El doctor Thorne. Anthony Trollope
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Название: El doctor Thorne

Автор: Anthony Trollope

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Ópera magna

isbn: 9788432160806

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СКАЧАТЬ Si algo malo le ocurriera a él, ella lloraría como si fuera su hermano. No debe, por tanto, suponerse que, cuando Frank Gresham le dijo que la amaba, ella le oyera indiferente.

      Tal vez Frank no se había declarado con el lenguaje apropiado para tales escenas. Las damas pueden pensar que su manera infantil de hacerlo impidió a Mary tomar en serio el asunto. Su «¿sí? ¿no? ¿sí? ¿no?» no parece el rapto poético de un enamorado inspirado. Pero, no obstante, había habido calidez y una verdad en sí nada repulsiva. Y el enfado de Mary —¿enfado?, no, enfado no—, los reparos de Mary a su declaración no se basaban probablemente en el absurdo lenguaje de su enamorado.

      Nos sentimos inclinados a creer que estas cuestiones no siempre las discuten los amantes mortales con la fraseología poéticamente apasionada que en general se considera apropiada a la hora de describirlas. Nadie puede describir bien lo que no ha oído ni visto nunca, pero acuden a la mente del autor las palabras y los hechos de la única escena que una vez vio. La pareja no era en modo alguno plebeya o inferior al nivel de buena cuna y educación; era una bonita pareja, que vivía entre gente educada, en todos aspectos como deberían ser dos enamorados. Así se desarrolló el fundamental diálogo. El escenario de esta apasionada escena era la orilla del mar, por donde andaban un día de otoño:

      Caballero. —Bien, señorita..., se lo digo en dos palabras: heme aquí; tómeme o déjeme.

      Dama. —(jugando en la arena con la sombrilla, de modo que las gotas saladas saltaban de un lado a otro) Le ruego que no diga tonterías.

      Caballero. —¡Tonterías! ¡Dios! Si no son tonterías: vamos, Jane, aquí me tiene. Vamos, dígame algo.

      Dama. —Sí, supongo que puedo decir algo. Caballero. —Bien, dígame: ¿me toma o me deja?

      Dama. —(muy despacio y con voz apenas clara, siguiendo adelante, a la vez, con su trabajo de ingeniería a escala más amplia) Bien, no quiero exactamente dejarle.

      Y así se decidía el asunto: se decidía con propiedad y satisfacción para ambos y tanto la dama como el caballero creían, si hubieran pensado en ello, que este momento, el más dulce de su vida, estaba bendecido por toda la poesía que tales momentos deberían poseer.

      En cuanto Mary hubo calmado, según creía, al joven Frank, cuyo ofrecimiento amoroso sabía que era, en esa etapa de sus vidas, un absurdo completo, halló que necesitaba también calmarse ella. ¿Cabría mayor felicidad que la aceptación de tal amor, si la verdadera aceptación estuviera justa y sinceramente a su alcance? ¿Qué hombre era más digno de amar que ese hombre que dejaba de ser un muchacho? ¿No le amaba ella, no le amaba ya, sin necesidad de esperar cambio alguno? ¿No sentía un algo en él, y en ella también, que les hacía el uno para el otro? Sería tan hermoso ser la hermana de Beatrice, la hija del hacendado, pertenecer a Greshamsbury y formar parte del lugar.

      Sin embargo, aunque no pudiera evitar estos pensamientos, ni por un momento se le ocurrió tomar en serio la oferta de Frank. A pesar de que era ya una mujer, él era aún un muchacho. Tenía que ver mundo antes de centrarse y cambiaría su decisión cientos de veces antes de casarse. Además, aunque a ella no le gustase Lady Arabella, sentía que debía algo, si no a su bondad, al menos a su paciencia y sabía, sentía en su fuero interno, que se equivocaría, que todos dirían que se equivocaba, que su tío pensaría que se equivocaba, si se aprovechaba de lo que le había pasado.

      No tuvo ni un instante de duda. Ni un instante contempló la posibilidad de convertirse en la señora Gresham porque Frank se lo hubiera propuesto. No obstante, no podía evitar pensar en lo que había ocurrido, pensar en ello mucho más que el mismo Frank.

      Al cabo de un día o dos, la tarde anterior al cumpleaños de Frank, Mary se hallaba a solas con su tío, andando por el jardín trasero de la casa, y probó a hacerle preguntas con el fin de enterarse de si ella era adecuada, por su nacimiento, para convertirse en la esposa de alguien como Frank Gresham. Solían pasear juntos cuando él se encontraba en casa las tardes del verano. No era muy frecuente, porque sus horas de trabajo eran muchas, es decir, entre el desayuno y la cena, pero los minutos que pasaban juntos los consideraba el médico como los más agradables de su vida.

      —Tío —dijo ella al cabo de un rato—, ¿qué opinas de la boda de la señorita Gresham?

      —Bueno, Minnie —tal era el nombre cariñoso con que se dirigía a ella—, no es que pueda decir que lo haya pensado mucho, ni creo que nadie lo haya hecho.

      —Ella sí debe pensarlo, claro, y él también, supongo.

      —No estoy seguro de eso. Alguna gente nunca se casaría si se molestara en pensarlo.

      —¿Por eso no te has casado tú, tío?

      —O por eso o por pensarlo mucho. Lo uno es tan malo como lo otro.

      Mary no había logrado llegar a la cuestión aún, así que tuvo que desviarse y volver a empezar.

      —Pues he estado pensándolo, tío.

      —Eso está muy bien y me ahorrará la molestia, y a la señorita Gresham también. Si lo has pensado bien, bastará.

      —Creo que el señor Moffat es alguien sin familia.

      —Arreglará esa situación cuando tenga una esposa.

      —No seas ganso, tío. Y lo que es peor, un ganso muy provocativo.

      —Sobrina, tú eres otra gansa. Y lo que es peor, una gansa muy tonta. ¿Qué nos importa a ti y a mí la familia del señor Moffat? El señor Moffat tiene algo que le sitúa por encima del honor familiar. Es un hombre muy rico.

      —Sí —dijo Mary—, sé que es rico y supongo que un hombre rico lo puede comprar todo, excepto una mujer que valga la pena.

      —Que un hombre rico lo pueda comprar todo —dijo el médico— no significa que el señor Moffat haya comprado a la señorita Gresham. No me cabe la menor duda de que son tal para cual —añadió con aires de autoridad decisiva, como si diera por acabado el asunto.

      Pero su sobrina estaba decidida a no dejarle terminar.

      —Veamos, tío —dijo—, sabes que estás fingiendo tener sabiduría mundana, lo que, al fin y al cabo, no es sabiduría para ti.

      —¿Lo crees así?

      —Sabes que sí. Y en cuanto a lo impropio de discutir la boda de la señorita Gresham...

      —Yo no he dicho que fuera impropio.

      —Ya lo creo. Claro que pueden discutirse estas cosas. ¿Cómo podemos formarnos una opinión si no es mirando las cosas que nos rodean?

      —Ahora me vas a reñir.

      —Querido tío, ponte serio conmigo.

      —Entonces, con seriedad, espero que la señorita Gresham sea muy feliz como señora Moffat.

      —Sé que así lo esperas y yo también. Tengo esa esperanza aunque no tengo motivos para esperarlo.

      —La gente siempre tiene esperanzas sin motivos.

      —Bueno, entonces así lo espero. Pero, tío...

      —¿Sí, querida?

      —Quiero СКАЧАТЬ