Название: Antología: Escritores africanos contemporáneos
Автор: Helon Habila
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9789874681973
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Todos estos orgullosos guerreros, pilares de la comunidad, están en este momento cantando al unísono con la música, abrazándose (botellas de cerveza bajo las axilas) y viéndose penosos.
Pronto, las camas del motel estarán crujiendo, cuando algunos de estos hombres olviden la autocompasión y busquen la juventud perdida en los cuerpos de las chicas. Tengo miedo. Si escribo, y fallo, no veo qué otra cosa pueda hacer. Quizás escriba y la gente ponga mala cara, porque hablaré de la sed, y la sed es algo que la gente ya conoce, y lo que yo veo son solo formas malas que no significan nada.
La cristiandad mató al gato Doreen Baingana
Doreen Baingana nació en Uganda. Su colección de relatos Tropical Fish (University of Massachusetts Press, 2005) recibió em 2003 el AWP (Association of Writers & Writing Programs) Award for Short Fiction, y el Commonwealth Writers’ Prize Best First Book (Región África) en 2006. Ha estado dos veces nominada al Caine Prize. Ha publicado ficciones y ensayos, así como también dos libros para niños. Cuenta con un título en Derecho otorgado por la Universidad Makerere de Kampala (Uganda) y un MFA (Master of Fine Arts) por la Universidad de Maryland (EUA), donde realizó más tarde una residencia para escritores. Ha enseñado Escritura Creativa en Estados Unidos y en varios sitios de África, fue editora en jefe en Storymoja Africa, presidente de FEMRITE (Uganda Women Writers’ Association), y ha actuado como jurado en varios premios, incluyendo el Commonwealth Short Story Prize en 2014. Ese mismo año recibió la beca Miles Morland para escritores africanos, y en 2017 ganó el premio de Residencia Rockefeller Bellagio. Es cofundadora del Mawazo Africa Writing Institute, constituido para mejorar la enseñanza de la escritura creativa a través del continente. Actualmente vive en la ciudad de Entebbe (Uganda).
Mi padre a veces era feroz, otras veces cobarde, y por eso se casó con mi mamá. Un día era el peor pecador del mundo, tres esposas, borracho, lo que te guste, y al siguiente pasó a la religión de su padre, el cristianismo, pero hasta la obsesión, es decir, se volvió un renacido. Cuando vio la luz, echó a toda la familia excepto a mi madre y a mí, y esa semana se casó con ella en su nueva iglesia. ¿Por qué ella? Porque era de su kiosco y de su jardín de lo que vivíamos, y porque ella lo amenazó hasta que lo llevó al altar. ¿Por qué él? No puedo responder a eso. Él estaba casado con la bebida, y quizás la estimuló la competencia. Su excusa por su amor a la botella era que su padre había sido un hombre muy dotado y un curandero de verdad, proveniente de una larga familia de basezi, pero no le había pasado su secreto y su poderoso conocimiento porque los blancos llegaron y lo confundieron con el cristianismo. Y entonces mi padre, sin nada que heredar salvo una religión prestada, tuvo que ahogar sus penas. Sin hijos varones, esa era su otra excusa, señalando a cualquiera de nosotras que estuviera cerca, como si fuera nuestra culpa. Yo estaba tan asustada y confundida como mis hermanas con el parloteo de toda la gente de la iglesia que había venido a casa a ayudarlo a limpiar el demonio de la poligamia. También estaba celosa, porque pensé que mis hermanas estaban empacando para un largo viaje, hasta que descubrí que tendría a mi padre todo para mí.
La conversión detuvo su ahogo de penas más o menos durante un mes, y luego empezó a recaer de tanto en tanto. Después de la escuela, era yo quien iba y compraba en secreto waragi crudo en el bar de Obama. Entendíamos que a un santo no se lo podía ver en bares, sobre todo a uno reciente. Obama sabía para quién era, pero no podías pretender que rehusara el dinero. Yo iba muy temprano, cinco de la mañana, antes de que llegasen los bebedores habituales, y él llenaba mi botella de plástico de Orangina con aguardiente claro. Nos sentábamos afuera, mi padre y yo, recostados en la pared más distante de la casa, lejos tanto del camino principal como de la cocina; yo en mi pequeño banquito de bambú que había tomado la forma de mi trasero, él sobre uno de suave madera gastada. Yo dibujaba en el polvo con un palito mientras él daba sorbos en silencio, o murmuraba algo para sí, mayormente sobre el bien y el mal. “Me atrapa el demonio”. “Ah, solo un poquito no hace mal a nadie”. “Todos los dioses tienen que ser uno”. Cuando anochecía, había menos murmullos y más silencio, y él se relajaba dentro de sí mismo, aflojándose la ropa de la religión.
Del otro lado de la casa, yo podía ver y oler las volutas de humo del sigiri elevándose en el aire, mezcladas con la conversación quejosa de mi madre con nuestra vecina Lidiya. Maama dale que dale con que papá se quedaba en casa todo el día, no haciendo otra cosa que rezar y leer su Biblia, ahí sentado y llamándola “La Obra del Señor”. Después tomaba el control Lidiya, con sus quejas sobre su hombre al que no veía en todo el día; trabajo, trabajo, trabajo, decía, pero ¿quién sabía lo que de verdad estaba haciendo? Suspiraban hondo, hundiéndose cómodamente en sus cargas femeninas, mientras mi padre y yo suspirábamos por cosas más importantes.
Una noche, el aire pesado con el humo de las cenas, mi padre interrumpió su silencio entrando lentamente a la casa, y yo lo escuché mover su cama de metal y tirar y arrastrar algo pesado. Lo adiviné revolviendo en las viejas canastas que guardaba debajo de la cama. Maama lo había amenazado con tirarle todo, pero mi padre gruñó, “Antes te tiro a ti”, pero por supuesto no lo hizo. En vez de eso dejó de hablarle, y a mí también, lo que pensé que era injusto. Se retrajo en sí mismo, y no solo en términos físicos. Encorvado y taciturno, se había vuelto un fantasma frío en la mesa, uno que recorría las tres habitaciones de nuestra casa llenándolas de un olor amargo. Pero después de una semana, mientras ella servía en silencio la comida, de pronto le sonrió. “Para tener tantas fallas, eres una buena cocinera”, dijo, mientras le daba forma a un pequeño trozo de posho con sus dedos flacos, apretándolo y apretándolo antes de hundirlo en la salsa de frijoles. Nuestras bocas formaron amplias sonrisas blancas, y no hubiésemos parado ni aunque nos hubieran abofeteado. Yo hubiera sido capaz de enfrentarme a mi madre por esas bolsas olorosas.
Taata salió de la casa con un costal largo, gris y harapiento. Era una pata de vaca, la pezuña oscura colgando en la punta, la bolsa de piel seca y vieja que había perdido la mayor parte de su pelo. Se sentó y hundió el brazo dentro, buscando, y salió con unas migas que parecían tierra y pelusa. Del bolsillo del saco extrajo una pipa que se veía igual de vieja, y metió las partículas en ella apenas llenándola. “Nada”, murmuró. “Nada, eso es todo”. Encendió la pipa mientras yo lo observaba; sabía que quería que lo mirase. Debe haberse fumado la piel misma. El humo giró hacia arriba y desapareció en el aire espeso con un aroma sutil pero de alguna manera familiar.
“No te voy a dar nada”, dijo sin mirarme a mí sino a las oscuras sombras azuladas que habían sido árboles y casas un momento antes. La oscuridad volvía misteriosas las sombras conocidas. Cuando lo miré, había lágrimas brillando en su cara, quizás por el humo.
“Ok, finalmente te voy a enseñar a matar”.
Me vi arrancada del trance del silencio.
“¿Qué?”
“Mañana no comas nada. Al menos eso me enseñaron”.
“¿Matar qué?”
“Por tu tamaño, un pájaro. Pero para eso tienes que tener hambre”.
Me quedé callada. En general, mi padre era bastante incoherente en esos anocheceres que pasábamos juntos, pero esto era peor. Algunas veces deseaba que se quedara callado.
Mi madre apareció desde un rincón de la casa. “Ustedes, cristianos, ¿ya bebieron suficiente? Vengan a comer”, llamó alegre.
No podíamos regodearnos en el silencio para siempre. Mi padre se levantó fatigado, y yo me levanté como él, simulando fatiga. “Mujeres”, murmuramos los dos, pero la seguimos, su trasero bamboleante, una ofensa para nuestro espíritu.
El día siguiente, sábado, era un buen día para no comer porque no había escuela. СКАЧАТЬ