Arroz y tartana. Vicente Blasco Ibanez
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Название: Arroz y tartana

Автор: Vicente Blasco Ibanez

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ que tan exigente se mostraba en materia de ostentación con su primer esposo, acató servil y gustosa las órdenes del segundo. Ignoraba que aquel hombre tan avariento en los gastos de la casa arrojaba el dinero fuera de ella, y cubriéndose con el velo de la hipocresía, llevaba una vida de calavera, tal como la había soñado en su juventud.

      La ceguera de la esposa duró algunos años. Cuando supo toda la verdad, tuvo un momento de indignación y de protesta valiente, como al dar su mano a Melchor; pero ya era tarde para remediar el mal.

      El doctor había jugado fuerte, perdiendo miles de duros; mantenía queridas costosas por pura ostentación y emprendía viajes divertidos por toda España con audaces compañeros de bureo. La fortuna de doña Manuela estaba casi destruida. Su marido, en momentos de expansión amorosa, cuando ella se sentía más supeditada, habíala arrancado firmas comprometedoras y tenía que pagar, so pena de ver sus bienes embargados. Para dar en la cabeza a su marido— según ella decía— volvió a sus antiguos gastos, a la ostentación falsa de una fortuna que no existía; contrajo, por su parte, deudas y guiada por el engañoso pundonor de las gentes que se arruinan, en vez de vender fincas y ponerse a flote, prefirió gravar sus inmuebles con hipotecas y echarse en brazos de la usura, buscando préstamos con intereses aplastantes.

      Por fortuna, un sinnúmero de enfermedades provenientes de la vida crapulosa del doctor surgieron en su gastado organismo, y murió cuando ya su mujer, si no le odiaba, veíase separada para siempre de él por sus infidelidades y desvíos.

      La muerte del primo Rafael hizo que don Juan volviera a casa de su hermana y se dignase ocuparse en sus asuntos. Con su buen instinto de hombre práctico, puso orden en aquel maremágnum: vendió fincas, canceló hipotecas, pagó a los usureros con harto pesar de éstos, que querían ver correr los intereses hasta devorar al cliente, y al fin, un día pudo decir a su hermana:

      – Mira, chica, ya tienes libre y sano lo que te queda, pero te advierto que no eres rica. Tienes, a lo sumo, veinte mil duros, más ocho mil que pertenecen a Juanito, por ser la herencia de su padre. Se acabaron, pues, las locuras. Ahora mucho orden y mucha economía, y así podrás ir tirando. Sobre todo, no cuentes conmigo en los apuros. Si fueras pobre te tendería la mano; pero tienes para comer, y a mí no me gusta amparar a los derrochadores. Se acabaron las berlinitas y los demás gastos con los que se aparenta lo que no se tiene. Una vida arreglada, gastando conforme a la renta, es lo decente y lo digno. Esa fanfarronería, ese afán de aparentar con cuatro cuartos lo que la gente llama «arroz y tartana», es ridículo… ¿lo entiendes bien? soberanamente ridículo.

      Doña Manuela sintióse impresionada por los consejos de su hermano, y por mucho tiempo los siguió escrupulosamente.

      Dedicóse a criar a sus hijos, es decir, a los hijos de su segundo matrimonio, pues el pobre Juanito siempre había sido tratado con falso cariño, con un desvío encubierto, como si doña Manuela quisiera vengar en el pobre chico el haber sido poseída por su difunto padre.

      Aquella mujer resultaba incomprensible. Al marido fiel y bondadoso apenas lo nombraba, como si su matrimonio hubiese sido de algunos días; y en cambio, de aquel calavera que tanto la hizo sufrir habíase forjado después de muerto una figura ideal, y ya que no de sus virtudes, hablaba a todos de su talento, pintándolo como un sabio ilustre, cuya ciencia no había podido apreciar el mundo.

      El pobre hijo de Melchor, con su carácter apocado y dulce y su afán de cariño, era el paria de la casa. El doctor, viéndole siempre callado, contemplando a su madre con estúpida adoración, había declarado que el niño era tan bruto como su padre, y cuando más, podría servir para el comercio. Y como el muchacho, por su parte, le tenía gran afecto a don Eugenio y cierta querencia a Las Tres Rosas, que era donde habían transcurrido los primeros años de su vida, de aquí que Juanito, a los trece años, entrase en la tienda como aprendiz distinguido, con la ventaja de comer y dormir en su casa.

      En cambio, los hijos del doctor Pajares gozaron una niñez rodeada de atenciones. Las dos hijas estuvieron hasta los catorce años en un colegio y Rafaelito fue dedicado al estudio, pues doña Manuela v quería hacer de él una lumbrera médica como su padre.

      Estas predilecciones irritaban a don Juan, que había sentido un afecto fraternal por su primer cuñado, trabajador infatigable como él y amigo del ahorro. Además, Juanito era su ahijado. Pero callaba viendo que la hermana seguía sus consejos económicos y— según sus palabras— no estiraba el pie fuera de la sábana.

      Pero llegó el momento en que las niñas se convirtieron en unas señoritas, conservando sus relaciones amistosas con sus antiguas compañeras de colegio, y doña Manuela sintió el afán de ostentación de toda madre que tiene hijas casaderas. Renovó su mobiliario, abandonó las modistas anónimas, y en su afán de no andar a pie, si no tuvo berlina y tronco como en sus buenos tiempos, compró una galera elegante y ligerita y tomó como cochero a Nelet, el hijo de la nodriza de Amparo, un bárbaro de la, huerta, a quien puso por condición no tutear a la señorita menor y olvidarse de que era su hermano de leche.

      – ¡Que rabie ese rancio!– decía doña Manuela, indignada al saber la furia con que su hermano había acogido tales reformas— . ¿Cree que toda la vida la hemos de pasar como unos miserables, con pan y cebolla y un vestido viejo?

      Don Juan también hablaba, y había que oírle.

      – Tu madre está loca— decía algunas veces a Juanito en la puerta de _Las Tres Rosas_— . Si esto sigue más tiempo, todos iréis a pedir limosna. ¡Ah, qué cabeza…! ¡Parece imposible que sea mi hermana! Para ella lo principal es aparentar, y del mañana que se acuerde el diablo. Lo que yo digo: «arroz y tartana…» y trampa adelante.

      III

      El primer día del año, a las ocho de la mañana, Concha y Amparo ya habían abandonado el lecho, extraña diligencia en ellas, que por lo común no se levantaban hasta las diez.

      Ligeritas de ropa a pesar de la estación, revoloteaban alegremente por su cuarto, que ofrecía el desorden del despertar, en torno de las dos camitas de inmaculada blancura, que en sus arrugadas sábanas guardaban el calor de los cuerpos jóvenes y ese perfume de salud y de vida que exhalan las carnes sanas y virginales.

      Gorjeaban alegremente, como pájaros que despiertan, pero sus trinos no podían ser más vulgares.

      – ¿Dónde estarán mis botinas?

      – Mis medias… me falta una.... ¿La has escondido tú?

      – ¡Ay, Dios…! ¡Tengo una liga rota!

      Y así continuaba el diálogo de exclamaciones sueltas, lamentos y protestas, mientras las dos jóvenes, en chambra y enaguas, mostrando a cada abandono rosadas desnudeces, iban de un lado a otro, como aturdidas por el ambiente cálido y pesado de la habitación cerrada.

      Luego pasaron al tocador, un cuartito en el que la luz de la ventana, después de resbalar sobre la luna biselada de un gran espejo, quebrábase en el cristal azulado o rosa de las polveras y los frasquitos de esencia. La pieza no era un modelo de curiosidad y delataba el desorden de una casa donde falta dirección. Los peines de concha guardaban enredadas en sus púas marañas de cabellos; muchos frascos estaban desportillados, y el blanco mármol tenía pegotes formados por el amasijo de gotas de esencia con los residuos de polvos.

      Las dos muchachas soltaron sus cabellos, largos y ondeantes como banderas; sacudiéronlos, haciendo caer sobre el mármol las horquillas como una lluvia metálica, y después, cual buenas hermanas, ayudáronse mutuamente en la difícil tarea del peinado de un día de ceremonia.

      La clara luna retrataba en su fondo ligeramente azulado las cabezas de las dos hermanas, con la cabellera suelta y vestidas СКАЧАТЬ