Antología: Escritores africanos contemporáneos. Helon Habila
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Название: Antología: Escritores africanos contemporáneos

Автор: Helon Habila

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9789874681973

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СКАЧАТЬ tratando de digerir un vacío.

      I doneverreallywannaKillTheDragon…

      Revolotea por mi cabeza como una mosca demente, siempre un poco demasiado rápida para atraparla y aplastarla. Trato de sacar conversación, pero Kariuki no es muy hablador. Se sienta encorvado sobre el volante, el cuerpo tenso, la cara torcida en una mueca. Cuando no maneja, en general es muy relajado, pero los autos parecen despertar algún demonio en su interior.

      Para ser honesto, Mwingi no es un lugar que quisiera visitar. Es un distrito nuevo, semiárido, y no hay nada ahí que valga la pena ver o hacer. Excepto comer cabra. De acuerdo con el Registro Nacional No Oficial de Calidad de Carne de Cabra, la cabra de Mwingi le sigue solo a la de Siakago en gusto. Me contaron que un emprendedor de Texas empezó un rancho de cabras para proveer a los diez mil keniatas que viven ahí. Está haciendo una fortuna.

      En estos años que pasé viviendo en Sudáfrica, conduje a través de cabras que me miraban con arrogancia, masticando despreocupadas, y desafiándome a que empuñara mi cuchillo.

      Es tiempo de revancha.

      Es por eso que nos levantamos a las seis de la mañana, con la esperanza de terminar todas las burocracias posibles para el mediodía, y entonces poder parar a tomar cerveza y comer un montón de cabra.

      Invertí en algunos sobres de antiácido Andrews Liver Salts.

      Me adormezco, y el sol brilla para cuando me despierto. Estamos a treinta kilómetros de Mwingi. Hay un cartel en uno de los caminos polvorientos que sale de la autopista, un dibujo maravilloso de un pájaro flaco y rojo y un aviso con una flecha: “Gruyere”.

      Me da curiosidad, y decido que deberíamos investigar. Después de todo, pienso, sería bueno ver en terreno cómo es la Situación del Cultivo de Algodón antes de ir a la Oficina de Agricultura del distrito.

      Nos lleva unos veinte minutos por el camino llegar a Gruyere. Esta parte de Ukambani es seca, un paisaje de arbustos duros y polvorientos. Aquí, a diferencia de la mayoría de los lugares de Kenia, la gente vive lejos de los caminos, así que uno tiene la ilusión de que el área está escasamente poblada. Estamos en el centro de un pueblito. Tres negocios de cada lado y un cuadrilátero central de polvo abatido en el que se sientan tres jirafas gigantes talladas en madera esperando ser transportadas a los mercados de curiosidades de Nairobi. No parece haber nadie. Salimos del auto y entramos a Gruyere, que resulta ser un bar.

      Se ve tan suizo como puede ser cualquier cosa en Ukambani. Una estructura simple con piso de cemento y amoblado básico. Noto un enfriador de bebidas ingenioso: una pequeña caverna en el piso de concreto donde la cerveza y las gaseosas se enfrían en agua. Entra el propietario; lleva puesto solo un kikoi. Tiene la piel roja como un tomate por el sol. Nos da la bienvenida y yo me presento y empiezo a conversar, pero pronto descubro que no habla inglés ni kiswahili. Es suizo, y habla solo francés y kamba. Mi francés está un poco oxidado, pero alcanza para conseguirme una cerveza, servida por su esposa. Ella tiene la piel del color del chocolate amargo y es bella en la forma en que solo pueden serlo las mujeres kamba, piel suave como de bebé, ojos separados y una disposición de rasgos que parece siempre al borde de la malicia.

      Cuando le pregunto cómo fue que su marido cayó en Mwingi, se ríe. “¡Sabes que los mzungus siempre tienen ideas raras! Ahora es un mKamba, no quiere saber nada con Europa”.

      Veo una bicicleta que se acerca a la distancia, un hombre increíblemente grande encaminándose hacia nosotros, sus piernas cortas pedaleando con furia.

      Entra el hombre más jovial que jamás haya visto, gordito como un montón humeante de ugali, resplandeciendo de bonhomía y secándose arroyos de sudor de la cara. La mujer de Gruyere me dice que es el jefe local. Me paro y lo saludo, y luego lo invito a unirse a nosotros. Se sienta y pide una ronda de cervezas.

      “¡Ah! ¡No pueden estar tomando té aquí! ¡Esto es un bar!”

      Brilla de nuevo, y yo juraría que en algún lado un shamba completo de flores está floreciendo. Trato de deslizarme hacia el tema del algodón, pero me ignora.

      “Entonces”, dice, “¿te vas a Sudáfrica con mi hija? Ella está en casa, sentada, no puede conseguir trabajo –las kambas son buenas esposas, sabes, ustedes los kikuyu no saben lo que es pasarla bien”.

      No puedo negarlo. Se inclina hacia mí, sus ojos redondos como la luna llena, y me cuenta una historia sobre un mayor retirado que vive por allí y que tiene tres esposas jóvenes que se quejan de sus exigencias sexuales. Los padres del vecindario están preocupados porque sus hijas a menudo le hacen ojitos cuando está cerca.

      “Sabes”, dice, “ustedes los kikuyu no pueden pensar más allá de sus narices. Cultivan maíz en cada palmo de tierra disponible y cubren los sofás con plástico. ¡Ja! Y luego, ¡en la cama! ¡Bwanaa! ¡Hasta el sexo es un trabajo! Pero los kambas no somos perezosos, trabajamos duro, cogemos bien, jugamos duro. ¡Así que bebe tu cerveza!”.

      Decido rescatar la reputación de mi comunidad. Ordeno una Tusker.

      Para las once, hay una mesa completa de gente, todos brillando bajo los rayos de sol del jefe. Mi lengua redescubrió su francés y converso con monsieur Gruyere, que no es muy hablador. Parece estar bajo el hechizo del lugar; mientras bebemos, puedo ver sus ojos recorriendo a todos. No parece estar demasiado interesado en la sustancia de la conversación; está más ocupado en el ambiente.

      Es mediodía cuando finalmente decido excusarme. Tenemos que llegar a Mwingi. Kariuki se ve algo borracho, y recién ahora el jefe muestra interés en nuestra misión.

      Llegamos a la Oficina de Agricultura del distrito. Nuestra reunión ahí es felizmente breve, y obtenemos toda la información que necesitamos. El jefe nos guía a través de un laberinto de callejones hasta la mejor carnicería/bar de la ciudad. Él, por supuesto, es muy conocido aquí y le dan el cubículo vip. Blandiendo su estómago como un imán sexual, irrumpe en una mesa de chicas jóvenes alentándolas a que se unan a nosotros.

      Susurra, en tono conspirativo: “Ustedes los solteros deben estar hambrientos de compañía femenina, considerando que pasaron la mañana entera sin sexo”.

      Más tarde nos dirigimos al carnicero, que tiene pilas y pilas de carcasas de cabra descabezadas. Ya estoy salivando. Ordenamos cuatro kilos de costillas y mütura, salsa de sangre.

      La mütura está caliente, especiada y rica; las costillas, tiernas y llenas de la acritud de las hierbas.

      Después de un par de horas, me empiezo a sentir incómodo con los niveles de placer a mi alrededor. Quiero volver a mi habitación barata de hotel, asentarme en un libro lleno de realismo y prosa despejada. ¿Tal vez Coetzee? Eso me hará de nuevo protestante. Naipaul. Algo malintencionado y vigorizante.

      “¡No, no, no!”, dice el Señor Jefe. “Tienes que venir a casa, en el pueblo; necesitamos hablarle del algodón a la gente de allí. Seguro que no vas a conducir de vuelta después de todas esas cervezas. ¡Duerme en mi casa!”

      De regreso en la casa del jefe, me acuesto a la sombra de un árbol del jardín, leo el diario, y duermo.

      * * *

      “¡Despierta! ¡Vamos de parranda!”

      Estoy decidido a rehusarme. Pero los rayos del rostro del viejo jefe me envuelven. Para cuando nos bañamos e intentamos que nuestra ropa mugrienta se vea respetable, ya anochece.

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