Transformación . Морган Райс
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СКАЧАТЬ mano del chico continuaba sobre el estuche, protegiéndolo como si fuera algo muy personal y privado.

      —¿Y practicas mucho?

      Jonah se encogió de hombros.

      —Solo unas cuantas horas al día —dijo en un tono casual.

      —¡¿Unas cuantas horas?! ¡Seguramente tocas muy bien!

      Él volvió a encoger los hombros.

      —Supongo que no lo hago mal. Hay muchos violistas que son mejores que yo. En realidad, espero que tocar la viola sea lo que me saque de aquí.

      —Yo siempre quise tocar el piano —agregó Caitlin.

      —¿Y por qué no lo haces?

      Ella le iba a contestar: “Nunca he tenido un piano.” Pero no dijo nada. En lugar de eso, se encogió de hombros y volvió a mirar su almuerzo.

      —No necesitas tener un piano —le dijo Jonah.

      Ella lo miró sorprendida pues parecía haber leído sus pensamientos.

      —En esta escuela hay un salón de ensayos. A pesar de todo lo negativo, tiene algunas ventajas. Puedes tomar clases gratis, solo tienes que inscribirte.

      Caitlin abrió más los ojos.

      —¿En serio?

      —Afuera del salón de ensayos hay una hoja para matricularse. Pregunta por la señora Lennox y dile que eres amiga mía.

      “Amiga.” A Caitlin le gustó cómo sonaba la palabra. Sintió que poco a poco la invadía cierta felicidad. Sonrió por completo y sus miradas se cruzaron por un momento.

      Cuando observó sus brillantes ojos verdes, ardió en ella el deseo de hacerle un millón de preguntas: “¿Tienes novia? ¿Por qué eres tan amable? ¿En verdad te agrado?”

      Pero en lugar de eso, solo apretó los labios y se quedó callada.

      Temerosa de que el tiempo que estaban pasando juntos se acabara pronto, buscó en su mente algo que pudiera preguntarle para extender la conversación. Trató de pensar en algo que le garantizara volver a verlo pero los nervios se apoderaron de ella, y se paralizó.

      Finalmente, abrió la boca y, en ese preciso momento, sonó la campana. El ruido y el movimiento estallaron en el comedor. Jonah se puso de pie y sujetó su viola.

      —Se me hace tarde —dijo Jonah, preparándose para retirar su charola de la mesa… Miró la de Caitlin.

      —¿Quieres que retire la tuya?

      Ella volteó hacia abajo; se dio cuenta de que se le había olvidado y negó con la cabeza.

      —Está bien —agregó Jonah.

      Se quedó ahí de pie, sintiendo de pronto gran timidez, y sin saber qué decir.

      —Bien, pues te veo luego.

      —Sí, nos vemos —contestó Caitlin desganada, y apenas perceptiblemente.

      Su primer día de clases había terminado. Caitlin salió del edificio y se encontró con la soleada tarde de marzo. A pesar de que el viento soplaba con fuerza, ella ya no sintió frío, y aunque que todos los chicos gritaban mientras salían, el ruido no le afectó más. Se sentía viva y libre. El resto de la jornada había pasado como entre sueños, ni siquiera recordaba el nombre de uno solo de sus profesores nuevos.

      No podía dejar de pensar en Jonah.

      Se preguntaba si no habría actuado como una tonta en la cafetería. Las palabras se le habían atorado en la boca y casi no averiguó nada sobre él. Lo único que se le ocurrió fue cuestionarlo sobre la estúpida viola, cuando pudo haberle preguntado en dónde vivía, de dónde era y a qué universidad quería entrar. En especial, pudo haberle preguntado si tenía novia. Un chico como él seguramente estaba saliendo con alguien.

      En ese preciso momento, una chica latina guapa y bien vestida pasó cerca de ella y la empujó. Caitlin la vio de la cabeza a los pies, y se preguntó por un instante si no sería ella quien salía con Jonah.

      Dio vuelta en la calle 134 y de pronto olvidó adónde se dirigía. Nunca había caminado a casa de regreso de la escuela; su mente estaba en blanco y no recordaba dónde se encontraba el nuevo departamento. Permaneció de pie en la esquina, desorientada. Una nube ocultó al sol y el viento arreció. Repentinamente, sintió frío de nuevo.

      —¡Hey, amiga!

      Caitlin volteó y se dio cuenta de que estaba frente a una asquerosa bodega en la esquina. Afuera había cuatro hombres con mala pinta sentados en sillas de plástico. Parecían no tener frío; le sonrieron como si ella fuera la siguiente comida que devorarían.

      —¡Ven aquí, nena! —gritó otro de ellos.

      De pronto se acordó.

      “Calle 132. Eso es.”

      Giró con rapidez y comenzó a caminar vigorosamente hacia una calle paralela. Miró hacia atrás varias veces para asegurarse de que aquellos hombres no la estuvieran siguiendo. Por fortuna no fue así.

      El viento helado le laceró las mejillas y la hizo sentirse más alerta, justo al mismo tiempo en que comenzó a caer en cuenta de la realidad de su nuevo vecindario. Observó a su alrededor; vio los autos abandonados, los muros grafiteados, los alambres de púas, los barrotes de las ventanas… De pronto se sintió muy sola y con mucho miedo.

      Solo faltaban tres cuadras para llegar a su departamento pero a ella le parecía una eternidad. Deseó tener un amigo a su lado, o aún mejor, a Jonah. Se preguntó si sería capaz de realizar esta solitaria caminata todos los días. Se enfadó con su madre una vez más. ¿Cómo era posible que siguiera obligándola a mudarse y a instalarse en lugares horrendos? ¿Cuándo terminaría todo aquello?

      Un vidrio roto.

      El corazón de Caitlin se aceleró aún más en cuanto vio que a su izquierda, al otro lado de la calle, sucedía algo. Caminó con rapidez y trató de mantener la mirada en el suelo, pero cuando se acercó, escuchó gritos y unas grotescas risotadas. No pudo evitar percatarse de lo que estaba sucediendo.

      Cuatro enormes muchachos, como de dieciocho o diecinueve años tal vez, sometían a otro chico. Dos de ellos le sujetaban los brazos, mientras uno más lo golpeaba en el estómago y el último, en la cara. El chico, de unos diecisiete años, delgado e indefenso, cayó al suelo. Dos de los muchachos se acercaron de nuevo y comenzaron a patearle la cara. A pesar de que no quería hacerlo, Caitlin se detuvo y los miró. Estaba horrorizada porque nunca había visto nada igual.

      Los otros dos muchachos caminaron alrededor de su víctima. Levantaron las piernas con botas y se las estamparon de nuevo. Caitlin temió que golpearan al chico hasta matarlo.

      —¡No! —gritó.

      Ellos dejaron caer sus botas y se escuchó un espantoso crujido. Pero no fue el sonido de un hueso roto, era más bien como el crujido que hace la madera. El ruido que produce la madera cuando se rompe. Caitlin se percató de que pisoteaban un pequeño instrumento musical; miró СКАЧАТЬ