Название: Arriva Italia
Автор: Marcos Pereda
Издательство: Bookwire
Жанр: Сделай Сам
isbn: 9788412277678
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Al día siguiente el país declara la guerra a Francia e Inglaterra y entra definitivamente en la Segunda Guerra Mundial.
UN SCHINDLER A PEDALES
Con amor o con odio
pero siempre con violencia.
Cesare Pavese. El Oficio de Vivir.
Cuando empieza la Segunda Guerra Mundial Gino Bartali es, sin lugar a dudas, el mejor ciclista del mundo, el más popular, aquel elegido por los dioses para amasar un palmarés como nunca antes se había visto. Es, además, un hombre que ha conseguido zafarse de los intentos fascistas por politizar sus victorias, quien se ha negado, gentil pero firmemente, a ponerse la camisa negra a vuelta de sus grandes éxitos franceses. Él, Gino, se mantuvo fiel a sus ideas, a su religión, a su propia personalidad, y no ha permitido que músculos, rostro y sonrisa pudieran ser utilizados para ejemplificar algo que no siente como propio. Es hombre piadoso, sí, es hombre de derechas, pero no es un fascista, y eso, lo vimos antes, le acabará provocando algunos problemas.
Pero, en mitad de la guerra, en el mismo corazón del mayor conflicto que jamás haya contemplado la Humanidad, a Gino Bartali se le ocurrió ser otra cosa, se le ocurrió ser un héroe. Forzado por las circunstancias, claro, empujado por viejas lealtades, por amistades forjadas desde joven, pero héroe al fin y al cabo. Porque cuando todos podían haberse negado él dijo «sí», y cuando todos hubieran temido él siguió pedaleando, siempre furioso, siempre convencido, más allá de donde lógica y prudencia aconsejaban. Muchos se escondieron, pero Gino Bartali dio un paso al frente, y seguramente cientos de personas deben sus vidas al potente movimiento de sus piernas sobre la bicicleta. Y si eso no te convierte en un héroe yo ya no sé qué puede hacerlo…
El nueve de octubre de 1940, pocos meses después de que Italia entre en la Segunda Guerra Mundial (una gran catástrofe se avecina, dicen que dijo Bartali al enterarse de la noticia), el joven Gino es requerido para hacer el servicio militar y queda, oficialmente, movilizado. Viajará a unos barracones cerca del Lago Trasimeno, allí donde la genialidad de Aníbal derrotó a los romanos, no muy lejos de «su» Florencia. Bartali tiene suerte, ya que uno de sus superiores, Olesindo Salmi (quédense con el nombre), es un aficionado al ciclismo que idolatra al toscano y permite dos prebendas fundamentales para el del Legnano: portar pistola y fusil descargado (Bartali odia las armas y tiene temor reverencial por ellas) y realizar entregas de documentos entre los diferentes cuarteles en bicicleta en lugar de en moto, lo que le permite seguir un cierto entrenamiento. Aunque fuese de aquella manera.
Esta situación cambiará en septiembre de 1943, cuando tras el desembarco anglo-americano en Sicilia, el Gran Consejo Fascista destituya a Mussolini de todas sus funciones y el rey de Italia negocie la paz con los Aliados. De un día a otro el rostro del Duce desaparece de cuadros, pintadas y libros en todos los pueblos del país, calles con su nombre cambian placas y los presos del fascismo abandonan las cárceles. Italia se abandona a una especie de alivio durante varias horas, una euforia que, seguramente, añadirá crueldad a lo que más tarde vendrá. En pocas palabras: Mussolini es liberado por paracaidistas alemanes y retoma el gobierno de lo que se ha convertido, de facto, en estado títere de los nazis, uno que ocupa el tercio norte de Italia y es denominado República Social Italiana. En este contexto los soldados que habían sido licenciados vuelven a recibir la llamada del ejército (el fascista) para reincorporarse a filas y ayudar a los alemanes frente al empuje aliado. La idea es insostenible para muchos de ellos, y un número indeterminado deserta. Más de 640 000 de estos desertores serán capturados e internados en campos de prisioneros, donde unos 30 000 fallecen. Otros se enrolan en los grupos partisanos de resistencia que se van conformando poco a poco en el septentrión italiano. Los habrá que, también, cambien de domicilio para intentar burlar a las autoridades y no tener que vestirse de nuevo de militares. Este será el caso de Gino Bartali.
Después de hablar con Armando Sizzi, un primo suyo que se convirtió en esta época en hombre de confianza, Gino decide viajar con su familia a Nuvole, pequeña localidad situada en las montañas cerca de Perugia, a unos 100 kilómetros de Florencia. Allí, y tras ver que su popularidad no le permite ser un personaje anónimo bajo ninguna circunstancia, decide volver a donde los Medici. Lo que no sabe es que la mayor aventura de su vida, esa que le lleva a los extremos más brutales de peligro y humanidad, está a punto de comenzar.
Otoño de 1943, el teléfono de Gino Bartali suena. Cuando el ciclista lo descuelga, una voz profunda y admonitoria saluda. Hola, Gino, soy el cardenal Elia Dalla Costa. Dalla Costa es arzobispo de Florencia y viejo amigo de Bartali, por lo que este comienza la clásica charla insustancial. Al menos todo lo insustancial que puede ser una charla en aquella Italia de 1943. El otro interrumpe. Su tono es casi susurrante, sus palabras crípticas. Quiere verle, sí, en la mismísima residencia arzobispal, será dentro de unos días. No, no puede darle más detalles. Sí, es urgente, muy urgente. La llamada se corta, Bartali queda preocupado.
Para llegar al lugar de la cita Bartali coge, claro, su bici y atraviesa los restos de una ciudad que ha empezado a sentir los efectos de la guerra después de un furioso bombardeo aliado. Ha destrozado la estación de ferrocarriles, sí, pero también mató a doscientos civiles y dejó sin hogar a varios miles. Florencia, su Florencia, es ahora un lugar que combina el lujo del pasado y la miseria del presente, y donde las familias empiezan a acampar en los parques de grandes palazzos para evitar que un edificio entero se les caiga encima cualquier noche.
Gino llega al Palacio Arzobispal, construcción renacentista de piedra amarilla que recuerda, orgullosa, el momento en el que Florencia fue el centro del mundo. Allí le recibe Giacomo Meneghello, sacerdote alto y de pelo blanquísimo, flemático, que es secretario del cardenal. Deja aquí la bici, Gino, nadie te la llevará. Nosotros debemos ir al despacho de Su Eminencia. La bicicleta, instrumento clave de toda esta historia, queda posada sobre una de aquellas columnas que podrían contar, si las dejasen, cotilleos de los Uffizi o los Medici.
Dalla Costa tiene 71 años, es alto, extremadamente delgado y posee ojos que parecen penetrar a quien los mira. En aquel tiempo era uno de los hombres fuertes de la Iglesia católica en Italia (había sonado incluso como sucesor de Pio XI) y Gino Bartali lo considera más que un amigo, casi un mentor personal. Por eso acude raudo a su llamada, y por eso se sorprende cuando el arzobispo, gravemente, le dice que quiere hablar de los Judíos Florentinos.
Unos años antes, el mismo día que Gino Bartali sufría su loca jornada pirenaica en el Tour de Francia de 1938, la vida de los judíos en Italia había cambiado para siempre. Ese 15 de julio se publicaba de forma anónima en el periódico Giornale d´Italia el llamado Manifesto degli scienziati razzisti (Manifiesto de los científicos racistas) o Manifesto della Razza. El documento básicamente daba cuenta de las conclusiones extractadas tras una serie de estudios de científicos, concluyendo que la raza italiana tenía raíces «arias, nórdicas y heroicas» (sic), y que los «los judíos no pertenecían a esa raza», para acabar diciendo que ya era СКАЧАТЬ