Название: Arroz y tartana
Автор: Vicente Blasco Ibanez
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
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Por él no pasaban los años. Era el mismo viejecillo de siempre, regordete y sonriente, con el rostro colorado, la mirada viva y la cabecita blanca y sonrosada. Aseguraba que tenía gran semejanza fisionómica con Pío IX, y algo había en él que recordaba al difunto Papa, a pesar de su capita azul sin esclavina y del bastoncillo muleta, que no soltaba ni aun en las visitas.
Besó a las niñas como sí fuese su abuelo, y a doña Manuela diole algunas palmadas en la espalda con una alegría de viejo campechano, asegurando que cada vez estaba más gorda y hermosota. Venía de oír misa de San Juan, su querida parroquia; y cumpliendo la obligación de todos los años, quería saludar a Manuela y a las niñas, y desearles mil felicidades en el día del santo. Él no pensaba salir del próximo año; en él caería, estaba seguro de ello, a pesar de que todos los años había dicho lo mismo. Y hablaba de la muerte con la serenidad de una vejez tranquila y honrada, bromeando, riéndose y dejando escapar agudos chillidos por entre sus encías desdentadas.
Amparito escuchábale complacida, riéndose malignamente del ceceo del viejo y de sus preguntas.
¿Que si tenían novio? No, señor; aún eran jóvenes y podían esperar. Concha sí que tenía algo, pero ella nada.... Nadie la quería… ¡era tan fea…! Y el travieso bebé experimentaba satisfacción al oírse llamar hermosa por aquella boca de ochenta años.
– Pero quédese usted a comer, don Eugenio— dijo la señora— . Desde que salimos de la tienda, ningún año ha querido usted honrar nuestra mesa.
– No puedo, Manolita. Soy ya muy viejo, y quien me saca de mis sopitas me mata. Además, vaya un regalo: un convidado de mi clase. Masco como una cabra, y 110 divierte ver un viejo entre la gente joven. A cada cual lo suyo.
La visita se prolongó una media hora, y por fin, el viejo, con ayuda de su bastón, púsose en pie.
– Me voy, hijas mías— dijo con expresión melancólica, a pesar de su carita siempre alegre— . El año que viene os acordaréis de mí al veros sin mi visita. Ya tendré entonces lo que me falta: el reposo eterno.... No digáis que no.... ¿Creéis que no tengo ganas de descansar…? Pero mientras llega la hora, don Eugenio siempre firme en su tienda del Mercado. ¡Comerciante hasta la muerte!
Y después de repetir estas palabras golpeándose el pecho, salió del salón escoltado por las señoras.
La nodriza se había ido, y Nelet continuaba en la cocina ayudando a las muchachas. Era día de gran banquete. Don Juan, el tío de las señoritas, aquel erizo intratable, había accedido a comer en casa de su hermana, y eran de ver los preparativos. Juanito iría a las doce por el tío; y Rafael, antes de salir, había sufrido un sermón de su madre recomendándole que estuviera en casa a la una en punto, hora de la comida. A los postres vendría Andresito Cuadros y algún amigo de Rafael.
La campanilla de la escalera sonaba cada cinco minutos. Eran tarjetas de felicitación, que se amontonaban en el velador de la antesala, y sobre las cuales se abalanzaban las dos hermanas, ávidas de curiosidad.
A las once, otra visita, Don Antonio Cuadros y su mujer, con la ropa de las grandes solemnidades. Teresa, con vestido negro de seda, grueso y crujiente, sólido aderezo con más oro que piedras, mantilla de blonda y los dedos cargados, como siempre, de sortijería barata. Él, de levita atrasada de tres modas, guantes negros, sombrero de copa con alas microscópicas y en el chaleco una verdadera maroma de oro. Los dos, tiesos, majestuosos, dentro de estos trajes que, al través de innumerables reformas, venían subsistiendo desde su boda y sólo salían a luz en visitas de días o entierros.
El matrimonio tomó asiento en el sofá, lugar preferente del salón, honra que hizo enrojecer de orgullo a la antigua criada.
– Pues sí, Manuela— dijo el marido— ; en un día como éste, nosotros no podíamos prescindir de hacer a ustedes la consabida visita. Gozamos de la felicidad de ustedes, porque, aunque me esté mal el decirlo, nosotros les apreciamos mucho.
Y así seguía el tendero del Mercado, ensartando sus frases rebuscadas ante la admiración ingenua de su esposa, que veía en él un ser superior. Y mientras seguía su curso la conversación, sonaba a cada instante la campanilla de la puerta. Eran tarjetas de felicitación, que la señora miraba satisfecha, dejándolas sobre el velador de modo que pudiesen leerlas sus visitantes.
La familia dio las gracias al señor Cuadros por el obsequio que había enviado.
– Quédense ustedes a comer con nosotros. Hoy tenemos a la mesa a mi hermano Juan.
Estas palabras hicieron que la conversación recayese sobre el hermano de la señora. El comerciante era irresistible cuando se lanzaba a hablar del prójimo. ¡Vaya un señor raro el tal don Juan! Para él no existían teatros ni diversiones. Se le calculaba una fortuna de más de cien mil duros, y sin embargo vivía como un hurón en la gran casa heredada de su padre, sin otra compañía que una vieja criada, y arrastrando su fastidio por los talleres abandonados, que parecían cementerios. Tenía manías, y la más principal era combatir la debilidad de la vejez con un régimen de continua actividad. Todas las tardes pasaba horas enteras visitando las obras del Ensanche, las reformas que el Municipio emprendía en los caminos vecinales. Los peones le conocían, como si fuese un contratista o maestro de obras; y cuando le faltaban estas distracciones emprendía atroces caminatas: iba a pueblos distantes, andando siempre con una regularidad mecánica; el cuadrado sombrero sobre las cejas, flotante el paleto, que no abandonaba ni aun en el verano, y bajo el brazo el bastón de su juventud, una caña vieja y resquebrajada, con puño redondo de marfil que casi era una bola de billar.
Hablábase con misterio e interés de las preciosidades que amontonaba en sus polvorientos salones. Figuraba en todas las almonedas como comprador de fuerza, y si algún corredor le proponía la adquisición de alhajas antiguas o muebles raros— siempre, se entiende, con considerable ventaja— , aceptaba sin vacilación, pues no era dinero lo que faltaba en el enorme _secrétaire_ del siglo pasado, que ocupaba todo un paño de su alcoba, mostrando el menudo mosaico de sus tres filas de cajoncitos. De este mueble también se hablaba con respeto en casa de doña Manuela. ¿Quién podía saber todo lo que contenía? De allí salían largos pendientes en forma de uva, cuajados de diamantes antiguos; sortijones con brillantes como lentejas; piedras sin montar, de valor considerable; cincelados de gran mérito artístico; todo adquirido a fuerza de calma y de regateos en el naufragio de las grandes fortunas.
– Dice usted bien, Antonio. Mi hermano es un ente raro, un extravagante, que pudiendo estar bien con los suyos, prefiere vivir casi solo en aquella casa, contando sus miles de duros y adorándolos como si los hubiera de llevar a la fosa. Yo no viviría con tranquilidad.... Dicen que por la noche, al menor ruido, se levanta y recorre la casa con unas pistolas viejas; pero aun así, es extraño que no le roben. Su tacañería me disgusta. Pero entre hermanos hay que vivir en paz, ¿no es verdad? y por esto sufro que a espaldas mías hable mal de mis costumbres. Afortunadamente, una tiene lo que necesita para pasarlo bien, y no se ve obligada a buscar los auxilios de ese avaro.
Una nueva visita entró en el salón. Eran «las magistradas», una mamá y tres hijas, íntimas de las niñas de la casa. El papá había muerto siendo magistrado, y esto bastaba para que en casa de doña Manuela, con el afán de grandezas que todos sentían, no designasen a la familia por su apellido, sino por el título del difunto.
Los señores de Cuadros sentían una oculta satisfacción al rozarse con las amistades de doña Manuela, que para ellos eran gente de la clase más elevada. Teresa miraba con su respeto de antigua criada a aquellas señoras, y sonreía con bondad estúpida cada vez que alguna de ellas se dignaba mirarla.
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