El Criterio De Leibniz. Maurizio Dagradi
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Название: El Criterio De Leibniz

Автор: Maurizio Dagradi

Издательство: Tektime S.r.l.s.

Жанр: Героическая фантастика

Серия:

isbn: 9788873044451

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      Hasta que conoció a Cynthia.

      Alrededor de un año antes había decidido pasar una semana de vacaciones atendiendo una conferencia en Birmingham, de tres días, por lo que tuvo que ir a un hotel.

      Una noche estaba en el bar, después de un día escuchando a unos iluminados de la mitología griega que debatían animadamente sobre las distintas traducciones posibles de las inscripciones en la tapa de una urna desenterrada recientemente en Corinto.

      Eso le había dado de comer, eso, la materia en la que él era un experto y de la que él había hecho su propia especialidad, enseñándola durante años y años, anteponiéndola a importantes programas de investigación y colaborando como consultor con las mayores instituciones mundiales dedicadas a la conservación de la cultura clásica.

      Todo esto hasta que la carga de ser rector lo proyectó en una nueva dirección, muy organizativa y muy poco cultural, aunque con la halagüeña contrapartida del poder. Desde entonces se contentaba con seguir los proyectos de los demás, consultar las publicaciones nuevas sobre el tema y participar en seminarios cuando podía.

      Aquella noche no tenía sueño, y, sentado en la barra del bar del hotel, disfrutaba meditabundo un güisqui añejo de pura malta. Era el único cliente allí, a pesar de que no era demasiado tarde. El dependiente estaba dando brillo por tercera vez a los vasos de cristal. Las luces débiles y el tinte de madera gastada que caracterizaba la decoración le transmitían tranquilidad, y hacían que se sintiera muy a gusto.

      Iba a tomar otro sorbo de licor cuando, inesperada e invencible, la fragancia de un perfume increíblemente femenino lo envolvió, cogiéndole completamente al desprovisto y dejándolo aturdido por un instante. Se quedó paralizado, como si se hubiera vuelto de piedra, y el perfume lo sumergió del todo. A su izquierda había aparecido una mujer muy bien vestida, de maneras elegantes y seguras, que, de pie, algo alejada de la barra, hizo su pedido:

      —Un jerez, por favor.

      Su voz era cálida, de contralto, perfectamente controlada, como de una persona acostumbrada a hablar en público, a un público culto y atento.

      McKintock la miró por el rabillo del ojo, intentando no mostrar ningún interés.

      La mujer lo ignoraba completamente. Era de mediana estatura, de piel clara, y pelirroja, con el pelo recogido con una pinza de color de marfil. Su silueta tenía proporciones muy femeninas.

      Llevaba un traje escocés de exquisita factura, con la falda adherente hasta las rodillas, perfecta, los zapatos de charol marrón oscuro, con tacón alto y sutil, las medias negras. La chaqueta cubría una camiseta blanca con un escote evidente pero comedido. En la solapa un broche dorado en forma de «C» destacaba con sutileza. Llevaba un collar de oro finamente trabajado, y unos pendientes con un generoso brillante iluminaban con mil luces los lóbulos de sus orejas.

      Su expresión era amable, y su cara era de rasgos delicados, pero bien definidos. Sus ojos, de color verde claro, acompañaban la nariz bien proporcionada y levemente aguileña. Los labios sutiles, pero no demasiado, estaban a tono con el mentón, apenas marcado.

      Maquillaje ligero de color pastel. Solo alguna sombra sutilísima de arrugas en la frente y en las mejillas de la mujer, seguramente cercana a los cincuenta años.

      El dependiente le sirvió el jerez, posando la copa en la barra del bar sin hacer el mínimo ruido, y desapareció en el local de servicio detrás de la vitrina del bar.

      La mujer alargó la mano derecha, con dedos largos y finos y con una manicura exquisita, las uñas esmaltadas de madreperla, y cogió delicadamente el vaso. Mientras lo levantaba, McKintock no pudo retenerse, quizá embriagado por ese perfume y esa visión, y levantó también su vaso, diciendo con voz mesurada:

      —¡Salud!

      Ella giró levemente la cabeza en su dirección, y al mismo tiempo inclinándola hacia delante. Esbozó una leve sonrisa y respondió sin inflexiones de la voz:

      —Salud.

      Después volvió a mirar delante de ella y bebió un pequeño sorbo de su licor, mientras McKintock se tragaba de una sola vez todo lo que le quedaba del suyo.

      Y se quedó así, con el vaso vacío en la mano, dándose cuenta solamente entonces de que se había bebido tres cuartos de su contenido de un solo trago. El güisqui lo estaba inundando de un calor agradable, y el perfume de la mujer lo embriagaba y despertaba en él sensaciones olvidadas mucho tiempo atrás. Y, sobre todo, ella estaba allí, a un metro de distancia, increíblemente atractiva y perfecta, aquella que podría haber sido su mujer ideal, si alguna vez él hubiera pensado que había un tal prototipo.

      Sin ni siquiera darse cuenta de lo que hacía, dejó el vaso, bajó del taburete y dio un paso hacia la mujer, la sonrió y tendió amigablemente su mano, diciendo tímidamente:

      —¿Me permite? Soy Lachlan McKintock.

      Ella posó su copa, se giró hacia él y le dio la mano con elegancia.

      —Cynthia Farnham, es un placer.

      —Cynthia... —McKintock se quedó atónito. Después siguió, con voz baja y tranquila—: Es uno de los apodos de la diosa Artemisa, hija de Zeus y de Leto, hermana gemela de Apolo. Nació en la isla de Delos, en la cima del monte Kynthos, del que deriva el nombre Cynthia. Diosa de la luna, era extremadamente bella y fue una de las divinidades más amadas de la Antigua Grecia. Y... —dejó de hablar, incierto.

      Mientras él hablaba, Cynthia había empezado a sonreír, complacida.

      —¿Y...? —le urgió inclinando la cabeza ligeramente hacia la izquierda.

      Ahora ya McKintock no podía echarse atrás. La suerte estaba echada.

      —... espero no tener el mismo final que Acteón. Era un príncipe de Tebas que, cuando fue a cazar, descubrió a Artemisa mientras ella se daba un baño, desnuda. Se escondió y se quedó observándola, pero estaba tan fascinado que, sin darse cuenta, pisó una rama. El ruido lo descubrió, y Artemisa se sintió tan ultrajada por la mirada fija de Acteón que le lanzó agua mágica y lo transformó en un ciervo. Sus perros creyeron que era una presa y lo hicieron pedazos, matándolo. —Hizo una pausa, vacilante, y luego repitió—: Espero no tener el mismo final que Acteón...

      Ella rio, divertida.

      —No veo perros por aquí.

      McKintock respiró, aliviado, y rio a su vez, después, retomó la palabra en un tono confidencial:

      —Uf, por esta vez estoy a salvo. Discúlpeme si la he molestado —dijo, y volvió a su taburete.

      —No hay de qué excusarse. A mí también me gusta charlar relajadamente, después del día que he tenido. ¿Lachlan, ha dicho? ¿Cuál es su origen?

      McKintock se relajó.

      —Es un nombre gaélico, y parece que significa «proveniente del lago», o, a lo mejor, «guerrero belicoso».

      —Prefiero la primera acepción. ¿Qué opina usted?

      —Ciertamente. Estoy de acuerdo. —McKintock se sentía realmente a gusto hablando con Cynthia. Era agradable СКАЧАТЬ