Amparo (Memorias de un loco). Fernández y González Manuel
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СКАЧАТЬ este estado, pues, me encontraba a las tres de la mañana, aquella en que las calles de Madrid estaban cubiertas de nieve.

      Salía yo de una de esas casas, donde todo es permitido, donde se ríe, se bebe, se habla libremente, se fuma y se está medio tendido y con el sombrero puesto.

      Una de esas casas, en cada una de las cuales tiene abierta una candente y luminosa página el mundo.

      Donde las mujeres se presentan tales cuales son, arrojada la careta del decoro.

      Donde los hombres hacen gala de sus vicios.

      Yo no gozaba allí; pero estaba mejor que en otras partes, porque allí al menos veía claro, y no estaba obligado a fingir ni a violentarme.

      Adelantaba yo maquinalmente a lo largo de una calle.

      Aquella calle era corcobada de configuración y ciega de luces.

      Hacía un frío de cuarenta grados y nevaba.

      De repente brilló una luz a lo lejos, y un cuerpo humano proyectó sobre la pared una gigantesca sombra.

      Y, sin embargo, lo que producía aquella sombra gigantesca era una niña.

      Aquella niña era una trapera.

      Iba sola, y la acompañaba un perro.

      Yo llevaba en la boca un cigarro sin encender, y con intención de encenderle me dirigí a la trapera.

      La muchacha tenía muy poca ropa, y el perro muchas lanas.

      Sin embargo, la muchacha parecía resistir admirablemente el frío, y el perro tiritaba.

      La muchacha cantaba a media voz, sin duda por temor de interrumpir con su canto el sueño de los vecinos, y revolvía los montones de despojos con su gancho, buscando trapos que, cuando encontraba, arrojaba en la cesta.

      Al acercarme, el perro gruñó y adelantó hacia mí de una manera amenazadora.

      La muchacha entonces me miró y seguidamente llamó a su perro.

      – ¡Eh! ¡quieto, Mustafá! le dijo, dejándome oír una voz infantil y fresca, al par que armoniosa y grave: ¿no ves que es un caballero?

      El perro retrocedió, y yo me acerqué más.

      La muchacha me miró de nuevo.

      Hay miradas que son una historia.

      Hay miradas que son un poema.

      Hay miradas que son una sátira.

      Hay miradas que dilatan el alma.

      Hay las por el contrario que la comprimen.

      La mirada de la traperita me refirió una historia muy sencilla.

      La historia de una vida de sufrimiento.

      La mirada de la traperita fue un poema que podía haberse reducido a estas dos palabras:

      «Sufro y espero.»

      Estas dos palabras son la historia del género humano.

      Sufrir y esperar.

      ¿Qué sufría aquella niña?

      La pobreza con todas sus consecuencias, acaso.

      ¿Qué esperaba?

      ¡Quién sabe lo que puede esperar una criatura!

      La muchacha era toda ojos: unos hermosísimos, rasgados y elocuentes ojos negros.

      Aquellos ojos se descataban de una manera enérgica, y parecían más grandes y más negros que lo que lo eran en realidad, sobre un semblante flaco, muy pálido, muy triste.

      A pesar de la tristeza de aquel semblante, los ojos sonreían, pero con la triste sonrisa de la resignación.

      Su mirada dilató mi alma, la hizo aspirar una pasión pura.

      Yo creo que fue compasión hacia aquella niña lo que me hizo sentir su mirada.

      Y a más de la compasión un no sé qué misterioso, que no era amor ni deseo porque ni deseo ni amor podía inspirarme aquella pobre criatura.

      Sin embargo, han pasado doce años desde que la vi la primera vez, y aún no he podido olvidar su primera mirada.

      Me sonrío con ella como se sonríe a un hermano querido.

      Me dio paz con su mirada en el alma.

      Han caído dos lágrimas sobre el papel.

      Siempre que las lágrimas asoman a mis ojos tiemblo de miedo.

      Porque cuando mis ojos se arrasan, me sobreviene al poco tiempo uno de esos horribles ataques, en que no pudiendo resistir lo íntimo del dolor de mi corazón, grito y me revuelco, y me destrozo: y entonces vienen las ligaduras y el lecho de tormento y el horrible casco de nieve.

      ¡Me creen loco!

      Es necesario pues olvidar, procurar olvidar; secar las lágrimas y esconder estas memorias.

      La miré frente a frente, y ella me miró durante algunos segundos con una curiosidad infantil.

      – Encienda usted, caballero, me dijo, levantando su farol y abriéndole.

      Encendí mi cigarro.

      Luego volví a mirar a la traperita que cerró el farol y se puso a rebuscar de nuevo con su gancho.

      Yo, no sé por qué, permanecía inmóvil junto a ella.

      – ¿Cuánto ganas buscando trapos? la dije.

      – Según: me contestó: diez cuartos, doce, dos reales. Antes se ganaba más; pero ahora… hay muchos traperos y pocos trapos.

      – ¿Y no tienes más oficio que éste?

      – No señor.

      – ¿Y con diez cuartos te mantienes?

      – Como pan unos días, y otros pan y queso. Además, la señora Adela gana otro tanto.

      ¡La señora Adela! Aquel calificativo antepuesto a un nombre hasta cierto punto aristocrático, causó en mí un efecto inesplicable.

      – ¿Quién es la señora Adela? la pregunté.

      – Es una mujer que me ha criado.

      Y al pronunciar estas palabras, creí notar en su entonación algo de doloroso, algo de impaciente, algo que revelaba que no era la señora Adela lo mejor del mundo para la traperita.

      Comprendí que tenía delante una pobre existencia necesitada de amparo.

      Nunca mi hastío de la vida llegó hasta el punto de hacerme indiferente a las desgracias ajenas.

      Metí la mano en mi bolsillo y saqué una moneda.

      Era СКАЧАТЬ