Somos las hormigas. Shaun David Hutchinson
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Название: Somos las hormigas

Автор: Shaun David Hutchinson

Издательство: Bookwire

Жанр: Книги для детей: прочее

Серия: KAKAO LARGE

isbn: 9788412189513

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СКАЧАТЬ una proyección de la Tierra explotando otra vez junto con el gran botón rojo, pero no me habían electrocutado ni deleitado. Simplemente me ofrecieron la elección y esperaron a ver qué haría. Quizás por eso me reía. Evitar el apocalipsis no debería ser tan fácil. Deberían ser necesarias elaboradas maquinaciones secretas para evitar que cunda el pánico. Debería requerir sacrificios, despedidas entre lágrimas y la presencia de Bruce Willis.

      Obviamente, no lo pulsé.

      Cuando recobré los sentidos y me di cuenta de que ya no estaba en la nave de los limacos, la risa murió en mi garganta. Tenía la espalda húmeda y algo afilado se me clavaba en la cadera. Tenía el pelo, los bóxeres y el pecho mojados, y todo yo apestaba a agua estancada. Cuando me incorporé, escupí por si me había entrado algo de esa agua en la boca.

      La luna estaba oscura y las nubes cubrían las estrellas. No tenía ni idea de dónde estaba. Recordaba haber ido a la fiesta de Marcus, sentarme cerca de la piscina y luego ya estaba en la nave, pero no tenía ni idea de cómo había acabado flotando en un mar de gramíneas. Los limacos me habían robado los vaqueros y la camisa de Jesse, pero al menos me habían dejado los gayumbos. Un adolescente rondando por Calypso en ropa interior es raro, pero un adolescente rondando por Calypso desnudo es un delito.

      Me temblaron las piernas cuando me puse en pie y me tambaleé peligrosamente. Me concentré en el horizonte, tal y como me había dicho Jesse, pero sin la luna, el cielo y el suelo se mezclaban el uno con el otro. Al final, los ojos se me acostumbraron y pude distinguir unas cuantas sombras en la distancia, así que me dirigí hacia ellas.

      Caminé unos diez minutos, avanzando con cuidado a través del camino cubierto de maleza, deteniéndome de vez en cuando para sacarme alguna piedrecita de la tierna piel entre los dedos de los pies y maldiciendo a los limacos por no dejarme nunca en algún sitio interesante. Espero que, antes de que acabe el mundo, me dejen en algún sitio en el que no haya estado nunca: París, Tailandia, Brasil… Cualquier sitio tiene que ser mejor que Calypso.

      Las sombras resultaron ser un parque infantil. Había torres y barras horizontales, y varias estructuras conectadas con puentes de madera. No reconocí ese parque, pero sí que reconocí la figura del mapache Randy pintada en la pared del edificio más cercano. Era mi antiguo colegio. Había cambiado desde que yo era pequeño: antes había una cúpula de metal a la que me subía para llegar a la cima, y saltaba desde ahí con la intención de romperme un tobillo y que me enviaran a casa.

      Por aquel entonces, yo no era el Chico Cósmico, sino Henry el Cowboy, todo por un gorro de vaquero que había llevado cada día durante semanas. Ni siquiera recuerdo de dónde lo saqué, pero casi nunca me lo quitaba. No hasta que Matt Walsh me lo robó durante el recreo y se meó en él. Solo yo le había visto hacerlo y el señor Polk (mi tutor de cuando tenía ocho años) me acusó de orinar en él yo mismo para echarle la culpa a Matt. Cuando mi padre me recogió del colegio y me preguntó dónde estaba el gorro, le dije que lo había perdido. Me pegó en el culo con una cuchara de madera, tan fuerte que partió el mango.

      El colegio Ben Franklin estaba demasiado lejos de casa como para ir andando, así que caminé pesadamente hasta la parte delantera del edificio. Estaba exhausto, me dolían las piernas y notaba la cabeza como si los limacos me hubieran extraído el cerebro por las orejas, lo hubieran vuelto a meter a las bravas y ahora estuviera hecho un puñado de tallarines grises. Sobra decir que me alegré muchísimo de ver un teléfono público al lado de un banco de madera, cerca de la zona donde los padres dejan a los alumnos.

      La cabina estaba decorada con pegatinas descoloridas de grupos de los que jamás había oído hablar y marcas que solo me sonaban ligeramente; eran reliquias de unos niños rebeldes que hacía mucho que se habían convertido en adultos. Cogí el auricular, intentando no pensar en los cientos de mocosos que seguramente lo habían tocado antes, y recé para que funcionara. La señal de llamada fue el sonido más hermoso que había oído en años.

      Desplacé el dedo por los números. Sabía que era tarde, pero no cuánto. Habían sido las once o las doce cuando estuve sentado al lado de la piscina (los chupitos habían afectado a mi percepción del paso del tiempo), pero los limacos podrían haberme retenido durante una hora o cinco. Despertar a mi madre estaba absolutamente descartado y a Charlie no lo despertaría ni el fin del mundo, así que sabía que no respondería al teléfono. No sabía el número de mi padre; no sabía siquiera si todavía vivía en Florida, y Audrey era la última persona del mundo a la que quería ver. Solo había otro número que me sabía.

      La primera humillación fue tener que hacer la llamada a cobro revertido. Los teléfonos públicos deberían ser gratuitos. Si estás lo bastante desesperado como para necesitar uno, es probable que sea una emergencia y que no tengas monedas. Digamos que no hacen bóxeres con bolsillos. Yo ni siquiera sabía que se podían hacer llamadas a cobro revertido hasta que Jesse me lo explicó una mañana después de que los limacos me dejaran cerca de su casa. La información me pareció tan útil como el latín hasta la primera vez que necesité usarla.

      Pulsé el cero y seguí las instrucciones: primero marqué el número de Marcus, luego dije mi nombre y, al final, esperé.

      La segunda humillación fue oír a Marcus preguntar tres veces quién era y luego esperar, como si de verdad estuviera considerando si aceptar o no el cobro de la llamada, hasta que balbució un cansado «sí». Su voz sonaba soñolienta y malhumorada:

      —¿Henry?

      —¿Estabas durmiendo?

      —Obviamente. Son como las tres de la mañana.

      Forcé una risa:

      —Pensaba que estarías bebiendo hasta el amanecer.

      Marcus se quedó en silencio un segundo.

      —¿Bebiendo? ¿Qué coño dices, Henry? Mañana tengo clase. Y tú también.

      ¿Clase? ¿En serio? O sea, que los limacos me habían tenido en su nave por lo menos dos días enteros. Qué rabia me da cuando hacen eso.

      La tercera humillación fue oír a Marcus hablarme con ese tono condescendiente, sabiendo que no podía enviarlo a tomar por culo porque necesitaba que viniera a buscarme, y tener que fingir que era domingo cuando mi cerebro me decía que aún era viernes.

      —No te habría llamado si no fuera importante.

      —¿No podías haber llamado a otra persona?

      —No.

      El silencio que llegaba desde el lado de la línea de Marcus me hizo pensar que me había colgado, pero tosió y ese ruido flemático fue un alivio.

      —A ver, ¿cuál es la emergencia?

      —Estoy en el colegio Ben Franklin y necesito que vengas a buscarme.

      —Qué gracioso.

      —No es coña.

      —Tío, eso está por donde Beeline. ¿Qué haces tan lejos?

      La cuarta humillación era que Marcus ya sabía la respuesta, pero quería oírme decirlo.

      —¿Puedes venir a recogerme o no?

      Parte de mí quería que se negara. Que me colgara el teléfono, se echara a dormir y se despertara a la mañana siguiente creyendo que la llamada había sido un sueño loco causado por comida china. Pero dijo:

      —Dame СКАЧАТЬ