Arroz y tartana. Vicente Blasco Ibanez
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Название: Arroz y tartana

Автор: Vicente Blasco Ibanez

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ de una infidelidad, y acogió siempre al médico con una frialdad burlona. A pesar de esto, doña Manuela no quería consultar su voluntad ni revolver los recuerdos del pasado, pues sospechaba que todavía sentía algún afecto por aquel hombre.

      Un día murió el Fraile de apoplejía fulminante al convencerse de que en la quiebra de uno de sus corresponsales había perdido más de veinte mil duros.

      Sus negocios no marchaban bien en los últimos años de su vida. La industria de la seda iba arruinándose con la competencia que la hacían los franceses; uno tras otro se cerraban los talleres montados a la antigua que durante un siglo habían sostenido la supremacía industrial de Valencia, y don Manuel, que a pesar de su buen sentido comercial tenía empeño en mantener testarudamente la lucha con el exterior, sufrió grandes pérdidas y murió de un berrinche antes que la ruina viniese a coronar su desesperada resistencia.

      Setenta mil duros aproximadamente heredaron en dinero, géneros e inmuebles cada uno de los hijos del Fraile, y mientras el primogénito se quedó con la casa solariega, contento con su posición y dispuesto a aumentar lo heredado, doña Manuela, al verse rica, sólo pensó en salir de su estado de tendera.

      Para ella, la sociedad estaba dividida en dos castas: los que van a pie y los que gastan carruaje; los que tienen en su casa gran patio con ancho portalón y los que entran por estrecha escalerilla o por obscura trastienda. Quería subir, saltar de la clase de los parias dedicados al trabajo a la de las «personas decentes»; y con el imperio y la concisión de la señora absoluta que no admite réplicas, expuso a su marido el futuro plan de vida. Puesto que el dependiente mayor, Antonio Cuadros, se había casado con Teresa, la criada, y por tener algunos ahorrillos pensaba establecerse, que se quedara con la tienda y con don Eugenio, que quería acabar su vida agarrado a ella como una lapa. El precio del traspaso ya lo iría pagando Antonio poco a poco, y ellos levantarían el vuelo inmediatamente para ir a formar un nido en una gran casa cerca del Mercado, una finca soberbia, con ancho portal, gran patio, cuadras profundas, y en el piso superior magníficas habitaciones; inmuebles que el difunto Fraile había adquirido por poco dinero, prestando usurariamente a un conde tronado.

      Todo se realizó tal como lo dispuso doña Manuela, y ésta, a los pocos días, recordaba como un sueño la estancia de seis años en la tienda del Mercado, y se consideraba feliz pudiendo pasear en berlina por la Alameda y teniendo un lacayo a sus órdenes para enviar recaditos a las nuevas amigas, esposas de magistrados y militares, señoras a las cuales, por ser rica, trataba con aire protector.

      Lo único que la entristecía era su grandeza en el carácter del marido. ¡Pobre don Melchor! La riqueza purgábala como un delito, y su vida de rentista ocioso y de acompañante en paseos y ceremonias resultábale un infierno.

      Desde por la mañana tenía que endosarse el chaqué y el sombrero de copa, para estar dispuesto a acompañar a la señora; oíase llamar torpe a todas horas porque en las visitas cerraba la boca, o si la abría era para soltar ingenuidades y franquezas que recordaban su origen; y… ¡oh tormento insufrible! Su Manolita no le permitía jamás que se quitara los guantes y hasta quería que comiese con ellos, para ir— según ella decía— acostumbrándose a los usos de la gente elegante. ¡Y el diario paseo por la Alameda…! ¡Dios, qué sonrojo! Tenía ella empeño en entablar grandes amistades, y no pasaba cerca de su berlina autoridad o persona conocida sin que Melchor le saludase solemnemente con un sombrerazo hasta las rodillas, ruborizándose muchas veces al ver el gesto de extrañeza con que aquellas personas contestaban a la reverencia de un ente desconocido. Esto de que le mirasen como un pájaro raro no estaba en su carácter, pero tenía miedo a Manolita y a los iracundos pellizcos con que acogía sus desobediencias.

      ¡Pobre don Melchor! ¡Cuan caro le costaba ser esposo de una mujer hermosa y rica! Aburríase con el trato de unas personas a las que no podía entender, su esposa sólo le hablaba para proporcionarle nuevos tormentos, y únicamente se sentía feliz cuando, puesto de veinticinco alfileres, huía de casa, buscando en el Mercado a sus antiguos amigos.

      Aparentaba gran conformidad con su nueva posición. Amaba a Manolita y no quería decir la verdad sobre su carácter; pero con el astuto don Eugenio no valían disimulos.

      – Mira, muchacho, tú nos engañas. No, no eres feliz… aunque me lo jures. Tú tienes, como yo, sangre de comerciante, y el que nos saque de este mostrador y nuestras costumbres, nos mata. De seguro que ahora, siendo rico, levantándote tarde y paseando en carruaje, te acuerdas con envidia de los tiempos en que bajabas a barrer la tienda a las seis de la mañana y echabas un párrafo con las criadas que van a la compra. Yo sé bien lo que es eso.... ¡Ah! ¡Esa Manuela…! ¡Esa Manolita! El otro día se lo decía yo a su hermano. Ella te ha de matar, y ya estás en camino. Tú no puedes tirar con una vida así.... Jaula nueva, pájaro muerto.

      Y estas profecías fúnebres, que, dichas con franqueza, a lo aragonés, espeluznaban al infeliz Melchor, se iban cumpliendo poco a poco.

      Don Melchor languidecía visiblemente. Su buen humor había desaparecido junio con los colores de su cara; una obesidad grasosa y amarillenta hinchaba su cuerpo; y al fin, un año después de abandonar la tienda, murió sin que los médicos supieran con certeza su enfermedad. Fue cosa del hígado, del corazón o del estómago; sobre esto no se pusieron de acuerdo los doctores; lo único indiscutible fue que cayó lánguidamente y sin ruido, como esos pájaros a quienes el lazo traidor arranca del espacio para encerrarlos en una jaula.

      Fue un luto estrepitoso el de doña Manuela. Misas a centenares, funerales a toda orquesta, limosnas a porrillo, y lágrimas y lamentos que afortunadamente tenía el poder de evitar con sus frases chistosas el doctor don Rafael Pajares, quien, como médico de alguna fama, había sido llamado en los últimos días de la enfermedad del marido, lo que aumentó la languidez de éste y su desesperado desaliento.

      Ya sabía doña Manuela que no era muy correcta la presencia del antiguo novio en los primeros días de su viudez. Pero al fin era su primo, y trataba con tanto cariño al huérfano Juanito, con tales cosas sabía alegrar al pequeñín, que éste no podía pasar sin el tío Rafael.

      Quien más murmuraba contra tales visitas era don Juan, el hermano austero, huraño y de pulcra rectitud; pero sus quejas fueron, recibidas tan acremente, que acabó jurando no volver a poner los pies en aquella casa.

      Quedó el médico dueño del campo. Tan complaciente era, que para entretener al sobrino no vacilaba en despojarse de su dignidad profesional, y las criadas oían sonar en el salón una guitarra y la voz de don Rafael cantando las cancioncillas de sus buenos tiempos de estudiante. Primero sólo visitaba a la viuda por las tardes; después prolongó las entrevistas, saliendo de la casa a media noche; y por fin, llegó un día en que no salió.

      Don Eugenio y don Juan estaban escandalizados, diciéndose que el buen Fraile conocía perfectamente a su hija; y aunque los dos tenían poco afecto al médico, experimentaron cierta satisfacción al saber que la viuda y el primo se casaban apenas transcurriera el plazo marcado por la ley.

      A los tres meses de casados tuvieron una niña, Conchita; un año después un muchacho, al que pusieron por nombre Rafael, y por fin, la menor, Amparito, último fruto de unos amores que se extinguieron tras rápidas e intensas llamaradas.

      El matrimonio fue al poco tiempo de realizado un motivo de satisfacción para don Juan, que aunque no odiaba a su hermana se alegraba de sus desgracias, hijas de la imprevisión.

      El primo Rafael, amante rabioso de los placeres y obligado a reprimir sus deseos en la atmósfera de sórdida avaricia en que se había educado, lanzóse sin temor a saciar sus apetitos al verse dueño de la fortuna de su esposa. La supeditación amorosa de doña Manuela le hacía ser dueño absoluto de la casa, y no tardó en hacer sentir su tiranía.

      Egoísta hasta la brutalidad, era derrochador para СКАЧАТЬ