Название: Amparo (Memorias de un loco)
Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
isbn:
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La chica la tomó, probó su peso y se puso gravemente seria.
– ¡Gracias, caballero! me dijo, devolviéndome la onza. Me basta con lo que gano.
Y se puso de nuevo a revolver y a buscar, guardando un profundo silencio, y visiblemente contrariada.
– ¿Por qué no has tomado ese dinero? la dije.
La muchacha no contestó.
Me obstiné, y entonces, alzándose con una dignidad y una firmeza supremas, me dijo:
– Si no sigue usted su camino, caballero y me deja en paz, llamaré al sereno.
A tal arranque tomé mi partido: arrojé la onza en la cesta de la muchacha, y me alejé.
– Por favor, caballero, me dijo corriendo tras de mí y con acento entre suplicante y colérico: usted está equivocado y tira su dinero. Créame usted: tome usted su onza: yo le doy las gracias y… no hablemos más.
– ¿Y de qué modo puedo yo hacer para favorecerte? dije volviendo y tomando la onza.
– Dios me favorecerá; esté usted seguro de ello. Dios y…
La muchacha calló, tembló y fijó una mirada ansiosa en el fondo de la calle.
Guiado por su mirada, miré y vi otra trapera que se acercaba.
– ¡La señora Adela! exclamó la muchacha, y se puso con un ardor febril a su interrumpido trabajo, mientras Mustafá gruñía sordamente.
Tardó poco en llegar una mujer harapienta, alta, huesosa, como de treinta y cinco a cuarenta años, que fijó en mí una mirada insolente.
– ¿Qué quiere este caballero? preguntó con acento de amenaza a la pobre niña.
– Me ha pedido fuego para un cigarro, contestó temblando la traperita.
Yo creí deber atajar la conversación.
– ¿Es usted la señora Adela? la dije.
– Sí, señor: ¿qué se le ofrece a usted? contestó secamente.
– Necesito hablar con usted a solas.
– ¡Ah! ¡Necesita usted hablarme! Pues vamos.
Y se puso en marcha.
Noté que la traperita arrojaba sobre aquella mujer y sobre mí, una mirada llena de ansiedad.
Seguimos la señora Adela y yo a lo largo de la calle, y nos detuvimos a la puerta de uno de esos cafetines, asilos de tahúres y vagos, cuya puerta se cierra a la hora prescrita en los bandos, pero que se abre durante toda la noche a todo el que llega.
Llamé, abrieron, y la señora Adela y yo entramos.
Nos sentamos junto a una mesa, y la trapera pidió aguardiente.
Entonces, a la luz de un mechero de gas inmediato, pude observar ciertos rasgos de distinción degradada en el semblante angular y huesoso de aquella mujer: del mismo modo, no era difícil comprender que aún era joven; que si parecía vieja, lo debía a excesos, y que en otro tiempo debió ser notablemente hermosa.
Sus manos, ese indudable signo, por el que se conocerá siempre a una persona distinguida, eran aún bellas: su mirada altiva y fija.
Estaba, pues, metido en una verdadera aventura.
– Me parece que adivino de lo que quiere usted hablarme; – me dijo mirándome con una extraña fijeza; y sin dejarme tiempo para contestar añadió: – sin duda se trata de Amparo.
– ¡Se llama Amparo!
– Y es una hermosa muchacha: está flaca y sobre todo mal vestida; pero con un mes de buen trato…
– ¡Y usted la vendería, la dije con repugnancia sin dejarla concluir.
– Hoy todo se compra y se vende, me contestó con sarcasmo: se vende el amor, se vende la amistad.
– ¡Y se venden las hijas!
– Amparo no es mi hija, me contestó con precipitación y con acento singular. Hace catorce años la encontré en la calle.
– ¿Y sus padres no la reclamaron?
– No.
– Pero si usted no es su madre, al menos la ha criado usted.
– Por lo mismo quiero que sea feliz, dijo la trapera con su duro acento, que me causaba una sensación fría, punzante, indefinible.
– ¿Y para que sea feliz la vende usted?
– La mujer no es feliz más que vendiéndose; vendiéndose muy cara mientras es hermosa, arrancando al amor que compra, dinero para cuando sólo puede buscarse la caridad; ¡la caridad!..
Y después de haber pronunciado con acento de blasfemia su última palabra, se bebió de un trago una copa de aguardiente.
– Pues usted, la dije con desprecio, no ha sabido, por lo que se ve, aprovechar sus buenos tiempos.
– Es que yo no me he vendido, me contestó con una expresión singular: por lo mismo la vendo a ella.
– Creo que ella no piensa venderse.
– Hará lo que yo quiera.
– Pues bien: me encargo de esa muchacha.
– No me gustan las palabras de sentido ambiguo. Sepamos claramente de lo que tratamos. ¿Cuándo ha conocido usted a Amparo?
– Esta noche.
– ¿La ha hablado usted?
– Muy poco.
– ¿Y cómo entenderemos eso de encargarse usted de ella?
– Creo que puede ocuparse en otro trabajo más cómodo y beneficioso, que en el de recoger trapos.
– Sí, ciertamente.
– Por ejemplo: puede entrar en un taller.
– Es verdad: repuso aquella mujer, cuyo semblante se había cubierto con la expresión de la mayor reserva; pero es el caso, que cosiendo se gana muy poco, y que hay que pasar por un aprendizaje, durante el cual nada se gana.
– ¿Cuánto suele durar ese aprendizaje?
– Acaso un año.
– No hablemos más: venga usted conmigo.
Pagué: salimos del café y llevé a aquella mujer a mi casa.
Mi criado Mauricio se asombró al verme entrar con tan mala compañía, y mucho más cuando me encerré con ella en mi gabinete.
– De hoy en adelante, la dije, puede usted contar con doce duros mensuales. Además, como supongo que carecerán СКАЧАТЬ