Название: Cien años después
Автор: Alberto Vazquez-Figueroa
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Novelas
isbn: 9788418263156
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Una combustión lenta y acompasada seguida de una leve bocanada le permitía comprender que se encontraba en paz consigo mismo y que dentro de un par de minutos se quedaría dormido. Una inspiración fuerte y brusca, seguida de una tos nerviosa o un espeso chorro, indicaban que acababan de asaltarle el miedo, la ansiedad o amargos recuerdos relacionados con la ejecución de inocentes.
¿Cuántos habían caído ya?
En la casa nadie quería contarlos.
***
Una lluviosa mañana se detuvo ante la verja un hombre cuyo rostro solía aparecer antaño en todas las portadas y en todos los telediarios.
Se había hecho inmensamente rico partiendo de la nada y tenía fama de generoso compartiendo su fortuna con los más desfavorecidos, pero ahora se encontraba allí con una chaqueta ajada y unos zapatos destrozados.
Permaneció muy quieto observando los letreros:
«No pasar. Peligro de muerte».
«Solo están autorizados a coger agua y queso».
Se aproximó al arcón, lo abrió, estudió su contenido, eligió un trozo de queso del más duro, alzó la mano dando las gracias, y se marchó por donde había venido.
–Me alegra no haber tenido que dispararle; tengo un amigo que trabajaba para él y le admiraba.
–¿Aún vive?
–No lo sé, pero donde quiera que esté me agradecerá que le haya dado de comer a quien le dio a él.
Aurelia no quiso preguntarle qué habría hecho si hubiera sido su amigo quien hubiera aparecido ante la verja porque conocía la respuesta. Ya no existían lazos de amistad, y en ese aspecto la victoria del maligno resultaba de igual modo indiscutible, lo que obligaba a plantearse si valía la pena continuar luchando.
Si la pandemia no hubiera hecho su aparición tendría que haber sido aquel mes de comienzos de verano el elegido a la hora de hacer las maletas, irse a estudiar Bellas Artes y convertirse en una mujer tan maravillosa como su tía.
Pero sin acordeón.
Ni acordeón, ni guitarra, ni tan siquiera una bandurria, porque no hacía falta ser director de orquesta para comprender que su familia no estaba llamada a transitar por los senderos de la música.
Tampoco creía que hubiera llegado a ser una restauradora mínimamente aceptable, pero el mero hecho de encontrarse cerca de Anabel y captar algo de su maravilloso «arte de vivir» le bastaba.
Incluso tal vez ella le ayudaría a cumplir su sueño más oculto: convertirse en prestidigitadora.
En realidad no era un sueño oculto pues todos en la casa tenían que prestarse a que les enseñara un nuevo truco, desde cómo hacer desaparecer huevos a convertir un conejo en una gallina o que eligieran siempre una carta determinada de una baraja.
Cuando aún era niña su abuelo solía decirle:
–No confíes demasiado en la habilidad de tus dedos; son muy traidores. A mí un día me abandonaron tres.
Pese a ello había continuado confiando en sus dedos, aunque al carecer de público ya apenas practicaba.
El único que se extasiaba ante sus habilidades era «Coco», pero el pobre animal era tan obtuso que incluso le costaba aprender a ladrar amenazadoramente.
Cuando un desconocido, por muy mala pinta que tuviera, hacía su aparición al otro lado de la verja se limitaba a mover el rabo y esperar a que sus «jefes», dos enormes mastines que ciertamente impresionaban, gruñeran y enseñaran los dientes.
El calor impulsaría a los enfermos a quedarse en su casa y aguardar con resignación lo que el destino quisiera depararles, pero ni siquiera el calor detendría a los hambrientos, que abandonarían sus casas en busca de cualquier cosa que aplacara su hambre.
Pero ya no quedaba nada.
A las cinco semanas de saltar las primeras alarmas, y aunque habían saltado en los confines de la China, los habitantes de las grandes ciudades se abalanzaron como plaga de langostas sobre los supermercados dejando las estanterías tan vacías que hacía daño verlas.
Muchos no habían pisado un huerto en su vida y algunos niños creían que las zanahorias crecían en los árboles.
Aunque la mayoría eran, eso sí, muy buenos en electrónica.
De poco les sirvió cuando las empresas comenzaron a cerrar, primero por miedo a los contagios y más tarde por falta de suministros.
Las bolsas mundiales perdieron miles de millones durante una primavera trágica y un verano en el que los trajes de baño desaparecieron de las playas.
El precioso yate de tres palos y velas rojas de un banquero panameño partió rumbo al Pacífico con provisiones para seis meses y la lógica esperanza de que en ese tiempo la situación habría cambiado.
Con ayuda del «GPS» se pudo saber que no había atracado en ningún puerto ni desembarcado en ninguna isla, pero en septiembre un carguero australiano se lo encontró flotando en mitad de la nada.
Nadie respondió a sus llamadas, por lo que le dejaron continuar su camino pese a que las hélices no se movieran ni soplara una racha de viento.
Al conocer la noticia, a Aurelia le vino a la mente una vieja canción samoana:
Mudos van, e inmóviles, los muertos,
la sombra de la vela les protege.
El mar se lamenta bajo las curvas quillas,
y el sol marca el camino del oeste.
Más felices seréis en Noa-Noa,
junto a los fuegos de Tehemaní,
escuchando la suave voz de Taharoa
sobre el eterno mar siempre apacible.
No recordaba mucho más; tan solo que hacía alusión al Paraíso que aguardaba a los arriesgados navegantes que se habían atrevido a desafiar a las olas y los vientos internándose en el mayor de los océanos con el fin de poblarlo desde las costas de Nueva Zelanda hasta la Isla de Pascua.
Le encantaban las novelas de lugares exóticos que de pequeña solía leer antes de que su madre le exigiera ordenar su cuarto e ir a darle de comer a los animales, cosa que odiaba por culpa de un maldito gallo que la tenía tomada con sus tobillos.
Su visceral enemistad concluyó cuando el agresivo avechucho pasó de pendenciero a pepitoria, pero la chicuela no se sintió feliz por el final de una contienda que había decidido su madre de un simple hachazo, dejándole a ella la ominosa misión de desplumar al pobre bicho.
***
Óscar había nacido en una granja y crecido entre unos animales con lo que solía pasar horas poniéndoles nombre, cuidándolos y mimándolos, por lo que desde que aprendió a leer y escribir comprendió que tenía que aprender mucho más si quería llegar a ser un buen veterinario.
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