Antología: Escritores africanos contemporáneos. Helon Habila
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Название: Antología: Escritores africanos contemporáneos

Автор: Helon Habila

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9789874681973

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      “Ve a buscar un poco de la comida de ayer”.

      Gracias a Dios, mi madre no estaba en la cocina. Encontré algo de salsa de maní y posho, que ahora estaba tan duro como un ladrillo. Taata lo rompió en pedazos polvorientos y lo mezcló con la salsa rosada y el veneno grisáceo. Yo estaba aliviada; había pensado que iba a tener que matar al gato con mis manos. Esto iba a ser fácil.

      “Ok, no lo toques, ¿escuchaste?”

      Asentí, y él entró y empezó a revolver nuevamente entre sus bolsas viejas. Salió de la casa blandiendo un arco y unas flechas bastante decrépitos. La cuerda del arco estaba gastada y floja; el arco, liso con el paso del tiempo. Las flechas eran largas como mis brazos, con las puntas metálicas oxidadas. ¿Yo, usar eso?

      “¿Con el veneno no es suficiente?”, intenté.

      “Eh, Namuli, eso no es matar, es hacer trampa. Solo lo estamos usando para hacértelo más fácil. Quizás después, un arma, ¿por qué no?” Sus ojos brillaron, y rio brevemente como si el demonio también hubiese entrado en él.

      Todo lo que tenía que hacer era decírselo a mi madre y me libraría de esto. Se estaba volviendo demasiado.

      “Ajá, quieres correr a esconderte en las polleras, me doy cuenta. Ve entonces”. Por supuesto, no podía. Me arrodillé en el polvo a su lado mientras él jugueteaba con la pequeña bolsa de piel que había vuelto a sacar. Sus dedos temblaban luchando por abrir las cuerdas que ataban la punta de la bolsa. Supe lo que necesitaba, y salí a conseguirle una botella. Tomó un traguito, la cabeza hacia atrás, luego escupió y tosió. No hizo efecto enseguida; tuve que ayudarlo a abrir la bolsa, tirando del nudo apretado, primero con los dedos y después con mis dientes. “Ahí va”, murmuró. “Usa todo lo que puedas”. Otra vez rascó el fondo de la bolsa y sacó el polvo blancuzco. “Ahora recuerdo”, dijo. “Una cresta de gallo, seca y triturada”, y lo espolvoreó sobre la mezcla que habíamos preparado para el gato. Continuó, “Esto no es fácil, no es simple, pero es necesario, ¿comprendes? Puedes ser –debes ser– dedicada, lenta, metódica, mecánica. No pienses demasiado. Actúa”. Lo haría. Lo haría.

      Mi madre sabía elegir el peor momento para aparecer. “Taata, estás… ¿a qué están jugando ustedes dos ahora?”

      “Gato y niña”. Mi padre rio, y tomó un sorbo de su bebida.

      “¿Qué?”

      “¿Por qué preguntas cuando no vas a entender?” Estaba ocupado tensando la cuerda del arco.

      “Él… nosotros estamos por, uhm, practicar caza”, dije.

      “Katonda wange, Chalisi, ¿cuándo vas a crecer?”

      “Eh, escúchala. ¿Crees que cazar es un juego de niños? Estoy tratando de enseñarle lo que es real: la muerte después de la vida”.

      Los ojos de mi madre se volvieron de un rojo candente. “Basura. Si quieres jugar, juega con fuego. ¿Qué hay de la pila de basura que se suponía que tenías que quemar? Por eso los gatos sucios están aquí todo el tiempo”.

      “Y yo estoy tratando de librarme de ellos. ¿Fuego? Quieres fuego, sí, ok, lo quemaremos. No te preocupes. Solo vete. Ve a verla a Lidiya”.

      Escondí una pequeña sonrisa detrás de mi mano al tiempo que Maama apretaba los dientes y se marchaba. A esta altura ella ya sabía que no se podía razonar con Taata. Se fue, sus grandes caderas diciendo “aléjate”, mientras rodaban como una mezcladora de cemento. Su trasero podía decir “ven y abrázame”, o “estoy harta de ti”, o “podría ser tu almohada”. Mi padre sonrió, sus labios curvando los escasos bigotes.

      Nos mudamos al jardín, no lejos del árbol de mango. Taata se paró sereno, una pierna frente a la otra, firme. Apuntó, un ojo casi cerrado, y en un parpadeo la flecha silbó a través del aire y se clavó en el tronco. Sonó como si hubiera pasado una abeja gorda.

      “Ahora tú”.

      Se paró detrás de mí, ligeramente inclinado, y sostuvo el arco en mis manos, sus dedos sobre los míos. Tensó la cuerda, dirigiéndola hacia mí. El latido de mi corazón apaciguado por sus manos cálidas. “Firme, firme, estira, ahora… ¡suéltalo!”

      Voló de mis manos, rápida y segura, pero luego se curvó y dio en el suelo junto al árbol. “No está mal. Inténtalo de nuevo, estira con dureza, utiliza más fuerza”.

      Lo hice una y otra vez, secándome el sudor de las palmas en el vestido, secándome la frente con las manos. Era mi árbol favorito. Le acerté en el quinto intento, grité y salté. Taata rio. “¿Ves?” El tiro certero, apuntar a algo y darle, mi mente controlando mis ojos, mis manos, el aire, el arco y la flecha, eso era poder. Una ráfaga de placer invadió mis brazos y mis piernas, me di cuenta de que estaba temblando. Tenía que hacerlo de nuevo.

      Tomé las flechas dispersas y se las alcancé a mi padre. No podíamos parar de sonreír. Me puse en cuclillas detrás de él y observé, excitada, cómo hundía la punta de las flechas dentro de la mezcla espesa de veneno para ratas y unas gotas de agua, agregando a la mezcla algunas palabras murmuradas. Juro que escuché algo del latín del cura de la iglesia. Las otras palabras no las conocía, pero sí, necesitábamos que Dios nos ayudara con el demonio.

      Para ser franca, la euforia de puedo-darle-o-no era más aguda ahora que el demonio que había brillado en los ojos del gato, a pesar del sueño que había tenido la noche anterior. El gato había venido hacia mí, sus ojos incandescentes como el infierno, y había refregado su pelaje sucio y gris contra mis piernas, su olor a pescado tratando de sofocarme. Yo tiraba y tiraba de él, pero se aferraba más fuerte a mis piernas, gimiendo, no gruñendo, necesitado, como un bebé hambriento de leche, mientras yo luchaba con él. La cosa llorosa no se iba, su cuerpo estirándose a lo largo, semejante a un elástico denso y resbaladizo. Mientras el gato gemía, empecé a lloriquear con él hasta que finalmente, por suerte, mis suspiros me despertaron. El alivio brotó como sudor. Me senté en la cama y juré no volver a dormir esa noche, pero por supuesto lo hice.

      Pero ahora, ahora el sueño era apenas una sombra, mientras el arco y la flecha se volvían una extensión potente de mi brazo. Más que temor, yo quería ver si podía apuntar con precisión otra vez, y acertar, acertar, acertar.

      El gato se había mantenido alejado mientras nosotros practicábamos, pero ahora estaba tranquilo. Se escabulló otra vez en la pila de basura, que aún era linda y alta y colorida con desechos frescos, el plato roto con comida y veneno haciendo equilibrio en la punta, donde yo lo había puesto. Unas pocas moscas que se posaron no pudieron salir volando. Mi padre me había dicho que no volviera a comer, así podría focalizarme. “Siéntate al sol y espera”, dijo, y lo hice, más cerca de la pila, su olor aguijoneando mis fosas nasales. Mi padre se sentó un poco más lejos, bajo la sombra del árbol de mango, bebiendo como siempre, observando y esperando conmigo. Mi madre no era ni siquiera un pensamiento en mi mente.

      Mientras el sol me golpeaba la frente y mi padre bebía un poco más, empezaron de nuevo sus murmuraciones. “Sacrificio. Para los dioses del padre de mi padre, un pollo era suficiente. Una cabra, quizás, aun una vaca. ¿Pero qué mejor sacrificio que un hombre? El Hijo de Dios, que también es Dios. Lo que mi padre pudo haber hecho, pero muchas, muchas veces. Por el pasado, el presente y el futuro, aun por aquellos que aún no han nacido. Sí, eso es lo esencial: sacrificio”.

      El tono monocorde de Taata se volvió un zumbido incesante en mis oídos al descender el sol. Observé СКАЧАТЬ