Название: Tormenta de guerra
Автор: Victoria Aveyard
Издательство: Bookwire
Жанр: Книги для детей: прочее
Серия: Reina Roja
isbn: 9788412177923
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—No, tienen vacas. Esto es bisonte.
—¿Qué es un bisonte? —pregunto, ansiosa de probar ese plato.
Él raspa el suyo con el cuchillo al tiempo que corta una porción.
—Una especie distinta, aunque cercana, al ganado vacuno que ustedes conocen: mucho más grande y de mejor sabor; más fuerte y dura, con cuernos, pelaje lanudo y músculo suficiente para embestir a un transporte si lo decidiera. Sus ejemplares son salvajes en su mayoría, pese a que hay algunas granjas. Vagan por el Valle del Paraíso, las colinas y las llanuras. Prosperan incluso en los inviernos que podrían matar a hombres y bestias. Nunca mirarán un bisonte vivo a la cara y lo llamarán vaca, eso se lo puedo asegurar —observo fascinada como su cuchillo corta una carne tan curiosa; el jugo rojo que desprende mancha la porcelana—. ¡Qué interesantes el bisonte y la vaca, tan similares! Dos ramas del mismo árbol, si bien completamente diferentes entre sí. Y separados como están, divididos como las dos especies que son, viven juntos de maravilla, se mezclan en manadas y hasta se aparean.
Junto a mí, Tiberias está a punto de ahogarse con un trozo de carne.
A mí me arden las mejillas.
Evangeline oculta la risa con una mano.
Farley se termina la botella de vino.
—¿He dicho una impertinencia? —Carmadon hace bailar ante nosotros sus ojos negros. Sabe qué dijo y lo que significa.
Anabel interviene antes de que cualquier otro pueda hacerlo, para intentar atenuar el bochorno de su nieto. Examina el palacio por encima del borde de su copa.
—¡La tardanza de su esposo es una descortesía, milord!
El sonriente Carmadon no se inmuta.
—¡Tiene usted toda la razón! Me encargaré de que se le castigue sin demora.
El bisonte es magro y Carmadon está en lo cierto: mejor que la res. Me olvido de los buenos modales porque, tan tranquilo, él come las patatas con las manos. Devoro en un minuto la mitad del bisonte y todas las cebollas salteadas. Me concentro tanto en limpiar mi plato con el tenedor para formar un bocado perfecto que apenas noto que la puerta se abre de nuevo detrás de nosotros.
—¡Acepten mis disculpas, por favor! —exclama Davidson mientras se acerca a la mesa con paso cadencioso pero ágil, seguido por Julian. Me impresiona que se parezcan tanto, en su actitud, no en su aspecto; ambos poseen una intensa sed de saber. Por lo demás, no podrían ser más distintos: Julian es muy esbelto, de cabello cano y ralo y lacrimosos ojos castaños; Davidson, la imagen misma de la salud, de un cabello lustroso y bien cortado y todo músculo a pesar de su edad—. ¿Qué nos perdimos? —toma asiento junto a su esposo.
Julian inspecciona la mesa con incomodidad y se sienta en el único asiento desocupado, el destinado a Tiberias si no se hubiese empeñado en fastidiarme.
Carmadon responde con desinterés:
—Una conversación sobre el menú, los hábitos reproductivos del bisonte y tu impuntualidad.
La risa del primer ministro es franca y sincera. No siente necesidad de fingir o lo hace a la perfección en su propia casa.
—La conversación normal en una cena, entonces.
En el otro extremo de la mesa, Julian se inclina avergonzado.
—Me temo que la culpa es mía.
—¿Estabais en la biblioteca? —indaga su sobrino con una sonrisa de complicidad—. Ya lo sabíamos.
Mi corazón se estremece por la viveza de su voz. Ama a su tío y todo recordatorio de la persona que él es bajo sus malas decisiones me hace sufrir.
Julian eleva una comisura de su boca.
—¿Soy tan predecible?
—¡Prefiero a los predecibles! —susurro lo bastante fuerte para que todos en la mesa me oigan.
Farley sonríe, Tiberias arruga la frente y hace girar su cuello hacia mí. Abre la boca como si fuera a decir algo imprudente y estúpido.
Su abuela habla antes de que él pueda hacerlo, deseosa de protegerlo de sí mismo.
—¿Y qué vuelve a esa biblioteca tan… interesante? —pregunta con evidente menosprecio.
—Tal vez los libros —digo sin poder evitarlo.
Farley se echa a reír al tiempo que Julian intenta ocultar su sonrisa con una servilleta. El resto es más recatado, aunque la risilla de Tiberias me para en seco. Cuando me doy la vuelta lo veo sonreír, con arrugas en las comisuras de los ojos mientras me mira. Reparo en que ha olvidado por un momento dónde estamos… y quiénes somos. Su risa se extingue en un instante y su rostro retorna a una expresión neutral.
—¡Oh, sí! —insiste Julian, así sea sólo para distraernos a todos—. Los volúmenes son muy variados; no sólo de ciencia, también de historia. Me temo que hemos perdido el rumbo de lo que somos —agita la cabeza, prueba el vino y ladea la copa en dirección a Davidson—. O el primer ministro me obligó a hacerlo, por lo menos.
Éste alza su copa en respuesta, un reloj pulsa en su muñeca.
—Siempre es una dicha compartir libros. El conocimiento es una marea alta: eleva a todas las embarcaciones, por así decirlo.
—Deberían visitar las Bóvedas de Vale —interviene Carmadon— e incluso la Montaña del Cuerno.
—No pensamos estar aquí el tiempo suficiente para visitar lugares de interés —repone Anabel con altanería y baja su cubierto hasta su plato a medio consumir, para indicar que ya está hasta la coronilla de todo esto.
Envuelta en sus pieles, Evangeline levanta la cabeza y sondea como un gato a la vieja reina, en la que sopesa algo.
—Estoy de acuerdo —dice—. Cuanto más pronto podamos regresar, mejor.
Regresar a alguien, quiere decir.
—Eso no depende de nosotros, ¿cierto? Con su permiso —añade Farley y se inclina sobre la mesa mientras los ojos de Anabel casi se desorbitan al ver que una rebelde Roja toma su plato y vierte las sobras en el suyo propio, para rebanar con mano segura y cuchillo danzarín otro corte de bisonte; la he visto hacer peores cosas con carne humana—. Depende del gobierno de Montfort —agrega—, de si decide darnos o no más soldados, ¿no es así, primer ministro?
—En efecto —responde este último—. Las guerras no se ganan solamente con caras conocidas, por radiante que sea su bandera y alto que llegue su estandarte —desplaza su mirada de Tiberias a mí y la alusión es clara—. Necesitamos ejércitos.
Tiberias asiente.
—Y los tendremos; si no de Montfort, de dondequiera que podamos. Aún es posible persuadir a las Grandes Casas de Norta.
—La de Samos intentó hacerlo. —Evangeline pide a señas más vino con lento y familiar giro de sus dedos—. Atrajimos a todos los que pudimos, pero СКАЧАТЬ