Transformación . Морган Райс
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      “Por supuesto.”

      Los demás se le quedaron viendo mientras levantaba los brazos y el guardia pasaba el detector manual a lo largo de todo su cuerpo.

      —¿Llevas algo de joyería?

      Caitlin se tocó las muñecas y el cuello. De repente recordó: su cruz.

      —¡Quítatela! —le dijo el guardia groseramente.

      Era el collar que le había dado su abuela antes de morir; una pequeña cruz de plata que tenía grabada una frase en latín que nunca tradujo. Su abuela le dijo que a ella se la había entregado su propia abuela. Caitlin no practicaba ninguna religión y en realidad no entendía bien lo que significaba; sin embargo, estaba consciente de que tenía cientos de años y de que era el objeto más valioso que poseía.

      Separó la cruz de su blusa y la mantuvo arriba, pero no se la quitó.

      —Preferiría no hacerlo —respondió.

      El guardia la miró con frialdad inconmensurable.

      De repente hubo conmoción. Todo mundo gritó cuando un policía sujetó a un chico alto y delgado, lo aventó contra el muro y lo despojó de una navaja que traía en el bolsillo.

      El guardia de seguridad fue a ayudar al policía y Caitlin aprovechó para deslizarse entre la multitud que caminaba por el pasillo.

      “Bienvenida a la escuela pública de Nueva York”, pensó Caitlin. “Genial.”

      Comenzó a contar los días que faltaban para graduarse.

      Aquellos corredores eran los más amplios que había visto. Parecía imposible imaginar que alguna vez podrían llenarse, y sin embargo, estaban repletos de chicos que caminaban hombro contra hombro. Debían ser miles de personas en esos pasillos; el mar de rostros se extendía y parecía no tener fin. Aquí, el ruido era mucho peor; rebotaba en los muros y se condensaba. Caitlin quería cubrirse las orejas, pero ni siquiera tenía espacio para levantar los brazos. De pronto, sintió claustrofobia.

      Sonó la campana y la energía se incrementó.

      “Ya voy retrasada.”

      Revisó una vez más su tarjetón y, finalmente, vio a lo lejos el salón que le correspondía. Trató de atravesar el mar de cuerpos, pero no lograba avanzar. Después de varios intentos, se dio cuenta de que tenía que ser agresiva. Comenzó a golpear a los otros con los codos y a empujarlos cuando ellos la empujaban. Dejándolos atrás uno por uno, Caitlin logró pasar por entre los jóvenes que llenaban el amplio pasillo y abrió la pesada puerta del salón.

      Se rodeó con los brazos. De ese modo enfrentó todas las miradas dirigidas a ella, la chica nueva que había llegado tarde. Imaginó que el maestro la regañaría por interrumpir, pero se quedó atónita al descubrir que no sería así en lo absoluto. Aunque el salón estaba diseñado para treinta alumnos, había cincuenta, estaba repleto. Algunos de los chicos ya estaban en sus asientos, otros caminaban por entre los mesabancos gritándose. Era un caos.

      A pesar de que la campana había sonado cinco minutos antes, el maestro, despeinado y con el traje arrugado, ni siquiera había comenzado la clase. De hecho, estaba sentado con los pies sobre el escritorio, leyendo el periódico e ignorando a todo mundo.

      Caitlin se acercó a él y colocó su nueva credencial de identificación sobre el escritorio. Se mantuvo de pie ahí y esperó a que el maestro la mirara, pero él no lo hizo.

      Finalmente, aclaró la garganta.

      —Disculpe.

      El maestro bajó su periódico con reticencia.

      —Soy Caitlin Paine. Soy nueva. Creo que tengo que entregarle esto.

      —Yo solo soy un suplente —le contestó y levantó de nuevo el periódico, ignorándola.

      Ella permaneció ahí confundida.

      —Entonces —preguntó—, ¿usted no registra la asistencia?

      —Tu maestro va a regresar el lunes —contestó con brusquedad—. Él se encargará de eso.

      Al darse cuenta de que la conversación había terminado, Caitlin recogió su credencial.

      Volteó y miró el salón. El caos continuaba. Si acaso había algo bueno en esta situación, era que, por lo menos, nadie la había notado. Parecía no importarles lo que sucedía, ni reparar en su presencia.

      Por otra parte, revisar desde ahí el salón repleto era muy angustiante pues no había ningún lugar vacío para sentarse.

      Adoptó una actitud de fortaleza y, apretando contra sí su diario, caminó con vacilación por uno de los pasillos. Por momentos se estremecía al avanzar entre los chicos que se gritaban entre sí con cinismo. Cuando llegó al fondo del salón pudo ver el panorama completo.

      No había un solo asiento vacío. Se quedó ahí de pie, sintiéndose estúpida. Entonces, se dio cuenta de que los otros chicos comenzaron a notarla. No sabía qué hacer. Por supuesto, no iba a permanecer en ese lugar de pie toda la clase, y al maestro sustituto no parecía importarle. Volteó y volvió a revisar el salón sin éxito.

      A unos pasillos de distancia, escuchó risitas y estuvo segura de que se burlaban de ella. No vestía como los demás y tampoco lucía como ellos. Se ruborizó y sintió que estaba llamando demasiado la atención.

      Cuando estaba a punto de abandonar el salón, y tal vez, incluso la escuela, escuchó una voz.

      —Aquí.

      Caitlin volteó.

      En la última hilera, junto a la ventana, había un chico alto parado junto a su mesabanco.

      —Siéntate —dijo—. Por favor.

      Se hizo un silencio momentáneo en el salón mientras los otros esperaban ver cómo reaccionaría ella.

      Caminó hacia él. Trató de no mirarlo directamente a los ojos —a sus grandes y brillantes ojos verdes—, pero no pudo evitarlo. Era encantador. Tenía una piel suave y aceitunada que hacía imposible saber si era negro, latino, blanco o algún tipo de combinación. Jamás había visto una piel tan tersa y una mandíbula tan bien definida. Era delgado, de cabello corto y castaño. Había algo en él que estaba tan fuera de lugar… Parecía frágil, como un artista, tal vez.

      Era realmente difícil que un chico le impactara tanto. Había visto a sus amigas enloquecer por alguien, pero era algo que ella en realidad no comprendía bien. Hasta ahora.

      —¿Y en dónde te vas a sentar tú? —preguntó Caitlin.

      Trató de controlar su voz, pero no sonaba convincente. Esperaba que él no advirtiera lo nerviosa que estaba.

      Él le brindó una gran sonrisa que reveló la perfección de sus dientes.

      —Justo aquí —dijo él, y se movió hacia la base de la ventana que quedaba a unos cuantos pasos.

      Lo miró y él le correspondió. СКАЧАТЬ