Название: Arriva Italia
Автор: Marcos Pereda
Издательство: Bookwire
Жанр: Сделай Сам
isbn: 9788412277678
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Si la veías desde fuera Villa Triste parecía cualquier cosa menos una cárcel. Situada en las afueras de Florencia, número 67 de Vía Bolognese, su imponente construcción en arenisca amarilla había sido lugar de reposo para abogados, políticos y escritores. Largos pasillos, habitaciones enormes… todo hablaba de un pasado refulgente que ahora se encontraba sumido en el caos. El apelativo de Villa Triste había sido impuesto por los vecinos de Florencia, que sabían lo que allí ocurría. Otros, menos poéticos, le decían «La Casa de los Gritos»…
Mientras Bartali cruza el enorme patio en dirección a la puerta principal puede contemplar una hilera de ventanas bajas, ahora enrejadas, que cercan habitaciones convertidas en pequeñas celdas. Fija la mirada en el suelo, intenta no oír. Pero escucha, escuchará durante mucho tiempo.
La entrada a Villa Triste es amplia, espaciosa, y dirige directamente tanto al despacho de Carità como a la «sala de interrogatorios». Pero quienes llegan a ese lugar no lo hacen por el camino más corto. No. El Mayor es sádico, el Mayor es inteligente, muy inteligente, y sus órdenes son claras. Si alguien viene a contar cosas mejor mostrarle qué les ocurre a quienes tardan en contarlas. Así que todos los prisioneros, incluido Bartali (a estas alturas tiene pocas dudas de su condición de rehén), son conducidos primero al sótano, a las antiguas bodegas donde se almacenaba el delicioso chianti en un pasado de paz, tiempo donde por aquellos muros rebotaban las risas. Allí Bartali se encuentra sumido en una penumbra casi absoluta. Cuando sus ojos se acostumbran alcanza a distinguir manchas (de sangre, son manchas de sangre) en el suelo, en las paredes. El olor es dulce y algo rancio, con un punto ferroso. Bartali no lo llegará a ver, pero en una sala a pocos metros de él hay una mesa triangular de madera con correas en sus extremos, donde Carità ata a los prisioneros y les dibuja mapas de carne abierta sobre sus cuerpos con material quirúrgico robado. Del mismo sitio, dicen, ha sacado esa máquina de electroshock con la que juguetea a electrocutar invitados. Herramientas de carpintería con bordes rojizos, martillos con astillas de huesos incrustadas sobre el metal, gotas de cera encarnada sobre el suelo… Todos hablan, al final todos hablan.
Llevan a Bartali a una sala enorme, ceremonial, aquella donde antaño se celebraban las grandes cenas. Allí es el mismo Carità quien hace sus preguntas, quien gusta de fingir ejecuciones a prisioneros, apretando el gatillo de un arma descargada ante sus ojos, entre risas y gritos simiescos de los compinches. Allí es, también, donde un enorme piano ameniza esas pequeñas fiestas, auténtico jolgorio de malvados sin paz. Uno de la Banda tiene dedos largos y finos, que lo mismo acarician teclas de marfil que sacan globos oculares con cucharas de postre, y a todos les gusta tararear música mientras pasan el tiempo entre gritos y olor a excrementos. «Canciones típicas napolitanas y la Sinfonía inacabada de Schubert… nada mejor para no escuchar los absurdos lloros de los más débiles».
Dejan a Gino con sus pensamientos, con sus miedos, sus certezas, sus lamentos. Lo dejan allí, unos minutos, para que se vaya cociendo en dudas, en debilidad, para que acabe teniendo ganas de confesarlo, de confesarlo todo y terminar para siempre con el sufrimiento que aún no ha empezado pero, sabe, solamente se demora. Carità es astuto, juega con la psicología, su mente enferma es lúcida para enterrar sus dedos en la de los demás, para comprender que no hay mayor horror que el horror que ha de venir. Allí dejan a Gino, esperando, junto a una mesa donde hay unas cartas, cartas a su nombre, cartas que iban dirigidas a Bartali y que han sido interceptadas por los perros de Carità. Gino ojea. Una viene sellada desde el Vaticano. Empieza a sudar como si estuviera en mitad del Galibier, en ese pico lejano y agreste que ahora le parece tan deseable. Si tiene que morir que sea con dignidad, si tiene que irse que sea con esa visión, la de sus queridas montañas, en la mente.
Mario Carità tiene boca de rana y ojos fríos, gélidos, color de agua estancada. Entra casi al galope en la estancia, gritando blasfemias contra la Iglesia católica, buscando que Bartali pierda la tranquilidad. Carità es listo, muy listo. Coge una de las cartas que hay sobre la mesa, la abre y lee su contenido. En ella se agradece a Bartali su «ayuda». Entonces mira al ciclista y clava en él sus iris de hielo. Habla en voz baja, contenida, esa forma de hablar que resulta más estridente que los gritos.
Enviaste armas al Vaticano, dice Carità. Él no puede saberlo, seguramente jamás lo sabrá, pero en aquel momento Gino Bartali suspira. Así que es eso. Nada de Asís, nada de los Goldenberg, nada de documentos escondidos en su bicicleta. Es solo eso. Siente renacer su esperanza. Quizá… quizá pueda salir de Villa Triste con vida.
Responde sereno que no. Que esa carta no agradece el envío de armas o de municiones, sino de azúcar, café y harina. Ayuda humanitaria, en suma, justo cuando la Humanidad se tambalea. Nunca envié armas, dice Bartali, ni siquiera sé disparar. Cuando estuve en el ejército mi pistola estaba siempre descargada. Y como el hombre es un ser maravilloso, como es tan complejo, tan libre, tan impredecible, el asustado Bartali sonríe, sonríe al recordar a su supervisor militar en Trasimeno durante el servicio, un miembro del Fascio llamado Olesindo Salmi, que siempre le reprobaba su torpeza para esos quehaceres. Bartali sonríe al pensar en Salmi, y Carità lee en esa sonrisa una burla.
No es verdad, estás mintiendo, dice el Mayor. Quizá un tiempo tranquilo te haga poner en orden tus recuerdos, mueca de crueldad en su enorme boca. A un gesto suyo aparecen dos miembros de su banda. Arrastran a Bartali hasta una celda en el sótano, lo arrojan allí.
Gino no duerme. De vez en cuando unos gritos desgarradores cruzan los muros y vienen a turbar el poco descanso que se puede encontrar en aquel sitio. Recuerda las leyendas (¿pero son solo leyendas?) que se dicen en Florencia sobre Villa Triste, las que hablan de torturas, de cigarrillos apagados en los ojos de prisioneros, orejas clavadas a tablas con puntas llenas de óxido, bocas abiertas sobre las que se vierte aceite hirviendo. Y aquella noche, como la siguiente y la siguiente, Gino Bartali cierra los párpados e intenta ponerle rostro y vida a cada uno de los aullidos que rasgan su alma. Se quedarán a vivir allí hasta el final de sus días.
Al tercer día un cansado y hambriento Gino es llevado de nuevo a la gran sala con mesa de madera. Allí está Mario Carità, vuelve a preguntar por las armas del Vaticano. El toscano lo niega, tan solo envió harina, café, azúcar. Fueron unos granjeros amigos suyos quienes lo pidieron y él no se pudo negar. Carità ríe en su cara. ¿Pretendes hacerme creer que por enviar un poco de harina te han enviado una carta desde la mismísima habitación del Papa? Entonces Gino explota. Está exhausto, sus nervios rotos después de tres madrugadas escuchando todo tipo de pesadillas, imaginando tormentos, pensando que él será el siguiente. No tiene nada que perder porque siente que todo lo ha perdido. Y se permite un último ramalazo de dignidad. Puedes probarlo tú mismo, Mayor, espeta. Te enseñaré cómo. Dame unos cuantos kilos de azúcar y de harina, haré un paquete y lo enviaré al Vaticano con tu nombre. Ya verás como el Santo Padre te enviará también una carta de agradecimiento. Carità enmudece, su rostro se vacía por completo de sangre. Ese insolente, ese absurdo bastardo insolente. El gesto crispado, la mano temblorosa. Ya está, es el fin, piensa Gino. Y entonces, como sucede casi siempre en la vida de Bartali, una historia se convierte en novela.
Uno de los lugartenientes de Carità, uno de sus hombres más cercanos, surge de entre las sombras. Ha estado observando la escena, procurando que el ciclista no lo viese. Y habla. Si Bartali dice café, azúcar y harina es café, azúcar y harina. Bartali no miente.
Gino alza el rostro y cree reconocer al nuevo interlocutor. Pelo negro, rapado al estilo militar. Es Olesindo Salmi, antiguo instructor en el ejército, el mismo que se desesperaba por su torpeza con las armas, quien permitió al campeón usar bici en lugar de moto para llevar mensajes. Si Bartali lo dice, es así, repite. Carità lo mira. Respeta a ese hombre, un camisa negra de vieja filiación, СКАЧАТЬ