Mare nostrum. Vicente Blasco Ibanez
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Название: Mare nostrum

Автор: Vicente Blasco Ibanez

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ dormitaban hundidas en estas hierbas, sirviendo de isla de reposo á las gaviotas posadas en su caparazón. Unas algas eran verdes, nutridas por el agua luminosa de la superficie; otras tenían el color rojo de las profundidades, adonde llegan mortecinos y enfriados los últimos rayos del sol. Como frutos de la pradera oceánica, flotaban apretados racimos de uvas obscuras, cápsulas coriáceas repletas de agua salobre.

      Al aproximarse á la línea ecuatorial, la brisa iba cayendo y la atmósfera se hacía sofocante. Era la zona de las calmas, el Océano de aceite obscuro, en el que permanecen los buques semanas enteras con el velamen rígido, sin que lo haga estremecer un suspiro atmosférico.

      Nubes de color de hulla reflejaban en el mar su lento arrastre; lluvias azotantes se derramaban sobre la cubierta, seguidas de un sol incendiario que á los pocos minutos era borrado por un nuevo aguacero. Estas nubes preñadas de cataratas, esta noche tendida en pleno sol sobre el Atlántico, habían sido el terror de los antiguos. Y sin embargo, merced á tales fenómenos podían los navegantes pasar de un hemisferio á otro sin que la luz los hiriese de muerte, sin que el mar quemase como un espejo de fuego. El calor de la Línea, elevando el agua en vapores, formaba una banda sombría en torno de la tierra. Desde los otros mundos debía verse con un cinturón de nubes, casi semejante á los anillos siderales.

      En este mar sombrío y caliente estaba el corazón del Océano, el centro de la vida circulatoria del planeta. El cielo era un regulador que, absorbiendo y devolviendo, equilibraba la evaporación. De allí se expedían las lluvias y los rocíos á todo el resto de la tierra, modificando sus temperaturas favorablemente para el desarrollo de animales y vegetales. Allí se cambiaban los vapores de dos mundos, y el agua del hemisferio Sur – el hemisferio de los grandes mares, sin otros relieves que los triángulos extremos de África y América y las gibas de los archipiélagos oceánicos – iba á reforzar, convertida en nubes, los ríos y arroyos del hemisferio Norte, ocupado en su mayor parte por la tierras habitadas.

      De esta zona ecuatorial, corazón del globo, partían dos ríos de agua tibia, que iban á calentar las costas del Norte. Eran dos corrientes que arrancaban del golfo de Méjico y del mar de Java. Su enorme masa líquida, huyendo sin cesar del Ecuador, determinaba un vasto llamamiento de agua de los polos que venía á ocupar su espacio. Y estas corrientes frías y más dulces se precipitaban en el hogar eléctrico de la Línea, que las calentaba y salaba de nuevo, renovando la vida mundial con su sístole y su diástole.

      El Océano comprimía en vano á los dos ríos cálidos, sin llegar á confundirse con ellos. Eran torrentes de un intenso azul, casi negro, que corrían á través de las aguas verdes y frías. Antes que admitir á éstas, el río azul se acumulaba en su curso formando un dorso, una bóveda, con dos pendientes por las que resbalaban los cuerpos.

      La corriente atlántica, al llegar á Terranova, se abría de brazos, enviando uno de ellos al mar del Polo. Con el otro, débil y rendido por el largo viaje, modificaba la temperatura de las islas Británicas, entibiando dulcemente las costas de Noruega. La corriente indiánica, que los japoneses llamaban «el río negro» á causa de su color, circulaba entre las islas, manteniendo más tiempo que la otra sus potencias prodigiosas de creación y agitación, lo que le permitía trazar sobre el planeta una enorme cola de vida.

      Su centro era el apogeo de la energía terrestre en creaciones vegetales y animales, en monstruos y pescados. Uno de sus brazos, escapando al Sur, formaba el mundo misterioso del mar de Coral. En un espacio grande como cuatro continentes, los pólipos, fortalecidos por el agua tibia, levantaban millares de atolones, islas anilladas, bancos y arrecifes, pilares submarinos, terror de la navegación, que, al ligarse entre sí con un trabajo milenario, iban á crear una nueva tierra, un continente de recambio, por si la especie humana perdía en un cataclismo su zócalo actual.

      El pulso del dios azul eran las mareas. La tierra se volvía hacia la luna y los astros con una rotación simpática igual á la de las flores que se vuelven hacia el sol. Todo lo que en ella hay de más móvil – la masa flúida de la atmósfera – se dilataba dos veces diariamente, hinchado su seno, y esta succión atmosférica, obra de la atracción universal, se reflejaba en las aguas, conmoviéndolas. Los mares cerrados como el Mediterráneo apenas sentían sus efectos. Las mareas se detenían á su puerta. Pero en las costas oceánicas la pulsación marina alborotaba el ejército de las olas, lanzándolas diariamente al asalto de los acantilados, haciéndolas rugir con babeos de furor entre islas, promontorios y estrechos, impulsándolas á tragarse extensas tierras, que devolvían horas después.

      Este mar salado, como nuestra sangre, que tiene un corazón, un pulso y una circulación de dos sangres distintas, renovadas y transformadas incesantemente, se encolerizaba lo mismo que una criatura orgánica cuando á las corrientes horizontales de su seno venían á añadirse las corrientes verticales descendidas de la atmósfera. Las violencias pasajeras de los vientos, las crisis de la evaporación, las obscuras fuerzas eléctricas, producían las tempestades.

      No eran mas que estremecimientos cutáneos. La tormenta mortal para los hombres sólo contraía la epidermis marina, mientras la masa profunda de sus aguas permanecía en lóbrega calma, para cumplir la gran función de amamantar y renovar los seres. El padre Océano desconocía la existencia de los infusorios humanos que osaban deslizarse por su superficie en microscópicos cascarones. No se enteraba de los incidentes que podían desarrollarse en el techo de su vivienda. Su vida continuaba equilibrada, calmosa, infinita, engendrando millones de millones de seres por milésima de segundo.

      La majestad del Atlántico en las noches tropicales hacía olvidar á Ulises las cóleras de sus días negros. Bajo la luna, era una pradera inmensa de plata viva cortada por serpenteos de sombra. Sus ondulaciones pastosas, repletas de vida microscópica, iluminaban las noches. Los infusorios, estremecidos de amor, ardían con azulada fosforescencia. El mar era de leche luminosa. Las espumas, al romperse contra la proa, brillaban como fragmentos de globos eléctricos agonizantes.

      Cuando la tranquilidad era absoluta y el buque se mantenía inmóvil, con las velas caídas, pasando lentamente las estrellas de un lado á otro de sus mástiles, las delicadas medusas, que la más leve ola puede desgarrar, subían á la superficie, flotando entre dos aguas en torno de la isla de madera. Eran miles de sombrillas que desfilaban lentamente: verdes, azules, rosadas, con una coloración vagorosa semejante á la de las luces de aceite; una procesión japonesa vista desde lo alto, que se perdía por un lado en el misterio de las aguas negras y llegaba incesantemente por el lado opuesto.

      El joven piloto amaba la navegación á vela, las luchas con el viento, la soledad de las calmas. Estaba más cerca del Océano que en el puente de un trasatlántico. La fragata no levantaba espumarajos de rabioso paleteo. Se deslizaba discretamente en el silencio marítimo que guarda el secreto de los primeros milenarios de la tierra recién nacida. Los habitantes oceánicos se aproximaban á ella confiadamente al verla cabecear como un cetáceo mudo é inofensivo.

      En seis años cambió Ulises muchas veces de buque. Había aprendido el inglés, lengua universal de los dominios azules, y se recreaba con el estudio de las cartas de Maury, el Evangelio de los navegantes á vela, obra paciente de un genio obscuro que arrancó por primera vez al Océano y á la atmósfera el secreto de sus leyes.

      Deseoso de conocer nuevos mares y nuevas tierras, no reparaba en la longitud de los viajes ni en los puertos de destino. Los capitanes británicos, noruegos y norteamericanos acogían con gusto á este oficial de buenas maneras, poco exigente en la retribución. Así vagó Ulises sobre los océanos, como el rey de Itaca sobre el Mediterráneo, guiado por una fatalidad que lo alejaba de su patria con rudo empellón cada vez que se proponía regresar á ella. La vista de un buque anclado junto al suyo y próximo á partir con lejano destino era para él una tentación que le hacía olvidar la vuelta á España.

      Navegó en barcos sucios, viejos y alegres, donde los tripulantes soltaban todas las velas al temporal y luego de embriagarse se dormían confiados en el diablo, amigo de СКАЧАТЬ