Somos las hormigas. Shaun David Hutchinson
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Название: Somos las hormigas

Автор: Shaun David Hutchinson

Издательство: Bookwire

Жанр: Книги для детей: прочее

Серия: KAKAO LARGE

isbn: 9788412189513

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СКАЧАТЬ a estar desnudo delante de los alienígenas. Jesse Franklin me veía desnudo a menudo y aseguraba que le gustaba, pero él era mi novio, así que no cuenta. Creo que estoy demasiado delgaducho y me da corte, e imagino que los limacos me juzgan por mis defectos: la mancha que tengo en medio del pecho con forma de Abraham Lincoln, la manera en que me sobresalen las clavículas o el culo trágicamente plano que tengo. Una vez, mientras estaba haciendo cola en la cafetería para recibir mi plato de carne picada con puré de patatas, Elle Smith me dijo que tenía el culo más plano que había visto en su vida. Yo no sabía a cuántos culos había estado realmente expuesta una niña de doce años de Calypso, pero el comentario me infectó como una calentura que de vez en cuando resurgía a la superficie y se aseguraba de que nunca olvidara mi lugar.

      Una parte de mí se pregunta si los limacos envían a su planeta fotos pervertidas para que sus colegas alienígenas se rían. «Mira el mutante que hemos pillado. Lo llaman un “adolescente” y tiene cinco brazos, pero uno es diminuto y deforme».

      No es deforme de verdad, lo juro.

      Cuando los limacos terminaron de experimentar conmigo aquella noche, el bloque sobre el que estaba tendido se transformó en una silla mientras yo aún estaba encima. En abducciones anteriores, los alienígenas me habían encerrado en una sala totalmente oscura, habían intentado ahogarme y una vez liberaron una especie de gas en el aire que me hizo reír hasta que vomité, pero nunca me habían dado una silla. Eso me hizo sospechar al instante.

      Uno de los limacos se quedó después de que los otros desaparecieran en las sombras. La sala de examinación era la única sección de la nave que había visto, pero su verdadera forma y tamaño quedaban oscurecidos por la negrura a mi alrededor. La estancia en sí era sencilla: un suelo gris con espirales que dan la impresión de movimiento y con cuatro o cinco luces que emergían de las sombras. El bloque que se había convertido en una silla era de color negro obsidiana.

      Noté un hormigueo en los brazos y las piernas, y así fue como me di cuenta de que podía moverme de nuevo. Me sacudí para deshacerme de aquella sensación desagradable, pero no podía librarme de la impotencia que campaba a sus anchas dentro de mí; me recordaba que los alienígenas podían desollarme vivo, diseccionar mis músculos para ver cómo funcionaban, y que yo no podía hacer absolutamente nada para detenerlos. Como seres humanos, nacemos creyendo que somos la cumbre de la creación, que somos invencibles, que no existe ningún problema que no podamos resolver. Pero, inevitablemente, morimos con todas nuestras creencias hechas pedazos.

      Tenía la garganta seca. Incluso a las ratas enjauladas les dan agua y comida.

      —Si estáis poniendo a prueba mi paciencia, debo advertiros que una vez me pasé tres semanas con mi familia en una caravana infestada de cucarachas. El viaje fue infernal. Veintiún días de mi padre perdiéndose, de mi madre saltando por todo y de mi hermano encontrando cualquier excusa para darme puñetazos, y todo ello acompañado de la maravillosa melodía que provenía del tabique nasal desviado de mi abuela.

      Nada. Ninguna reacción. El limaco que tenía al lado agitó sus tallos oculares y sus canicas vidriosas lo observaron todo a 360 grados. Eran como esas cámaras de seguridad que se esconden bajo una cúpula oscura; era imposible saber qué estaban mirando exactamente.

      —De verdad, fue el peor viaje de mi vida. Cada noche teníamos que quedarnos quietos y fingir que no oíamos a Charlie sacudírsela en la cama de arriba. Estoy bastante seguro de que batió el récord mundial de veces que un chico se ha masturbado mientras comparte espacio con sus padres, su hermano y su abuela.

      Un haz de luz pasó sobre mi hombro y proyectó en el aire una imagen tridimensional de la Tierra a poca distancia de mí. Me volví para ver el origen, pero el limaco generó un apéndice y me dio una colleja.

      —Espero que eso fuera un brazo —dije restregándome la roncha que me había dejado.

      La imagen del planeta estaba meticulosamente detallada. Unas nubes esponjosas surcaban la superficie mientras la imagen rotaba lentamente. Grupos apretados de luces desafiantes relucían en todas las ciudades, tan brillantes como cualquier estrella. Al cabo de unos instantes, un pilar liso de más o menos un metro emergió del suelo al lado de la imagen de la Tierra. Sobre él había un botón rojo.

      —¿Quieres que lo pulse?

      Nunca tuve la impresión de que los alienígenas entendieran lo que yo decía o hacía, pero supuse que no me habrían puesto ahí un botonazo brillante si no quisieran que lo pulsara.

      En cuanto me puse en pie, una corriente eléctrica viajó desde mis pies hasta todo el cuerpo. Me desplomé en el suelo con espasmos. Un chillido ahogado se me escapó de la garganta. El limaco no se ofreció a ayudarme, a pesar de que podía generar brazos a voluntad, y esperé a que las convulsiones se pasaran antes de sentarme de nuevo en la silla.

      —Vale, no tocaré el botón.

      La proyección de la Tierra explotó y me bañó de destellos y luces. Alcé los brazos para protegerme la cara, pero no sentí ningún dolor. Cuando abrí los ojos, la imagen volvía a estar entera.

      —Vamos, que de verdad no queréis que pulse el botón.

      Bajo la atenta mirada de mi amo alienígena, vi cómo el planeta explotaba siete veces más, pero me negué a moverme del asiento. A la octava explosión, los limacos me electrocutaron otra vez. Perdí el control de la vejiga y me caí en un charco de mi propia orina. Tenía la mandíbula dolorida de tanto apretarla, y no sabía cuánto más podría aguantar.

      —¿Sabes? Si simplemente me dijeras qué quieres que haga, podríamos saltarnos la parte del dolor insoportable de este experimento.

      Volvieron a restaurar la imagen del planeta, pero, cuando intenté sentarme, me dieron otro chispazo y explotó otra vez. La siguiente vez que la imagen estuvo completa, me arrastré hasta el botón y lo pulsé con fuerza. Se me recompensó con una intensa explosión de euforia que empezó por los pies, me subió por las piernas y se extendió hasta los dedos y las orejas. Era puro júbilo, como si hubiera eyaculado un coro de angelitos bebé por cada poro de mi cuerpo.

      —Eso no ha estado mal.

      Perdí la cuenta de las veces que pulsé el botón. A veces me electrocutaban, a veces me inundaban de éxtasis, pero nunca sabía qué esperar. Al menos, hasta que noté un patrón. Eran tan sencillo que me sentí superimbécil por no haberme dado cuenta antes. Que me electrocutaran hasta mearme probablemente no había mejorado mis habilidades de resolución de problemas.

      La electricidad y la euforia no eran castigos y recompensas, ni tampoco sucedían de forma aleatoria. Simplemente, eran una forma de hacerme ver que había una relación causal entre si pulsaba el botón y si el planeta explotaba. Los limacos estaban intentando comunicarse conmigo. Habría sido un momento mucho más emocionante de la historia de la humanidad si mi ropa interior no hubiera estado empapada.

      Decidí poner a prueba mi teoría.

      —¿Vais a destruir el planeta?

      ELECTRICIDAD.

      —¿Voy a destruirlo yo?

      ELECTRICIDAD.

      Al final me rendí y me quedé en el suelo.

      —¿Algo va a destruir la Tierra?

      EUFORIA.

      —¿Podéis СКАЧАТЬ