Amparo (Memorias de un loco). Fernández y González Manuel
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СКАЧАТЬ style="font-size:15px;">      – ¡Ah! tiene usted suerte, me dijo Mauricio; es una prenda de rey.

      Recuerdo que Mauricio, recordando un puntapié que le valió esta observación, habló en lo sucesivo con el más profundo respeto de la señorita Amparo.

      Fuime a una joyería y gasté los tres mil reales que me había dado Amparo, en una bonita cruz de diamantes para ella.

      La joya era de muy buen gusto, y debía parecer muy bien en el bonito cuello de la muchacha.

      Además necesitaba dejar bien puesta mi vanidad.

      Aquella inesperada devolución la había humillado.

      Amparo me trataba por decirlo así, de potencia a potencia.

      Yo no podía conservar aquel dinero.

      Mi vanidad quedaba a cubierto, regalándola la cruz.

      Sólo con este objeto la había convidado a almorzar conmigo.

      El día siguiente a las once, Amparo estaba en mi gabinete, donde Mauricio había servido la mesa.

      Mientras Amparo se quitaba el manto con una hechicera confianza, Mustafá, que sin disputa era mi amigo, sentado enfrente de mí, meneaba lentamente la lanuda cola y me miraba de hito en hito.

      Yo contemplaba a Amparo con el mismo placer con que se contempla una cosa bella, fresca, pura, encontrada por acaso en el erial de la vida.

      Era una niña, en toda la extensión de la frase, espigadita, esbelta, con bonitas manos, ojos hermosos, y una montaña de cabellos negros y brillantes, agrupados en trenzas: muy blanca, muy pálida y muy delgada.

      Tenía la seducción de la pureza confiada en sí misma, que por nada se alarma, que nada teme: iba de acá para allá, y me lo revolvía todo.

      – ¡Cómo se conoce que aquí no hay una mujer! decía: polvo por todas partes, ¡y un desorden!.. todo lo que hay aquí es bueno y bello; pero sería más bello, parecería mucho mejor, si estuviese colocado en su sitio. Y luego… ¡estas armas! ¿para qué son estas armas? ¿a quién tiene que matar un hombre honrado?

      – Son objetos de arte, la dije.

      – Traed: pues, a vuestro gabinete un cañón de a veinticuatro cincelado.

      – ¡Ah! ¿no crees que sea necesario alguna vez?..

      – ¡Nunca!

      – ¿Ni aun por un asunto de honor?

      – Me horrorizaría un hombre que por una cuestión de honor hubiera matado a un semejante suyo… ¿y estos libros?.. añadió pasando con la mayor facilidad de un objeto a otro. ¡Novelas!.. Creo que en lo peor en que puede ocupar un hombre su talento, es en escribir novelas.

      – ¿Por qué?

      – ¿No basta la vida real? ¿qué necesidad hay de exagerarla?

      – La novela enseña.

      – La novela vicia las costumbres.

      – Eso lo dirá el padre Ambrosio.

      – Sí por cierto; y basta para mí que el padre Ambrosio lo diga: es un ángel… ¡Ah! el padre Ambrosio sabe que vengo a almorzar con usted.

      – ¿Y qué te ha dicho?

      – Nada: absolutamente nada. ¿No sabía el padre Ambrosio que iba sola de noche a recoger trapos por las calles?

      Este recurso a sí misma, esta manifestación de fuerza, me encantó.

      – ¿Y son estas las novelas que usted lee? dijo con severidad Amparo, que había ojeado uno de mis libros. ¡Oh! esta novela en ninguna parte está mejor que en el fuego.

      Y arrojó el libro a la chimenea.

      Era un tomo del Baroncito de Faublas.

      Sólo había tenido tiempo de leer algunas líneas Amparo, y se había puesto encendida como una guinda.

      Así con las tenazas el libro, y le saqué de la chimenea donde olía mal, arrojándole a la jofaina.

      Prometí a Amparo hacer un auto de fe con todos mis malos libros, y mediante esta promesa se restableció nuestra buena armonía.

      En seguida nos pusimos a almorzar.

      Yo había cuidado de que el almuerzo fuese muy sencillo y compuesto de alimentos acomodados a las costumbres de Amparo.

      Era, en fin, un verdadero almuerzo español; con el indispensable chocolate.

      Amparo comía con apetito y sin encogimiento.

      Mustafá sentado junto a ella gruñía con impaciencia excitado por el olor de los manjares.

      Puse un plato al leal compañero de Amparo, que me dio las gracias con una sonrisa, y acarició después con su pequeña mano la cabeza del perro que comía con ansia.

      – ¡Ah! dijo hablando con él, esta es la primera vez que almorzamos bien, Mustafá.

      – Pues así puedes almorzar, la dije, todos los días.

      Pintose una expresión de reserva en el semblante de Amparo.

      Comprendí que el mundo especial en que había vivido, ese mundo que se llama casa de vecindad, donde resaltan todas las miserias, todas las adyeciones, todas las ignorancias, la había hecho recelosa y desconfiada.

      – Puedes almorzar así todos los días, la dije, si consientes en que se realice lo que he pensado respecto a ti.

      Amparo me miró con una profunda y grave atención, y me preguntó:

      – ¿Y qué ha pensado usted?

      – He pensado, primero, en que la posición en que te encuentras es muy precaria.

      – He nacido pobre, me contestó con altivez; mi porvenir es el trabajo; acaso con mucha aplicación y alguna suerte podré adelantar; tener dentro de algunos años un taller mío.

      – ¿Y las enfermedades?

      – ¡Buena manera de alentar a los pobres!

      – Es que yo quiero asegurar tu suerte.

      Amparo había dejado de comer, y noté que había perdido enteramente su tranquila confianza; que estaba preocupada, disgustada, pesarosa de haber ido a almorzar conmigo.

      – Soy rico, muy rico; sobrino de un grande de España que no tiene hijos, ni los tendrá probablemente; heredaré sus rentas y su grandeza.

      Nublose más el semblante de Amparo.

      – No pienso casarme jamás, continué, y quiero que seas mi hija adoptiva.

      Amparo me miró de una manera penetrante, como si hubiera querido asegurarse de hasta qué punto eran verdad mis palabras y la marcada conmoción con que las había pronunciado.

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