Название: 100 Clásicos de la Literatura
Автор: Луиза Мэй Олкотт
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9782380374124
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—Necesita mucho consuelo —contestó Ernest—. Se culpa de haber causado la muerte de mi hermano, y eso la hace muy, muy desgraciada; pero desde que se ha descubierto al asesino…
—¿Se ha descubierto al asesino? —exclamé—. ¡Dios bendito! ¿Cómo puede ser? ¿Quién se atrevió a perseguirlo? Es imposible; ¡sería tanto como intentar atrapar los vientos o contener un torrente de la montaña con una rama!
—No sé qué quieres decir… —replicó Ernest—. Pero a todos nos entristeció cuando la descubrieron. Nadie podía creerlo al principio; y ni siquiera ahora Elizabeth está totalmente convencida, a pesar de todas las pruebas. En efecto, ¿quién podría imaginar que Justine Moritz, que había sido tan amable y tan cariñosa con toda la familia, podría llegar a ser tan malvada?
—¡Justine Moritz…! —grité—. ¡Pobre, pobre muchacha! ¡Así que la han acusado a ella…! Pero… es una equivocación; todo el mundo tiene que darse cuenta de eso. Nadie puede creerlo, ¿verdad, Ernest?
—Nadie lo creía al principio —dijo mi hermano—, pero se descubrieron varias circunstancias que nos obligaron a convencernos; y su propio comportamiento ha sido tan confuso y añade tal relevancia a las pruebas mostradas que, me temo, no deja lugar a dudas; la juzgarán hoy, así que podrás saberlo todo.
Me contó que la mañana en que se descubrió el asesinato del pobre William, Justine se puso enferma y se quedó en cama; y, varios días después, una de las criadas, cuando por casualidad revisaba el vestido que había llevado la noche del asesinato, descubrió en su bolsillo el retrato de mi madre, que hasta entonces se consideraba el móvil del crimen. La criada inmediatamente se lo mostró a uno de los otros criados, quien, sin decir ni una palabra a ninguno de la familia, fue al magistrado, que ordenó apresar a Justine. Cuando fue acusada de los hechos, su extrema confusión confirmó en gran medida la sospecha.
Era una historia extraña, pero no me convenció; y contesté con vehemencia:
—¡Estáis todos equivocados! ¡Yo conozco al asesino! Justine… pobre, pobre Justine, es inocente.
En ese instante entró mi padre. Vi la tristeza profundamente grabada en sus facciones, pero intentó darme la bienvenida cordialmente y, después de intercambiar tristes saludos, habría hablado de cualquier otra cosa que no fuera nuestra tragedia, si no hubiera exclamado Ernest:
—¡Dios bendito, papá! Victor dice que sabe quién asesinó al pobre William…
—Nosotros también, desgraciadamente —contestó mi padre—; y, desde luego, habría preferido no saberlo en vez de descubrir tanta depravación e ingratitud en una persona a la que tenía en gran estima.
—Querido padre —exclamé—, estáis equivocados. ¡Justine es inocente…!
—Si lo es —replicó mi padre—, que Dios impida que la condenen como culpable. Hoy la juzgarán, y espero, espero sinceramente, que la absuelvan.
Aquellas palabras me tranquilizaron. Estaba firmemente convencido en mi interior de que Justine, es más, de que ningún ser humano era culpable de aquel crimen. Así pues, no temía que pudiera aportarse ninguna prueba circunstancial con la suficiente fuerza como para inculparla; y con esta seguridad, me tranquilicé, esperando el juicio con inquietud pero sin augurar un mal resultado.
CAPÍTULO 12
Elizabeth pronto se reunió con nosotros. El tiempo había operado grandes cambios en su aspecto desde la última vez que la había visto. Cinco años antes era una muchacha bonita y alegre, a quien todos querían y mimaban. Ahora era una mujer tanto en la estatura como en la expresión de su rostro, que me pareció absolutamente adorable. Su frente, despejada y amplia daba cuenta de una sobrada inteligencia unida a una gran franqueza. Sus ojos eran avellanados y denotaban una extraordinaria dulzura, ahora mezclada con la tristeza por las recientes penas. Sus cabellos tenían un oscuro color castaño rojizo; su tez era blanca, y su figura, ligera y graciosa. Me saludó con todo el cariño.
—Tu llegada, mi queridísimo primo —dijo—, me llena de esperanza. Quizá descubras algún medio de demostrar la inocencia de mi pobre Justine. Ay, Dios mío… Si la culpan de asesinato, ¿quién podría estar seguro? Confío en su inocencia con tanta certeza como en la mía propia. Esta desgracia es el doble de cruel para nosotros. No solo hemos perdido a nuestro querido niño, sino que, además, un destino aún más cruel nos va a arrebatar a esta muchacha, a quien sinceramente aprecio. ¡Oh, Dios! Si la condenan, no volveré a saber qué es la alegría jamás. Pero no la condenarán, estoy segura de que no la condenarán; y volveré a ser feliz de nuevo, a pesar de la triste muerte de mi pequeño William.
—Es inocente, mi querida Elizabeth —dije—, y se demostrará; no temas nada, y tranquiliza tu espíritu con el convencimiento de que va a ser absuelta.
—¡Qué bueno eres! —contestó Elizabeth—. Todos los demás creen que es culpable, y eso me hace muy desgraciada; porque yo sé que eso es imposible, y ver a todos los demás tan decididamente predispuestos contra ella me hacía sentir perdida y desesperada.
Comenzó a llorar.
—Mi dulce sobrina —dijo mi padre—, seca tus lágrimas; si es inocente, como crees, confía en la justicia de nuestros jueces y en mi firme decisión de impedir que haya la más mínima sombra de parcialidad.
Pasamos unas horas muy tristes hasta las once, cuando estaba previsto que comenzara el juicio. Puesto que el resto de la familia estaba obligada a asistir en calidad de testigos, los acompañé al tribunal. Durante toda aquella maldita farsa de juicio, sufrí una verdadera tortura. Se iba a decidir si el resultado de mi curiosidad y mis experimentos ilegales eran la causa de la muerte de dos de mis seres queridos: el primero, un niño alegre, inocente y lleno de alegría; la otra, asesinada de un modo aún más terrible, con todos los agravantes de una infamia que podría hacer que aquel asesinato quedara registrado para siempre en los anales del horror. Justine también era una buena muchacha y poseía cualidades que le auguraban una vida feliz; ahora todo iba a quedar destruido y olvidado en una ignominiosa tumba… ¡y yo tenía la culpa! Mil veces me habría confesado culpable del crimen que se le achacaba a Justine; pero yo estaba ausente cuando se cometió, y una declaración semejante se habría considerado como la locura de un necio y ni siquiera podría exculpar a la que iba a ser castigada por mí.
Justine parecía tranquila. Iba vestida de luto; y sus facciones, siempre atractivas, se habían tornado exquisitamente hermosas por la gravedad de sus sentimientos. Incluso parecía confiar en su inocencia y no temblaba, aunque había muchas personas mirándola e insultándola. Toda la piedad que su belleza podría haber suscitado en los demás fue arrasada por el recuerdo de la enormidad que, se suponía, había cometido. Estaba tranquila, aunque su tranquilidad era evidentemente forzada; y como su confusión se había aducido anteriormente como una prueba de su culpabilidad, se esforzaba en mantener una apariencia de serenidad. Cuando entró en la sala del tribunal, miró a su alrededor e inmediatamente descubrió dónde estábamos sentados. Las lágrimas parecieron enturbiar su mirada, pero se recobró, y una mirada de triste cariño pareció atestiguar su irrefutable inocencia.
El juicio comenzó; y después de que el abogado hubiera sentado los cargos contra ella, se llamó a varios testigos. Algunos hechos casuales se confabularon contra ella, lo cual habría asombrado a cualquiera que no tuviera una СКАЧАТЬ