Cien años después. Alberto Vazquez-Figueroa
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Название: Cien años después

Автор: Alberto Vazquez-Figueroa

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Novelas

isbn: 9788418263156

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СКАЧАТЬ y caballos.

      Y tuvo la suerte de encontrar en su camino a un profesor que sabía cómo guiar a sus alumnos; un hombre capaz de preguntarle a un lobo dónde le dolía y que el lobo le respondiera.

      En realidad ni don Dionisio preguntaba, ni los animales respondían; se limitaba a observarlos, a hablarles como si fueran viejos amigos, a musitarles «calma, calma, calma», y a acariciarlos detrás de las orejas en lo que él llamaba «el punto G» de la serenidad.

      –Si consigues que un animal se sienta relajado, acabará por decirte de un modo u otro cuáles son sus problemas, pero si se mantiene en tensión acabará por morderte.

      Cuando comenzaron a correr rumores sobre una extraña enfermedad que se había iniciado en una remota región de la China más profunda, habían surgido voces que negaban a los virus que se suponía que la trasmitían el derecho a denominarse seres vivos, dado que no podían reproducirse por sí mismos y tan solo infectaban células extrañas sin poseer metabolismo propio.

      No obstante, dos biólogos americanos habían comparado las estructuras de las proteínas de varias células y virus, encontrando tipos relacionados entre sí pero separados desde hacía siglos. Según ellos, las familias virales que pertenecían al mismo orden se habían ido distanciando de un virus ancestral común.

      Parte de la confusión se debía a la abundancia y diversidad de virus puesto que aunque tan solo se hubieran identificado unos cinco mil, algunos expertos aseguraban que podían existir casi un millón.

      Los que causaban las enfermedades imitaban el sistema de fabricación de proteínas de la célula que habían invadido y hacían copias de sí mismos que de inmediato se extendían a otras células hasta apoderarse del individuo.

      A la vista de ello don Dionisio exigió a sus alumnos un estudio exhaustivo de la fauna de la región donde comenzara todo y sobre la posibilidad de que el origen del mal estuviera en que algún lugareño imprudente se hubiera desayunado con el animal equivocado. En su opinión la posibilidad de nuevas enfermedades transmitidas por animales a humanos tenía una base real.

      Los perros, los monos, las ratas y los murciélagos eran algunos de los animales de los que se sospechaba en cuanto estallaban brotes de nuevas enfermedades, por lo que convenía esmerarse puesto que el último acusado, el casi desconocido pangolín asiático, había sido descartado como foco transmisor.

      –Tenemos que centrar nuestra atención en los mercados de animales –sentenció don Dionisio, que había decidido poner todos sus conocimientos y los de sus alumnos al servicio de una causa tan importante–. Cuando se investigó la gripe aviar se confirmó que el origen estaba en unos pollos que habían adquirido el virus a causa de los restos fecales de los que estaban en las jaulas superiores, y aunque China ha prohibido el consumo de animales salvajes, dudo que tal prohibición dé resultado.

      –¿Por qué? –quiso saber Óscar, a quien el tema le interesaba especialmente porque su familia vivía en una granja rodeada de bosques en los que abundaban los animales salvajes.

      –Porque resulta casi imposible controlar a mil quinientos millones de personas con tradiciones muy arraigadas. Los mercados como el de Wuhan, en los que se mezclan animales salvajes y domésticos en pésimas condiciones higiénicas, constituyen el hábitat perfecto para unos virus que son tremendamente astutos.

      –Los virus no pueden ser «astutos».

      –Deben serlo, puesto que estaban aquí miles de años antes que nosotros, y seguirán estándolo miles de años después de que hayan acabado con nosotros. El hombre ha cazado desde el principio de su existencia, aunque no las cantidades de ahora, y «La Convención sobre el Comercio de Especies Amenazadas» no tiene jurisdicción en China, Vietnam o en países africanos en los que se consume carne y cerebro de perro sin cocinar, por lo que el riesgo no solo está en el consumo, sino sobre todo en el comercio, y esta sería una gran oportunidad para que se revisasen las leyes de protección animal… –don Dionisio había estudiado a fondo el tema y tras una breve pausa destinada a recuperar el aliento continuó–: En muchas regiones de África, Asia y Sudamérica los puestos de comida tienen una parte visible pero también una trastienda donde esconden especies prohibidas, pero no podemos decirles a los nativos que coman esto y no lo otro sin proporcionarles una alternativa.

      –¿Y existe esa alternativa?

      –Se dice que tres mil especies de animales salvajes se usan para consumo humano, pero son datos falsos porque solo registran que se consumen veinte tipos de insectos cuando sabemos que la cifra asciende a dos mil. Si los hambrientos tienen que recurrir a medidas desesperadas los hartos no deben quejarse porque su avaricia acabe matándoles.

      Aquella última frase había obligado a Óscar a preguntarse quiénes eran «los hartos».

      Hartos eran los que siempre necesitaban más.

      No hacía mucho, el científico Peter Hotez había comparecido ante el Congreso norteamericano con el fin de contar que cuatro años atrás se estuvo a punto de lograr una vacuna que podría haber servido para combatir el nuevo brote de coronavirus, pero nunca se obtuvieron fondos para concluirla. Comenzó a causa de los estragos causados por el «Síndrome Respiratorio Agudo» que dejó setecientos muertos, pero las grandes farmacéuticas no estuvieran interesadas en un producto que, según ellas, no se utilizaría.

      Muchos de los alumnos decidieron no acudir en tiempos de epidemia a unas aulas en las que se diseccionaban animales considerados peligrosos y poco después dejaron de ir porque estaban muertos o buscaban refugio en lugares remotos, pero Óscar continuó asistiendo con la esperanza de que hombres de la inteligencia de don Dionisio fueran capaces de vencer a quienes tan solo habían demostrado ser «astutos».

      La universidad se acabó vaciando y resultaba curioso ver a un anciano paseando por el campus en compañía de un muchacho que no perdía palabra de cuanto le decía.

      Hasta que su especie desapareciese siempre habría un ser humano dispuesto a enseñar y otro a aprender.

      Tal había sido siempre su esencia, y la capacidad y rapidez con que asimilaban nuevos conocimientos lo que los diferenciaba del resto de seres vivos.

      Capítulo III

      Le llegó, lejano, un chirrido espantoso, y cuando se asomó a la ventana no pudo contener la alegría, porque allí, sentada sobre el arcón de los quesos, se encontraba su heroína haciendo gala de su habilidad con el acordeón.

      Corrió hacia la verja pero su padre la detuvo.

      En realidad también se detuvieron su madre y su tío a unos diez metros de la entrada.

      –¡Hola pequeñaja! –saludó Samuel a la recién llegada.

      –¡Hola a todos! –respondió dejando de tocar, lo que siempre constituía un alivio para los oídos–. ¿Cómo estáis?

      –De momento bien. ¿De dónde vienes?

      –De un montón de sitios. Ahora nadie me detiene –señaló con intención la verja–. Solo aquí.

      –Sabes que no podemos dejarte pasar.

      –Lo sé. Pero necesito algo de ropa, comida y algunas cosas. Me he instalado en el pueblo. En casa del alcalde.

      –¿Ha muerto?

      –No lo sé. Allí no queda nadie.

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