Cuentos completos. Эдгар Аллан По
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Читать онлайн книгу Cuentos completos - Эдгар Аллан По страница 48

Название: Cuentos completos

Автор: Эдгар Аллан По

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección Oro

isbn: 9788418211171

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СКАЧАТЬ amigo, el señor P..., le entregará esta comunicación. Me veo en la obligación de pedirle cuanto antes una explicación de lo sucedido esta noche en sus habitaciones. En caso de que usted decline esta solicitud, el señor P... tendrá el gusto de arreglar, junto a la persona que usted señale, los detalles previos a un encuentro.

      Con mi más profundo respeto, su humilde servidor,

      Johan Hermann

      Como no sabía qué otra cosa podía hacer, le entregué a Ritzner la epístola. Cuando se la di hizo una inclinación, y con una expresión muy seria, me señaló que tomara asiento. Después de leer la nota, escribió la siguiente respuesta, que luego le entregué a Hermann:

      Al señor Johan Hermann, 18 de agosto de 18...

      Señor:

      Mediante nuestro común amigo, el señor P..., he recibido su nota de esta noche. Después de reflexionar, reconozco sinceramente lo correcto de la explicación que usted solicita. Habiéndolo reconocido, debido al espíritu exquisitamente distintivo de nuestra poca inteligencia y de la ofensa personal que le infligí, me resulta sumamente complicado expresar lo que tengo que decirle para disculparme de tal manera que sean satisfechas las meticulosas demandas y los variados matices de esta situación. Aún así, confío plenamente en la extrema delicadeza para discriminar, en asuntos relacionados con las normas de la etiqueta, por la cual usted se distingue desde hace mucho tiempo. Por lo que, con la seguridad de ser comprendido, no pronunciaré mis propios sentimientos, sino que tomaré las opiniones de Sieur Hedelin, tal como las escribe en el noveno párrafo del capítulo sobre Injuriae per applicationem, per constructionem, et per se, de su obra Duelli Lex Scripta, et non aliterque. La agudeza de su discernimiento en todos los señalamientos allí tratados serán suficientes, estoy seguro, para convencerlo de que el solo hecho de que yo lo dirija a ese estupendo capítulo, debe satisfacer su solicitud de una explicación en tanto hombre de honor.

      Con la expresión de mi más absoluto respeto, su obediente servidor,

      Von Jung

      Hermann empezó a leer la carta con una expresión áspera, que se fue transformando poco a poco en una sonrisa de la más grotesca vanidad cuando llegó a la mención sobre las Injuriae per applicationem, per constructionem, et per se. Cuando terminó de leer, me solicitó con su más afable sonrisa que tomara asiento, mientras él buscaba el tratado en cuestión. Buscó la página señalada y la leyó en voz baja con mucho detenimiento, cerró el libro y me solicitó, en mi carácter de amigo cercano del barón Von Jung, que lo felicitara por su caballeresca conducta y que le informara que la explicación ofrecida era tan honorable como satisfactoria.

      Algo sorprendido por esta reacción, regresé a las habitaciones del barón, quien recibió la amistosa carta de Hermann como si nada. Habló conmigo unos minutos, se dirigió a una habitación interior y regresó trayendo consigo el insigne tratado Duelli Lex Scripta, et non aliterque. Me entregó el volumen y me pidió que leyera una parte de él. Lo hice, pero de nada sirvió pues no logré entender ni una palabra. Entonces él cogió el libro y me leyó un capítulo en voz alta. Cuál no sería mi sorpresa cuando entendí que lo que estaba leyendo era el relato más insensato y espantoso de un duelo entre dos mandriles. Más tarde procedió a explicarme el misterio, señalándome que el ejemplar, al contrario de lo que parecía a primera vista, estaba escrito siguiendo los absurdos versos de Du Bartas, o sea, las palabras se habían colocado diestramente para que mostraran todas las señales exteriores de inteligibilidad y hasta de profundidad, cuando en realidad no tenían ni el más mínimo rastro de sentido. La clave era leer una palabra de cada tres, con lo que se descubría una serie de tontas bromas acerca de un combate realizado en nuestros tiempos.

      Luego el barón me comunicó que se las había arreglado para que Hermann conociera la existencia del tratado dos o tres semanas antes de esta broma, que por el tono de su conversación pudo darse cuenta de que lo había leído con suma atención y que creía a pie juntillas que era una obra de singular valor. Basándose en estas señales procedió a actuar. Hermann habría muerto un millón de veces antes de admitir su incapacidad para entender cualquiera de los libros que existen en este planeta acerca del tema del duelo.

      Silencio

      —Pon atención —dijo el Demonio, apoyando la mano en mi cabeza—. La región de que hablo es una siniestra región en Libia, a orillas del río Zaire. Y allá no hay ni calma ni silencio.

      Las aguas del río están teñidas de un color azafranado y enfermizo, y no desembocan en el mar, sino que siempre palpitan bajo el ojo purpúreo del sol, con un movimiento tumultuoso y agitado. A lo largo de muchas millas, a ambos lados del fangoso lecho del río, se extiende un pálido desierto de enormes nenúfares. Suspiran entre sí en esa soledad y proyectan hacia el cielo sus largos y pálidos cuellos, mientras inclinan a un lado y otro sus cabezas eternas. Y un rumor indistinto se levanta de ellos, como el correr del agua subterránea. Y se afligen entre sí.

      Pero su reino posee un límite, el límite de la oscura, horrible, majestuosa floresta. Allí, como las olas en las Hébridas, la maleza se agita sin cesar. Pero ningún viento surca el cielo. Y los altos árboles ancestrales oscilan eternamente de un lado a otro con un potente eco. Y de sus altas copas se filtran, gota a gota, rocíos eternos. Y en sus raíces se retuercen, en un convulso sueño, extrañas flores venenosas. Y en lo alto, con un agudo sonido susurrante, las nubes grises se desplazan por siempre hacia el oeste, hasta rodar en cataratas sobre las ígneas paredes del horizonte. Pero ningún viento surca el cielo. Y en las orillas del río Zaire no hay ni calma ni silencio.

      Era de noche y llovía, y al caer era lluvia, pero después de caída se convertía en sangre. Y yo me encontraba en la marisma entre los altos nenúfares, y la lluvia caía en mi cabeza, y los nenúfares se quejaban entre sí en la solemnidad de su aislamiento.

      Y de improviso la luna se levantó a través de la fina niebla sepulcral y su color era carmesí. Y mis ojos descubrieron una enorme roca gris que se alzaba a la orilla del río, iluminada por la luz de la luna. Y la roca era gris, tétrica, y alta; y de color gris. En su faz había caracteres grabados en la piedra, y yo anduve por la marisma de nenúfares hasta aproximarme a la orilla, para leer los caracteres en la piedra. Pero no puede descifrarlos. Y me volvía a la marisma cuando la luna brilló con un rojo más intenso, y al volverme y mirar otra vez hacia la roca y los caracteres percibí que decían: DESOLACIÓN.

      Y miré hacia arriba y en lo alto de la roca había un hombre, y me oculté entre los nenúfares para vigilar lo que hacía aquel hombre. Y el hombre era alto y majestuoso y estaba cubierto desde los hombros a los pies con la toga de la antigua Roma. Y su silueta era indistinta, pero sus facciones eran las facciones de una divinidad, porque el manto de la noche, y la luna, y la niebla, y el rocío, habían dejado al descubierto las facciones de su rostro. Y su frente era alta y pensativa, y sus ojos brillaban de preocupación; y en las escasas arrugas de sus mejillas leí los síntomas de la tristeza, del cansancio, del disgusto de la humanidad, y el deseo de permanecer solo.

      Y el hombre se sentó en la roca, apoyó la cabeza en la mano y contempló la magnitud del desierto. Miró los inquietos matorrales, y los altos árboles primitivos, y más arriba el susurrante cielo, y la luna roja. Y yo me mantuve al abrigo de los nenúfares, vigilando las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad, pero la noche transcurría, y él continuaba inmóvil en la roca.

      Y el hombre distrajo su atención del cielo y dirigió la mirada hacia el melancólico río Zaire y las amarillas, siniestras aguas y las pálidas legiones de nenúfares. Y escuchó los lamentos de los nenúfares y el murmullo que se originaba en ellos. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche seguía y él seguía sentado en la roca.