100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт
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Читать онлайн книгу 100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт страница 52

Название: 100 Clásicos de la Literatura

Автор: Луиза Мэй Олкотт

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9782380374124

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СКАЧАТЬ muerte aparentemente había entregado a los cuerpos a la corrupción.

      Aquellos pensamientos me animaban mientras proseguía con mi tarea con un entusiasmo infatigable. Mi rostro había palidecido con el estudio y todo mi cuerpo parecía demacrado por el constante confinamiento. Algunas veces, cuando me encontraba al borde mismo del triunfo, fracasaba, aunque siempre me aferraba a la esperanza que me aseguraba que al día siguiente o incluso una hora después podría conseguirlo. Y la esperanza a la que me aferraba era un secreto que solo yo poseía; y la luna observaba mis trabajos a medianoche mientras, con una ansiedad incansable e implacable, yo perseguía los secretos de la vida hasta sus más ocultos rincones. ¿Quién podrá concebir los horrores de mi trabajo secreto, cuando me veía obligado a andar entre las mohosas tumbas sin consagrar o torturando animales vivos para conseguir insuflar vida al barro inerte? Me tiemblan las manos ahora y siento deseos de llorar al recordarlo; pero en aquel entonces un impulso irrefrenable y casi frenético me obligaba a continuar adelante; era como si hubiera perdido el alma o la sensibilidad para todo excepto para lo que perseguía. En realidad fue como un estado de trance pasajero que, cuando aquel antinatural estímulo dejó de actuar sobre mí, solo me procuró una renovada y especial sensibilidad tan pronto como regresé a mis viejas costumbres. Recogí huesos de los osarios y profané con mis impúdicas manos los secretos del cuerpo humano. En una sala solitaria —o más bien en un desván, en la parte alta de una casa, y separado de los otros pisos por una galería y una escalera— preparé el taller para mi repugnante creación; mis ojos se salían de sus órbitas y se clavaban en los diminutos detalles de mi trabajo. Los quirófanos y el matadero me proporcionaban la mayor parte de mis materiales, y a menudo sentía que a mi naturaleza humana le repugnaba aquella ocupación, pero, aún apremiado por la ansiedad que constantemente me acuciaba, proseguí con el trabajo hasta que prácticamente le di fin.

      Pasaron los meses de verano y yo seguía enfrascado, en cuerpo y alma, en mi único objetivo. Fue un verano maravilloso: los campos pocas veces habían ofrecido unas cosechas tan abundantes y los viñedos rara vez habían dado una vendimia tan exuberante. Pero mis ojos permanecían insensibles a los encantos de la naturaleza, y los mismos sentimientos que me forzaron a despreciar lo que ocurría a mi alrededor también me obligaron a olvidar a todos aquellos seres queridos que estaban muy lejos y a quienes no había visto desde hacía tanto tiempo. Yo sabía que mi silencio les inquietaba y recordaba perfectamente las palabras de mi padre: «Sé que mientras estés contento contigo mismo, pensarás en nosotros con cariño, y sabremos de ti regularmente. Y debes perdonarme si considero cualquier interrupción en tu correspondencia como una prueba de que también estás descuidando el resto de tus obligaciones.» Así que sabía perfectamente cuáles serían sus sentimientos; pero no podía apartar mi mente del trabajo, odioso en sí mismo, pero que se había apoderado irresistiblemente de mi imaginación. Era como si deseara apartar de mí todo lo relacionado con mis sentimientos o mis afectos, hasta que alcanzara el gran objetivo que había anulado toda mi vida anterior.

      En aquel momento pensé que mi padre sería injusto si achacara mi silencio a una conducta viciosa o a una falta de consideración por mi parte; pero ahora estoy convencido de que no se equivocaba en absoluto cuando pensaba que probablemente yo no estaba libre de toda culpa. Un ser humano que desea ser perfecto siempre debe mantener la calma y la mente serena, y nunca debe permitir que la pasión o un deseo pasajero enturbie su tranquilidad. No creo que la búsqueda del conocimiento sea una excepción a esta regla. Si el estudio al cual uno se entrega tiene una tendencia a debilitar los afectos y a destruir el gusto que se tiene por esos sencillos placeres en los cuales nada debe interferir, entonces esa disciplina es con toda seguridad perjudicial, es decir, impropia de la mente humana. Si esta regla se observara siempre —si ningún hombre permitiera que nada en absoluto interfiriera en su tranquilidad y en sus afectos familiares—, Grecia jamás se habría visto esclavizada, César habría conservado su patria, América habría sido descubierta más gradualmente y los imperios de México y Perú no habrían sido destruidos.

      Pero me he descuidado y estoy moralizando en la parte más interesante de mi relato; y sus miradas me recuerdan que debo continuar.

      Mi padre no me hacía ningún reproche en sus cartas, y solo hizo referencia a mi silencio preguntándome con más insistencia que antes por mis ocupaciones. Pasó el invierno, la primavera y el verano mientras yo permanecía ocupado en mis trabajos, pero yo no vi cómo florecían los árboles ni cómo se llenaban de hojas —y estos eran espectáculos que antes siempre me habían proporcionado un enorme deleite. Tan ocupado estaba en mi trabajo. Las hojas de aquel año se marchitaron antes de que mi trabajo se hubiera acercado a su final. Y cada día me mostraba claramente que lo estaba consiguiendo. Pero mi ansiedad amargaba mi entusiasmo y, más que un artista ocupado en su entretenimiento favorito, parecía un esclavo condenado a la esclavitud encadenada en las minas o a cumplir con cualquier otro trabajo infame. Todas las noches tenía un poco de fiebre y me convertí en una persona nerviosa, hasta extremos dolorosos… era un sufrimiento que lamentaba tanto más cuanto que hasta entonces yo había gozado siempre de una excelente salud y siempre había presumido de estabilidad emocional. Pero yo creía que el aire libre y las diversiones eliminarían pronto aquellos síntomas, y me prometí disfrutar de esos entretenimientos cuando finalizara mi creación.

      CAPÍTULO 7

      Una lluviosa noche de noviembre conseguí por fin terminar mi hombre; con una ansiedad casi cercana a la angustia, coloqué a mi alrededor la maquinaria para la vida con la que iba a poder insuflar una chispa de existencia en aquella cosa exánime que estaba tendida a mis pies. Era ya la una de la madrugada, la lluvia tintineaba tristemente sobre los cristales de la ventana, y la vela casi se había consumido cuando, al resplandor mortecino de la luz, pude ver cómo se abrían los ojos amarillentos y turbios de la criatura. Respiró pesadamente y sus miembros se agitaron en una convulsión.

      ¿Cómo puedo explicar mi tristeza ante aquel desastre…? ¿O cómo describir aquel engendro al que con tantos sufrimientos y dedicación había conseguido dar forma? Sus miembros eran proporcionados, y había seleccionado unos rasgos hermosos… ¡Hermosos! ¡Dios mío! Aquella piel amarilla apenas cubría el entramado de músculos y arterias que había debajo; tenía el pelo negro, largo y grasiento; y sus dientes, de una blancura perlada; pero esos detalles hermosos solo formaban un contraste más tétrico con sus ojos acuosos, que parecían casi del mismo color que las blanquecinas órbitas en las que se hundían, con el rostro apergaminado y aquellos labios negros y agrietados.

      Los diferentes aspectos de la vida no son tan variables como los sentimientos de la naturaleza humana. Yo había trabajado sin descanso durante casi dos años con el único propósito de infundir vida en un cuerpo inerte. Y en ello había empeñado mi tranquilidad y mi salud. Lo había deseado con un fervor que iba mucho más allá de la moderación; pero, ahora que había triunfado, aquellos sueños se desvanecieron y el horror y el asco me embargaron el corazón y me dejaron sin aliento. Incapaz de soportar el aspecto del ser que había creado, salí atropelladamente de la sala y durante largo tiempo estuve yendo de un lado a otro en mi habitación, incapaz de tranquilizar mi mente para poder dormir. Al final, una suerte de lasitud triunfó sobre el tormento que había sufrido, y me derrumbé vestido en la cama, tratando de encontrar unos instantes de olvido. Pero fue en vano; en realidad, sí dormí, pero me vi acosado por horrorosas pesadillas. Veía a Elizabeth, tan hermosa y joven, caminando por las calles de Ingolstadt; encantado y sorprendido, yo la abrazaba; pero cuando le daba el primer beso, sus labios palidecían con el color de la muerte; sus rasgos parecían cambiar, y pensaba que estaba sosteniendo en brazos el cadáver de mi madre muerta; una mortaja envolvía su cuerpo, y veía cómo los gusanos de la tumba se retorcían en los pliegues del lienzo. Me desperté sobresaltado y horrorizado: un sudor frío cubría mi frente, los dientes me castañeaban y tenía convulsiones en los brazos y las piernas, y entonces, a la pálida y amarillenta luz de la luna, que se abría paso entre los postigos de la ventana, descubrí al engendro… aquel monstruo miserable que yo había creado. Apartó las cortinas de mi cama y sus ojos… si es que pueden llamarse ojos, se clavaron en mí. Abrió la mandíbula y susurró algunos sonidos incomprensibles СКАЧАТЬ