Название: ¿Ha enterrado la ciencia a Dios?
Автор: John C. Lennox
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Pensamiento Actual
isbn: 9788432152139
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Examinemos ahora brevemente la historia de la ciencia para arrojar luz sobre el tema.
LAS RAÍCES OLVIDADAS DE LA CIENCIA
En el corazón de toda ciencia se encuentra la convicción de que existe un orden en el universo. Sin esta profunda convicción, la ciencia no sería posible. Así que es bueno preguntarse, ¿de dónde procede tal convicción implícita? Melvin Calvin, Premio Nobel de bioquímica, no parece tener mucha duda sobre su origen: «Cuando intento buscar el origen de esa convicción, la encuentro en una noción básica descubierta hace 2000 o 3000 años, y primeramente enunciada en el mundo occidental por los antiguos hebreos, a saber, que el universo está gobernado por un solo Dios, y no es el producto de los caprichos de unos dioses que gobiernen su propia circunscripción según sus propias leyes. Esta visión monoteísta parece ser la base histórica de la ciencia moderna»[16].
Y esto es verdaderamente llamativo a la vista de lo común que es en la literatura sobre las raíces de la ciencia contemporánea acudir primero a los griegos del siglo vi a. C. para señalar después que, para que la ciencia avanzara, la cosmovisión griega hubo de vaciarse antes de su contenido politeísta original. Volveremos al tema luego. Ahora solamente señalaremos que, aunque los griegos ciertamente fueron en muchos sentidos los primeros en hacer ciencia tal como la entendemos hoy, lo que apunta Melvin Calvin es que la visión real del universo de más ayuda a la ciencia, es decir, la visión hebrea de un universo creado y mantenido por Dios, era mucho más antigua que la cosmovisión griega del mundo.
Esto es algo que, tomando prestado el lenguaje de Dawkins (quien, a su vez, lo tomó prestado ni más ni menos que del Nuevo Testamento), tendría que ser “gritado desde los tejados” como antídoto al rechazo sumario de Dios ya que significa que la base que sostiene la ciencia, desde la cual se ha proyectado hasta los límites del universo, tiene una profunda dimensión teísta.
Alguien que llamó la atención sobre este punto mucho antes que Melvin Calvin fue el eminente historiador de la ciencia y matemático Sir Alfred North Whitehead. Al observar que la Europa medieval de 1500 sabía menos que Arquímedes en el siglo tercero antes de Cristo pero que, poco después, en 1700, Newton escribe su obra maestra, Principia Mathematica, Whitehead se pregunta lo obvio: ¿Cómo pudo tal explosión de conocimiento suceder en un tiempo tan relativamente corto? Y responde: «La ciencia moderna debe provenir de la insistencia medieval sobre la racionalidad de Dios (...). Mi explicación es que la fe en la posibilidad de la ciencia, anterior al desarrollo de la teoría científica moderna, es un derivado inconsciente de la teología medieval»[17]. Vale la pena traer aquí la sucinta formulación de la visión de Whitehead por parte de C. S. Lewis: «Los hombres se hicieron científicos porque esperaban ley en la naturaleza, y la esperaban porque creían en un legislador». Fue esta la convicción que llevó a Francis Bacon (1561-1626), considerado por muchos el padre de la ciencia moderna, a enseñar que Dios nos ha proporcionado dos libros, el libro de la naturaleza y la Biblia, y que, para tener una buena educación, habría que dedicar el intelecto a estudiar ambos.
Muchas de las figuras más destacadas de la ciencia no podían estar más de acuerdo. Científicos como Galileo (1564-1642), Kepler (1571-1630), Pascal (1623-62), Boyle (1627-91), Newton (1642-1727), Faraday (1791-1867), Babbage (1791-1871), Mendel (1822-84), Pasteur (1822-95), Kelvin (1824-1907) y Clerk Maxwell (1831-79) eran teístas; en concreto, la mayoría eran cristianos. Su creencia en Dios, lejos de ser un obstáculo para hacer ciencia, era a menudo su principal inspiración, y no dudaban en decirlo. El principal impulso detrás de la inquisitiva mente de Galileo, por ejemplo, era su profunda convicción interior de que el Creador que nos había «dotado de sentidos, razón e intelecto tenía la intención de no renunciar a su uso para infundirnos por otros medios el conocimiento que podemos obtener por ellos». Johannes Kepler describía así su motivación: «El objetivo principal de toda investigación del mundo exterior debería ser descubrir el orden racional que Dios ha instaurado y que se nos revela por medio del lenguaje de las matemáticas»[18]. Tal descubrimiento, en sus propias palabras, era tanto como «repensar los pensamientos de Dios después de Él».
Qué distinta fue la reacción de los chinos del siglo XVIII, tal como recoge el bioquímico británico Joseph Needham, cuando las noticias sobre los grandes avances de la ciencia en Occidente les llegó por medio de los misioneros jesuitas. Para ellos, la idea de que el universo se gobernaba por sencillas leyes que los seres humanos podían descubrir, y de hecho descubrieron, era una locura total. Su cultura simplemente no podía concebir tal noción[19].
La falta de entendimiento de lo que se trata de explicar aquí podría llevar a confusión. No se está afirmando que todos los aspectos de la religión en general y el cristianismo en particular han contribuido al surgimiento de la ciencia. Lo que se intenta decir más bien es que la doctrina de un único Dios Creador, responsable de la existencia y orden del universo, ha tenido un papel importante. No se sugiere que haya habido nunca oposición religiosa a la ciencia. De hecho, T. F. Torrance[20], comentando el análisis de Whitehead, señala que el desarrollo de la ciencia fue a menudo «seriamente obstaculizado por la iglesia cristiana, incluso cuando en su seno comenzaban a surgir las primeras ideas modernas». Como ejemplo menciona que la teología agustiniana, que dominó Europa durante 1000 años, tuvo tal poder y belleza que llevó a grandes contribuciones a las artes en la Edad Media, pero su «escatología, que perpetúa la idea de la decadencia y el colapso del mundo y de la salvación como liberación de él, dirigía la atención afuera, hacia lo supraterrenal, a la vez que su concepción sacramental del universo permitía solamente una comprensión mística de la naturaleza y su uso religioso y simbólico, adoptando y santificando una perspectiva cosmológica que había de ser reemplazada para que pudiera existir progreso científico». Torrance también añade que «lo que a menudo frenaba seriamente la búsqueda científica era una concepción inflexible de la autoridad y su relación con la comprensión y el entendimiento, que se remonta a Agustín (...) que dio lugar a amargas quejas contra la Iglesia»[21]. Galileo es un ejemplo de ello, como veremos enseguida.
Sin embargo, Torrance apoya claramente la tesis de Whitehead: «A pesar de la desafortunada y frecuente tensión entre el progreso de las teorías científicas y los hábitos de pensamiento tradicionales de la iglesia, la teología aún puede afirmar haber dado a luz a lo largo de los siglos a las creencias e impulsos básicos responsables de la ciencia empírica moderna, aunque solo sea por medio de su incansable creencia en la fiabilidad de Dios Creador y en la máxima inteligibilidad de su creación».
John Brooke, catedrático de ciencia y religión de Oxford, es menos audaz que Torrance: «En el pasado, las creencias religiosas han sido presupuesto de la empresa científica en la medida en que han suscrito a esa uniformidad (...). Una doctrina de la creación podría dar coherencia a la empresa científica en la medida en que asumiera un orden estable más allá del orden cambiante de la naturaleza (...) lo que no implica necesariamente la atrevida apuesta de que sin una teología previa la ciencia nunca habría despegado; pero sí viene a decir que las ideas particulares de sus pioneros a menudo estaban informadas por creencias teológicas y metafísicas»[22].
Más recientemente, el sucesor de John Brooke en Oxford, Peter Harrison, ha argumentado poderosamente que un factor fundamental en el ascenso de la ciencia moderna fue la actitud protestante respecto a la interpretación de los textos bíblicos, que puso fin al enfoque simbólico de la Edad Media[23].
Por supuesto que es enormemente difícil saber “lo que habría ocurrido si...”, pero seguramente no es demasiado aventurado afirmar que el desarrollo de la ciencia se habría retrasado seriamente si no hubiera existido una doctrina de la teología en particular, la de la creación, doctrina común para judaísmo, cristianismo e islam. Brooke, por otro lado, alerta acertadamente ante quien exagere esta idea, pues el hecho de que una religión haya apoyado la ciencia no demuestra que sea verdadera. Lo mismo se podría decir del ateísmo.
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