A veces es difícil creer que Charlie y yo tengamos los mismos padres: yo soy alto, él es bajo; yo soy delgaducho, él era musculoso, aunque casi todo se había convertido en grasa después del instituto; yo puedo contar hasta cinco sin usar los dedos… Charlie tiene dedos.

      —Henry no te ha oído porque no estaba en casa. —Charlie me dedicó una sonrisa burlona mientras agarraba un puñado de beicon de un plato que había en medio de la mesa, y después le hizo una mueca a mi madre—. ¿Tienes que fumar mientras estoy comiendo?

      Ella lo ignoró:

      —¿Dónde estabas, Henry?

      —Aquí.

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