Название: 100 Clásicos de la Literatura
Автор: Луиза Мэй Олкотт
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9782380374124
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Debo contarte alguna cosa más, Víctor, sobre nuestro pequeño William. ¡Ojalá pudieras verlo! Está muy alto para su edad, y tiene unos ojos azules risueños y dulces, pestañas muy oscuras y el pelo rizado. Cuando sonríe, aparecen dos pequeños hoyuelos en sus mejillas, siempre rosadas y saludables… su barbilla le hace una carita preciosa. Después de esta descripción solo puedo decir que nuestras visitas dicen mil veces al día: «Demasiado guapo para ser un niño.» Ya ha tenido una o dos pequeñas novias, pero Louisa Biron es su favorita: es una niña preciosa de cinco años.
Y ahora, querido Víctor, supongo que te encantará saber algunos pequeños cotilleos sobre tus conocidos. La guapa señorita Mansfeld ya ha recibido las visitas de felicitación por su próximo matrimonio con un joven caballero inglés, John Melbourne. Su espantosa hermana Manon se casó el otoño pasado con el señor Hofland, el banquero rico. Y vuestro buen amigo del colegio, Louis Manoir, ha sufrido varias desgracias desde que Clerval partió de Ginebra. Pero ya ha recobrado el ánimo y se dice que está a punto de casarse con una francesa guapísima y muy alegre: madame Tavernier. Es viuda, y mucho mayor que Manoir, pero todo el mundo la admira y la aprecia.
Te he escrito con todo mi buen ánimo, querido primo, pero no puedo terminar sin preguntarte angustiada otra vez por tu salud. Querido Víctor: si no estás muy enfermo, escribe tú mismo y haz feliz a tu padre y a todos nosotros o… ni siquiera me atrevo a pensar en la otra posibilidad; ya estoy llorando… Escribe, mi querido Víctor.
Tu prima, que te quiere muchísimo,
ELIZABETH LAVENZA.
—¡Querida, querida Elizabeth…! —exclamé cuando hube terminado de leer su carta—. Escribiré inmediatamente y así aliviaré la angustia que deben de estar sintiendo.
Escribí, y la tarea me cansó muchísimo; pero mi recuperación había comenzado y continuaba satisfactoriamente: en otros quince días podría abandonar mi alcoba.
CAPÍTULO 9
Cuando me recuperé, uno de mis primeros cometidos fue presentar a Clerval a los distintos profesores de la universidad. Y al hacerlo, tuve que someterme a una suerte de tormentosos encuentros que reabrían las heridas que mi mente había sufrido. Desde aquella noche fatal —el final de mis trabajos y el principio de mis desgracias—, había anidado en mí una violenta antipatía por todo lo relacionado con la filosofía natural. Además, estando prácticamente recuperado, la simple visión del instrumental químico reavivaba toda la agonía de mis ataques nerviosos. Henry lo notó y apartó todos aquellos aparatos de mi vista; también cambió bastante mis aposentos, porque percibió que yo sentía aversión a la sala que antiguamente había sido mi taller. Pero aquellas precauciones de Clerval no sirvieron de mucho cuando visité a los profesores. Incluso el bueno del señor Waldman me torturó cuando elogió, con amabilidad y afecto, mis asombrosos avances científicos. Inmediatamente se dio cuenta de que me disgustaba la conversación; pero, ignorando cuál era la verdadera razón, atribuyó mis sentimientos a la modestia y me pareció evidente que cambiaba de asunto —de mis habilidades a la ciencia en general— con el deseo de captar mi interés. ¿Qué podía hacer yo? Él simplemente quería halagarme, pero solo conseguía atormentarme. Me sentí como si fuera colocando, uno a uno, ante mis ojos, todos aquellos instrumentos que iban a utilizarse posteriormente para darme una muerte lenta y cruel. Yo me retorcía con cada palabra suya, aunque no me atrevía a mostrar el dolor que sentía. Clerval, cuyas miradas y sentimientos siempre estaban prestos a descubrir de inmediato las emociones de los demás, no quiso hablar del tema, argumentando que no sabía nada de ello; y la conversación giró hacia otros asuntos de carácter general. Yo se lo agradecí en el alma, pero no dije nada. Vi claramente que estaba sorprendido, pero no intentó sonsacarme el secreto; y aunque yo lo quería con una mezcla de afecto y respeto sin límites, nunca me atreví a confesarle aquello que siempre estaba presente en mis pensamientos, porque temía que al explicárselo a otra persona solo consiguiera que dejara en mí una huella aún más profunda.
El señor Krempe no fue tan amable; y dada la condición de extrema sensibilidad, casi insoportable, en la que me encontraba entonces, sus encomios rudos y directos me causaron más dolor que la benevolente aprobación del señor Waldman.
—¡Maldito muchacho! —exclamó—. Señor Clerval: le digo a usted que nos ha sobrepasado a todos… Sí, sí: piense lo que quiera, pero de todos modos es la pura verdad. Un mozalbete que apenas hace tres años creía en Cornelio Agrippa tan firmemente como en el Evangelio, ahora se ha colocado a la cabeza de la universidad; y si no lo expulsamos pronto, nuestros puestos no estarán seguros… Sí, sí… —continuó, observando mi gesto de contrariedad—: el señor Frankenstein es muy modesto, una excelente cualidad en un hombre joven. Los jóvenes deberían ser más humildes, ya sabe a qué me refiero, señor Clerval; yo no lo era cuando era joven, pero eso se pasa cuando uno se hace mayor.
Entonces el señor Krempe comenzó un elogio de sí mismo y felizmente desvió la conversación de un asunto que verdaderamente me estaba matando.
Clerval no era un científico. Su imaginación era demasiado viva para implicarse en la minuciosidad de las ciencias. Los idiomas eran su principal interés, así que deseaba aprender lo necesario para continuar los estudios por su cuenta cuando regresara a casa. El persa, el árabe y el hebreo atrajeron su atención tan pronto como consiguió adquirir un perfecto dominio del griego y el latín. Por mi parte, la inactividad siempre me había disgustado, y ahora que deseaba huir de toda reflexión y me repugnaban mis antiguos estudios, encontré un gran alivio al convertirme en compañero de clase de mi amigo, y no hallé solo instrucción sino también consuelo en las obras de los autores orientales. Su melancolía es tranquilizadora y su alegría anima el alma hasta un grado que yo jamás había experimentado al estudiar a los escritores de otros países. Cuando uno lee sus textos, parece que la vida consiste en un cálido sol y jardines de rosas… en las sonrisas y los pucheros de una encantadora enemiga, y en la ardiente pasión que consume tu corazón. ¡Qué diferente de la viril y heroica poesía de Grecia y Roma!
El verano transcurrió en medio de aquellas ocupaciones, y mi regreso a Ginebra se fijó para finales de otoño; pero se retrasó por varios incidentes y llegó el invierno y la nieve, los caminos se pusieron intransitables y mi viaje hubo de aplazarse hasta la primavera siguiente. Lamenté muchísimo ese retraso, porque deseaba de todo corazón volver a ver mi ciudad natal y a mis seres queridos. Mi regreso solo se había retrasado tanto porque no deseaba dejar a Clerval solo en una ciudad extraña antes de que hubiera conocido a algunas personas. El invierno, de todos modos, transcurrió muy agradablemente; y aunque la primavera vino bastante tarde, su belleza compensó su tardanza. Ya se había cumplido el mes de mayo, y yo esperaba diariamente la carta que fijara la fecha de mi partida, cuando Henry me propuso una excursión a pie por los alrededores de Ingolstadt para que pudiera despedirme del país en el que había vivido durante tanto tiempo. Accedí con placer a su proposición: estaba deseoso de hacer un poco de ejercicio, y Clerval siempre había sido mi compañero favorito en las caminatas de este tipo que yo solía emprender por los paisajes de mi país natal. Aquella excursión duró quince días. Mi salud y mi ánimo se habían restablecido hacía tiempo y habían adquirido renovado vigor con el aire saludable, los pequeños incidentes habituales del camino y la conversación de mi amigo. El estudio me había hecho antisocial: había evitado cualquier relación con mis compañeros. Pero Clerval inspiraba los mejores sentimientos de mi corazón; de nuevo me enseñó a amar las formas de la Naturaleza y las encantadoras caritas de los niños. ¡Qué buen amigo! ¡Cuán sinceramente me quisiste e intentaste animar mi espíritu hasta que estuvo al nivel del tuyo! Un objetivo egoísta me había mutilado СКАЧАТЬ