Название: Novela natural
Автор: Gueorgui Gospodínov
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: La principal
isbn: 9788417617394
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—Bueno, y ¿qué es lo que he dicho yo? Precisamente digo que el escusado era el único sitio libre de vigilancia. La única utopía real, en la que el poder está ausente, en la que todos somos iguales y cada uno puede hacer lo que quiera con la coartada de que hace aquello para lo que ha entrado. Sensación de impunidad absoluta. Solo en la tumba y en el cagadero puede un hombre experimentar algo semejante. Lo curioso es que los dos espacios comparten más o menos las mismas dimensiones. Por otra parte, en todos esos eslóganes…
—Los eslóganes de la próstata como eslóganes de la protesta. Con eso tienes para un doctorado.
—Calla, joder… Digo que en todos esos eslóganes de las paredes del retrete puede que no encuentre uno un solo impulso político de verdad. Puede que respondan a una rebelión del idioma. En el escusado no entra solamente tu cuerpo con sus cuartos traseros, con él entra también la lengua. La lengua también tiene la necesidad de bajarse los pantalones, de aliviarse, de liberar todo lo que se le ha acumulado a lo largo de todo el puto día. A lo largo de toda su vida de mierda, uno escucha discursos imbéciles, lee periódicos imbéciles, habla con personas imbéciles, y cuando se queda a solas en el retrete le entran las santas ganas de escribir «polla» o «puta mierda» en la pared. Esas son las aguas menores y mayores de la lengua. Y ahora mismo, mientras hablamos de cagar, realmente estamos hablando del idioma.
—Solo os digo que los higaditos se han enfriado, los sesos se han necrosado, y yo me tengo que ir. Y cuando mi mujer me pregunte de qué hemos hablado hoy, tendré que decirle: ha sido una conversación de mierda.
—¡Uy! ¿Lo has dicho? ¿Con esa boquita tuya tan escrupulosa? Caballeros, un brindis por él. He aquí la auténtica revelación del día.
6
Me gustaría que alguien dijese: la novela
es buena porque está entretejida con titubeos.
Al día siguiente se despertó tarde. No había recogido nada de la noche anterior. Los ceniceros apestaban como volcanes recién extinguidos, si es que los volcanes apestan. Anoche se agarró un pedo con los tres colegas que le ayudaron a hacer la mudanza. Pasaron la velada hablando de váteres. Él mismo dirigía la conversación hacia el asunto. Era lo mejor para todos. Nadie tenía ganas de hablar de lo que había pasado. Nadie lo mencionó siquiera. Lo mejor para que una conversación fluya es que haya un tema en concreto que evitar.
Se levantó de la cama. Bueno, en realidad había dormido vestido sobre un colchón tirado en el suelo. Se dirigió al baño, tropezó con una caja llena de libros. Soltó un juramento. Se preguntó cuándo se pondría en serio a ordenar todo aquello: cajas, sacos con libros, la cama, que aún seguía allí sin montar, una máquina de escribir antediluviana y otros trastos. Ah, claro, y la mecedora de bambú. La mecedora resultaba gigantesca para las dimensiones del cuarto. Ocupaba casi la mitad del espacio. Pero aportaba un toque de exquisitez decadente en todo aquel caos. Al volver del cuarto de baño rodeó con cuidado las cajas apiladas en el pasillo, pero no evitó golpearse la cabeza con la pantalla de la lámpara, herencia de los inquilinos anteriores, que pendía demasiado baja del techo.
Se dejó entonces caer en la mecedora. Y, por primera vez en los últimos días, se puso a pensar. Hasta ayer lo tenía todo. Tenía un piso amplio en uno de los mejores barrios de la ciudad, un teléfono, dos gatos, un trabajo relativamente bueno, dos o tres familias de amigos a las que solía ver a menudo. Y tenía a su mujer. Por poco se la olvida. A pesar de que en los últimos meses ambos se comunicaran solo delante de las visitas, ella era la fuerza que mantenía el hogar. Que lo mantenía en un estado decente. En un estado de serenidad en medio del cual lo único que él debía procurarse era tiempo para escribir. Todo aquello se había derrumbado en apenas unos días. Pero el derribo había empezado en realidad al menos un año antes, a pesar de que ambos hubieran cerrado los ojos a la evidencia, entregados a una especie de placer masoquista. Se levantó y sacó de la maleta un paquete de tabaco de su reserva intangible. Anoche se lo habían fumado todo. Con treinta años, no le apetecía «volver a empezar». ¿No era aquella la expresión más estúpida del mundo, útil tan solo para novelitas de saldo y pelis de sobremesa? Darle la espalda a todo. Levantarse después de la caída. Reunir la voluntad para un nuevo comienzo. Mierda todo.
Levantarse de dónde. Qué comienzo ni qué hostias. ¿Volver cinco años atrás? No, cinco son muy pocos. Diez, quince… Todo comenzó mucho, mucho antes…
Se acercaba el mediodía. Tenía varias opciones delante de sí. Mandarlo todo a la mierda y largarse a otra ciudad; a poder ser, a otro país. Colgarse de la cisterna del váter. Reunir todo su dinero, comprar cinco cartones de tabaco y otras tantas botellas de rakía, encerrarse en su cuarto y esperar a palmarla. Bajar y pillarse un bocata y un café muy largo y muy cargado.
Quince minutos más tarde, decidió empezar por la última.
7
En la abadía de esta rosa,
un escarabajo negro es el monje.
¿Cómo es posible la novela hoy en día, cuando se nos ha privado de lo trágico? ¿Cómo es posible en absoluto la idea de novela, cuando lo sublime está ausente? Cuando solo existe lo cotidiano en toda su previsibilidad o, lo que es peor, en el misterio indescifrable de mil casualidades devastadoras. La cotidianeidad en toda su ineptitud. Aquí es donde lo trágico y lo sublime lanzan algún destello. En la ineptitud de la cotidianeidad.
Antaño, cuando el tiempo transcurría lentamente y el mundo aún estaba hechizado, escuché —o inventé— el siguiente misterio: si arrancas un pelo de la cola de un caballo y lo mantienes sumergido en agua durante cuarenta días, el pelo se transformará en serpiente. A falta de caballo lo intenté con un pelo de burro. No recuerdo si aguanté cuarenta días ni si el pelo mutó en serpiente, probablemente no, teniendo en cuenta además que la cola no era de caballo.
Da igual, había descubierto que bastaba con que el rumor del misterio permaneciera durante un minuto en mi cabeza para que los cuartos traseros de todos los burros parecieran espléndidas gorgonas. Había leído sobre Gorgona en unos mitos ilustrados de la Antigua Grecia. Apunté aquello en un cuaderno pautado con una estampa de Levski3 en la cubierta. Era el primer milagro que me otorgaba la naturaleza, el primer misterio de la cotidianeidad. ¡Qué sería de mí si viera los cuartos traseros de los burros únicamente como cuartos traseros de burros! Como los veo ahora, en una naturaleza deshechizada. Por cierto, hace tiempo que no le miro el culo a un burro.
Aquí estaríamos en disposición de añadir que, ya en la antigüedad, Epicuro y su alumno Lucrecio insistieron en la generación espontánea de los seres vivos bajo la influencia de la humedad [sic] y la luz solar.
Si la ontogénesis realmente repite la filogénesis o, dicho de otra manera, si a lo largo de una vida humana se repiten todos los siglos de la historia de la naturaleza, entonces la infancia se sitúa alrededor de los siglos xvii y xviii. Al menos en lo que se refiere a la actitud amorosa hacia esa naturaleza en cuestión. Linneo —el tipo que, igual que un Adán, dio nombres a las plantas y sentó las bases de la nomenclatura binominal incorporando las llamadas nomina trivialia o denominaciones simples— tituló uno de sus primeros ensayos Praeludia Sponsaliorum Plantarum («preludio a los esponsales de las plantas», escrito a principios del siglo xviii pero publicado apenas en 1909). He aquí una descripción de la polinización, extraída del manuscrito en cuestión, y que bien podría pertenecer también a Andersen:
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