Obras completas de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle
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Название: Obras completas de Sherlock Holmes

Автор: Arthur Conan Doyle

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección Oro

isbn: 9788418211201

isbn:

СКАЧАТЬ de una esposa podrían penetrar un disfraz tan perfecto. Pero entonces se me ocurrió que podrían registrar la habitación y las ropas me delatarían. Abrí la ventana con tal violencia que se me volvió a abrir un corte que me había hecho por la mañana en mi casa. Cogí la chaqueta con todas las monedas que acababa de transferir de la bolsa de cuero en la que guardaba mis ganancias. La tiré por la ventana y desapareció en las aguas del Támesis. Habría hecho lo mismo con las demás prendas, pero en aquel momento llegaron los policías corriendo por la escalera y a los pocos minutos descubrí, debo confesar que con gran alivio por mi parte, que en lugar de identificarme como el señor Neville St. Clair, se me detenía por su asesinato.

      »Creo que no queda nada por explicar. Estaba decidido a mantener mi disfraz todo el tiempo que me fuera posible, y de ahí mi insistencia en no lavarme la cara. Sabiendo que mi esposa estaría terriblemente preocupada, me quité el anillo y se lo pasé al marinero en un momento en que ningún policía me miraba, junto con una notita apresurada, diciéndole que no debía temer nada.»

      —La nota no llegó a sus manos hasta ayer —dijo Holmes.

      —¡Santo Dios! ¡Qué semana debe de haber pasado!

      —La policía ha estado vigilando a ese marinero —dijo el inspector Bradstreet—, y no me extraña que le haya resultado difícil echar la carta sin que le vieran. Probablemente, se la entregaría a algún marinero cliente de su casa, que no se acordó del encargo en varios días.

      —Así debió de ser, no me cabe duda —dijo Holmes, asintiendo—. Pero ¿nunca le han detenido por pedir limosna?

      —Muchas veces, pero ¿qué significaba para mí una multa?

      —Sin embargo, esto tiene que terminar aquí —dijo Bradstreet—. Si quiere que la policía eche tierra al asunto, Hugh Boone debe dejar de existir.

      —Lo he jurado con el más solemne de los juramentos que puede hacer un hombre.

      —En tal caso, creo que es probable que el asunto no siga adelante. Pero si volvemos a toparnos con usted, todo saldrá a relucir. Verdaderamente, señor Holmes, estamos en deuda con usted por haber esclarecido el caso. Me gustaría saber cómo obtiene esos resultados.

      —Este lo obtuve —dijo mi amigo— sentándome sobre cinco almohadas y consumiendo una onza de tabaco. Creo, Watson, que, si nos ponemos en marcha hacia Baker Street, llegaremos a tiempo para el desayuno.

      La Aventura del carbunclo azul

      Cuando pasé a visitar a mi amigo Sherlock Holmes dos días después de Navidad, para transmitirle los deseos propios de la época, lo encontré tumbado en el sofá, con una bata morada, el colgador de las pipas a su derecha y un montón de periódicos arrugados, que evidentemente acaba de estudiar, al alcance de la mano. Al lado del sofá había una silla de madera y de una esquina de su respaldo colgaba un sombrero de fieltro ajado y mugriento, gastadísimo por el uso y roto por varias partes. Una lupa y unas pinzas dejadas sobre el asiento indicaban que el sombrero había sido colgado allí con el fin de examinarlo.

      —Veo que está usted ocupado —dije—. ¿Le interrumpo?

      —Nada de eso. Me alegro de tener un amigo con el que poder comentar mis resultados. Se trata de un caso totalmente trivial —movió su pulgar en dirección al viejo sombrero—, pero algunos de sus detalles son interesantes, e incluso resultan instructivos.

      Me senté en su butaca y me calenté las manos en la chimenea, pues estaba cayendo una buena helada y los cristales estaban cubiertos de placas de hielo.

      —Supongo —comenté— que, a pesar de su aspecto inocente, ese objeto tendrá una historia terrible... o tal vez es la pista que le guiará a la solución de algún misterio y al castigo de algún crimen.

      —No, no. Nada de crímenes —dijo Sherlock Holmes, echándose a reír—. Tan solo uno de esos incidentes caprichosos que suelen suceder cuando tenemos cuatro millones de seres humanos apretujados en unas pocas millas cuadradas. Entre las acciones y reacciones de un enjambre humano tan numeroso, cualquier combinación de acontecimientos es posible, y pueden surgir muchos pequeños problemas que resultan extraños y sorprendentes, sin ser criminales. Ya hemos tenido experiencias de ese tipo.

      —Ya lo creo —comenté—. Hasta el punto de que, de los seis últimos casos que he añadido a mis archivos, hay tres completamente libres de delito, en el aspecto legal.

      —Exacto. Se refiere usted a mi intento de recuperar los papeles de Irene Adler, al curioso caso de la señorita Mary Sutherland, y a la aventura del hombre del labio retorcido. Pues bien, no me cabe duda de que este asuntillo pertenece a la misma categoría inocente. ¿Conoce usted a Peterson, el recadero?

      —Sí.

      —Este trofeo le pertenece.

      —¿Es su sombrero?

      —No, no, lo encontró. El propietario es desconocido. Le ruego que no lo mire como un sombrerucho desastrado, sino como un problema intelectual. Veamos, primero, cómo llegó aquí. Llegó la mañana de Navidad, en compañía de un ganso cebado que, no me cabe duda, ahora mismo se está asando en la cocina de Peterson. Los hechos son los siguientes. A eso de las cuatro de la mañana del día de Navidad, Peterson, que, como usted sabe, es un tipo muy honrado, regresaba de alguna pequeña celebración y se dirigía a su casa bajando por Tottenham Court Road. A la luz de las farolas vio a un hombre alto que caminaba delante de él, tambaleándose un poco y con un ganso blanco al hombro. Al llegar a la esquina de Goodge Street, se produjo una trifulca entre este desconocido y un grupillo de maleantes. Uno de estos le quitó el sombrero de un golpe, el desconocido levantó su bastón para defenderse y, al enarbolarlo sobre su cabeza, rompió el escaparate de la tienda que tenía detrás. Peterson había echado a correr para defender al desconocido contra sus agresores pero el hombre, asustado por haber roto el escaparate y viendo una persona de uniforme que corría hacia él, dejó caer el ganso, puso pies en polvorosa y se desvaneció en el laberinto de callejuelas que hay detrás de Tottenham Court Road. También los matones huyeron al ver aparecer a Peterson, que quedó dueño del campo de batalla y también del botín de guerra, formado por este destartalado sombrero y un impecable ejemplar de ganso de Navidad.

      —¿Cómo es que no se los devolvió a su dueño?

      —Mi querido amigo, en eso consiste el problema. Es cierto que en una tarjetita atada a la pata izquierda del ave decía “Para la señora de Henry Baker”, y también es cierto que en el forro de este sombrero pueden leerse las iniciales “H. B.”; pero como en esta ciudad nuestra existen varios miles de Bakers y varios cientos de Henry Bakers, no resulta nada fácil devolverle a uno de ellos sus propiedades perdidas.

      —¿Y qué hizo entonces Peterson?

      —La misma mañana de Navidad me trajo el sombrero y el ganso, sabiendo que a mí me interesan hasta los problemas más insignificantes. Hemos guardado el ganso hasta esta mañana, cuando empezó a dar señales de que, a pesar de la helada, más valía comérselo sin retrasos innecesarios. Así pues, el hombre que lo encontró se lo ha llevado para que cumpla el destino final de todo ganso, y yo sigo en poder del sombrero del desconocido caballero que se quedó sin su cena de Navidad.

      —¿No puso ningún anuncio?

      —No.

      —¿Y qué pistas tiene usted de su identidad?

      —Solo lo que podemos deducir.

      —¿De СКАЧАТЬ