Название: Obras completas de Sherlock Holmes
Автор: Arthur Conan Doyle
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Colección Oro
isbn: 9788418211201
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—Una preciosidad, ¿no les parece? —dijo el inspector.
—Desde luego, necesita un lavado —contestó Holmes—. Se me ocurrió que podría necesitarlo y me tomé la libertad de traer el instrumental necesario —mientras hablaba, abrió la maleta Gladstone y, ante mi asombro, sacó de ella una enorme esponja de baño.
—¡Ja, ja! Es usted un tipo divertido —rio el inspector.
—Ahora, si tiene usted la inmensa bondad de abrir con mucho cuidado esta puerta, no tardaremos en hacerle adoptar un aspecto mucho más respetable.
—Caramba, ¿por qué no? —dijo el inspector—. Es un descrédito para los calabozos de Bow Street, ¿no les parece?
Introdujo la llave en la cerradura y todos entramos sin hacer ruido en la celda. El durmiente se dio media vuelta y volvió a hundirse en un profundo sueño. Holmes se inclinó hacia el jarro de agua, mojó su esponja y la frotó con fuerza dos veces sobre el rostro del preso.
—Permítame que les presente —exclamó— al señor Neville St. Clair, de Lee, condado de Kent.
Jamás en mi vida he presenciado un espectáculo igual. El rostro del hombre se desprendió bajo la esponja como la corteza de un árbol. Desapareció su tosco color parduzco. Desapareció también la horrible cicatriz que lo cruzaba, y lo mismo el labio retorcido que formaba aquella mueca repulsiva. Los desgreñados pelos rojos se desprendieron de un tirón, y ante nosotros quedó, sentado en el camastro, un hombre pálido, de expresión triste y aspecto refinado, pelo negro y piel suave, frotándose los ojos y mirando a su alrededor con asombro soñoliento. De pronto, dándose cuenta de que le habían descubierto, lanzó un alarido y se dejó caer, hundiendo el rostro en la almohada.
—¡Por todos los santos! —exclamó el inspector—. ¡Pero si es el desaparecido! ¡Lo reconozco por las fotografías!
El preso se volvió con el aire indiferente de quien se abandona en manos del destino.
—De acuerdo —dijo—. Y ahora, por favor, ¿de qué se me acusa?
—De la desaparición del señor Neville St... ¡Oh, vamos, no se le puede acusar de eso, a menos que lo presente como un intento de suicidio! —dijo el inspector, sonriendo—. Caramba, llevo veintisiete años en el cuerpo, pero esto se lleva la palma.
—Si yo soy Neville St. Clair, resulta evidente que no se ha cometido ningún delito y, por lo tanto, mi detención aquí es ilegal.
—No se ha cometido delito alguno, pero sí un tremendo error —dijo Holmes—. Más le habría valido confiar en su mujer.
—No era por ella, era por los niños —gimió el detenido—. ¡Dios mío, no quería que se avergonzaran de su padre! ¡Dios santo, qué vergüenza! ¿Qué voy a hacer ahora?
Sherlock Holmes se sentó junto a él en la litera y le dio unas palmaditas en el hombro.
—Si deja usted que los tribunales esclarezcan el caso —dijo—, es evidente que no podrá evitar la publicidad. Por otra parte, si puede convencer a las autoridades policiales de que no hay motivos para proceder contra usted, no veo razón para que los detalles de lo ocurrido lleguen a los periódicos. Estoy seguro de que el inspector Bradstreet tomará nota de todo lo que quiera usted declarar para ponerlo en conocimiento de las autoridades competentes. En tal caso, el asunto no tiene por qué llegar a los tribunales.
—¡Que Dios le bendiga! —exclamó el preso con fervor—. Habría soportado la cárcel, e incluso la ejecución, antes que permitir que mi miserable secreto cayera como un baldón sobre mis hijos.
»Son ustedes los primeros que escuchan mi historia. Mi padre era maestro de escuela en Chesterfield, donde recibí una excelente educación. De joven viajé por el mundo, trabajé en el teatro y por último me hice reportero en un periódico vespertino de Londres. Un día, el director quería que se hiciera una serie de artículos sobre la mendicidad en la capital, y yo me ofrecí voluntario para hacerlo. Este fue el punto de partida de mis aventuras. La única manera de obtener datos para mis artículos era practicando como mendigo aficionado. Naturalmente, cuando trabajé como actor había aprendido todos los trucos del maquillaje, y tenía fama en los camerinos por mi habilidad en la materia. Así que decidí sacar partido de mis conocimientos. Me pinté la cara y, para ofrecer un aspecto lo más penoso posible, me hice una buena cicatriz y me retorcí un lado del labio con ayuda de una tira de esparadrapo color carne. Y después, con una peluca roja y vestido adecuadamente, ocupé mi puesto en la zona más concurrida de la City, aparentando vender cerillas, pero en realidad pidiendo. Desempeñé mi papel durante siete horas y cuando volví a casa por la noche descubrí, con gran sorpresa, que había recogido nada menos que veintiséis chelines y cuatro peniques.
»Escribí mis artículos y no volví a pensar en el asunto hasta que, algún tiempo después, avalé una letra de un amigo y de pronto me encontré con una orden de pago por valor de veinticinco libras. Me volví loco intentando reunir el dinero y de repente se me ocurrió una idea. Solicité al acreedor una prórroga de quince días, pedí vacaciones a mis jefes y me dediqué a pedir limosna en la City, disfrazado. En diez días había reunido el dinero y pagado la deuda.
»Pues bien, se imaginarán lo difícil que me resultó someterme de nuevo a un trabajo fatigoso por dos libras a la semana, sabiendo que podía ganar esa cantidad en un día con solo pintarme la cara, dejar la gorra en el suelo y esperar sentado. Hubo una larga lucha entre mi orgullo y el dinero, pero al final ganó el dinero, dejé el periodismo y me fui a sentar, un día tras otro, en el mismo rincón del principio, inspirando lástima con mi espantosa cara y llenándome los bolsillos de monedas. Solo un hombre conocía mi secreto: el propietario de un tugurio de Swandam Lane donde tenía alquilada una habitación. De allí salía cada mañana como un mendigo mugriento, y por la tarde me transformaba en un caballero elegante, vestido a la última. Este individuo, un antiguo marinero, recibía una magnífica paga por sus habitaciones, y yo sabía que mi secreto estaba seguro en sus manos.
»Muy pronto me encontré con que estaba ahorrando grandes sumas de dinero. No pretendo decir que cualquier mendigo que ande por las calles de Londres pueda ganar setecientas libras al año —que es menos de lo que yo ganaba por término medio—, pero yo contaba con importantes ventajas en mi habilidad para la caracterización y también en mi facilidad para las réplicas ingeniosas, que fui perfeccionando con la práctica hasta convertirme en un personaje bastante conocido en la City. Todo el día un río de peniques, con alguna que otra moneda de plata intercalada, y muy mal se me tenía que dar para no sacar por lo menos dos libras.
»A medida que me iba haciendo rico, me fui volviendo más ambicioso: adquirí una casa en el campo y me casé, sin que nadie llegara a sospechar a qué me dedicaba en realidad. Mi querida esposa sabía que tenía algún negocio en la City. Poco se imaginaba en qué consistía.
»El lunes pasado, había terminado mi jornada y me estaba vistiendo en mi habitación, encima del fumadero de opio, cuando me asomé a la ventana y vi, con gran sorpresa y consternación, a mi esposa parada en mitad de la calle, con los ojos clavados en mí. Solté un grito de sorpresa, levanté los brazos para taparme la cara y corrí en busca de mi confidente, el marinero, instándole СКАЧАТЬ