Amparo (Memorias de un loco). Fernández y González Manuel
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Amparo (Memorias de un loco) - Fernández y González Manuel страница 4

СКАЧАТЬ hacia la niña y la entregué la onza.

      La chica la tomó, probó su peso y se puso gravemente seria.

      – ¡Gracias, caballero! me dijo, devolviéndome la onza. Me basta con lo que gano.

      Y se puso de nuevo a revolver y a buscar, guardando un profundo silencio, y visiblemente contrariada.

      – ¿Por qué no has tomado ese dinero? la dije.

      La muchacha no contestó.

      Me obstiné, y entonces, alzándose con una dignidad y una firmeza supremas, me dijo:

      – Si no sigue usted su camino, caballero y me deja en paz, llamaré al sereno.

      A tal arranque tomé mi partido: arrojé la onza en la cesta de la muchacha, y me alejé.

      – Por favor, caballero, me dijo corriendo tras de mí y con acento entre suplicante y colérico: usted está equivocado y tira su dinero. Créame usted: tome usted su onza: yo le doy las gracias y… no hablemos más.

      – ¿Y de qué modo puedo yo hacer para favorecerte? dije volviendo y tomando la onza.

      – Dios me favorecerá; esté usted seguro de ello. Dios y…

      La muchacha calló, tembló y fijó una mirada ansiosa en el fondo de la calle.

      Guiado por su mirada, miré y vi otra trapera que se acercaba.

      – ¡La señora Adela! exclamó la muchacha, y se puso con un ardor febril a su interrumpido trabajo, mientras Mustafá gruñía sordamente.

      Tardó poco en llegar una mujer harapienta, alta, huesosa, como de treinta y cinco a cuarenta años, que fijó en mí una mirada insolente.

      – ¿Qué quiere este caballero? preguntó con acento de amenaza a la pobre niña.

      – Me ha pedido fuego para un cigarro, contestó temblando la traperita.

      Yo creí deber atajar la conversación.

      – ¿Es usted la señora Adela? la dije.

      – Sí, señor: ¿qué se le ofrece a usted? contestó secamente.

      – Necesito hablar con usted a solas.

      – ¡Ah! ¡Necesita usted hablarme! Pues vamos.

      Y se puso en marcha.

      Noté que la traperita arrojaba sobre aquella mujer y sobre mí, una mirada llena de ansiedad.

      Seguimos la señora Adela y yo a lo largo de la calle, y nos detuvimos a la puerta de uno de esos cafetines, asilos de tahúres y vagos, cuya puerta se cierra a la hora prescrita en los bandos, pero que se abre durante toda la noche a todo el que llega.

      Llamé, abrieron, y la señora Adela y yo entramos.

      Nos sentamos junto a una mesa, y la trapera pidió aguardiente.

      Entonces, a la luz de un mechero de gas inmediato, pude observar ciertos rasgos de distinción degradada en el semblante angular y huesoso de aquella mujer: del mismo modo, no era difícil comprender que aún era joven; que si parecía vieja, lo debía a excesos, y que en otro tiempo debió ser notablemente hermosa.

      Sus manos, ese indudable signo, por el que se conocerá siempre a una persona distinguida, eran aún bellas: su mirada altiva y fija.

      Estaba, pues, metido en una verdadera aventura.

      – Me parece que adivino de lo que quiere usted hablarme; – me dijo mirándome con una extraña fijeza; y sin dejarme tiempo para contestar añadió: – sin duda se trata de Amparo.

      – ¡Se llama Amparo!

      – Y es una hermosa muchacha: está flaca y sobre todo mal vestida; pero con un mes de buen trato…

      – ¡Y usted la vendería, la dije con repugnancia sin dejarla concluir.

      – Hoy todo se compra y se vende, me contestó con sarcasmo: se vende el amor, se vende la amistad.

      – ¡Y se venden las hijas!

      – Amparo no es mi hija, me contestó con precipitación y con acento singular. Hace catorce años la encontré en la calle.

      – ¿Y sus padres no la reclamaron?

      – No.

      – Pero si usted no es su madre, al menos la ha criado usted.

      – Por lo mismo quiero que sea feliz, dijo la trapera con su duro acento, que me causaba una sensación fría, punzante, indefinible.

      – ¿Y para que sea feliz la vende usted?

      – La mujer no es feliz más que vendiéndose; vendiéndose muy cara mientras es hermosa, arrancando al amor que compra, dinero para cuando sólo puede buscarse la caridad; ¡la caridad!..

      Y después de haber pronunciado con acento de blasfemia su última palabra, se bebió de un trago una copa de aguardiente.

      – Pues usted, la dije con desprecio, no ha sabido, por lo que se ve, aprovechar sus buenos tiempos.

      – Es que yo no me he vendido, me contestó con una expresión singular: por lo mismo la vendo a ella.

      – Creo que ella no piensa venderse.

      – Hará lo que yo quiera.

      – Pues bien: me encargo de esa muchacha.

      – No me gustan las palabras de sentido ambiguo. Sepamos claramente de lo que tratamos. ¿Cuándo ha conocido usted a Amparo?

      – Esta noche.

      – ¿La ha hablado usted?

      – Muy poco.

      – ¿Y cómo entenderemos eso de encargarse usted de ella?

      – Creo que puede ocuparse en otro trabajo más cómodo y beneficioso, que en el de recoger trapos.

      – Sí, ciertamente.

      – Por ejemplo: puede entrar en un taller.

      – Es verdad: repuso aquella mujer, cuyo semblante se había cubierto con la expresión de la mayor reserva; pero es el caso, que cosiendo se gana muy poco, y que hay que pasar por un aprendizaje, durante el cual nada se gana.

      – ¿Cuánto suele durar ese aprendizaje?

      – Acaso un año.

      – No hablemos más: venga usted conmigo.

      Pagué: salimos del café y llevé a aquella mujer a mi casa.

      Mi criado Mauricio se asombró al verme entrar con tan mala compañía, y mucho más cuando me encerré con ella en mi gabinete.

      – De hoy en adelante, la dije, puede usted contar con doce duros mensuales. Además, como supongo que carecerán СКАЧАТЬ