Название: Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820)
Автор: Luis Bustamante Otero
Издательство: Bookwire
Жанр: Социология
isbn: 9789972454875
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Como el honor-virtud afectaba también a los grupos, la conducta individual redundaba en el prestigio de los demás, de modo que la deshonra de uno agraviaba a todos. Por ello, los hombres de honor imponían la pureza femenina a las mujeres de la familia y la protegían, pues si ellos acrecentaban su honor mediante la conquista de las mujeres, era de suponer que una situación de esta naturaleza pudiera afectar al propio grupo familiar, en caso de que la mujer conquistada perteneciera al mismo grupo. Además, la debilidad intrínseca de la mujer imponía la necesidad de resguardar el honor familiar mediante la prédica del recogimiento que garantizaba la virtud femenina. Los hombres, por el contrario, no requerían del encierro, pues el dominio y la conquista eran cualidades básicas de la masculinidad. En suma, el honor-virtud era protegido, pero también era motivo de disputa y hasta de pérdida. Ciertamente, los hogares de las élites, en razón de sus mejores condiciones económicas y materiales, contaban con mayores ventajas para garantizar la adecuada protección de la familia.
El cortejo y la seducción, así como la figura del rapto, constituían los escenarios en donde los hombres y las mujeres ganaban, perdían o recuperaban el honor. La ilicitud del acto sexual previo al matrimonio, sobre todo si había un embarazo de por medio, deshonraba a los padres y a la familia de la doncella, y si, además, el asunto se hacía público, se volvía una verdadera afrenta, una humillación extremadamente grave, que exigía una reparación. En este sentido, el incumplimiento de la palabra de matrimonio (esponsales) era ciertamente motivo de deshonor, y de ello dan cuenta los numerosos juicios ventilados en los tribunales eclesiásticos, los cuales, no obstante, disminuirían en el siglo XVIII en el marco de la ofensiva regalista borbónica67.
Debe considerarse en estos casos el significativo valor que los individuos y la sociedad otorgaban a la reputación, pues, en verdad, el honor-virtud no dependía exclusivamente de la conducta individual, en tanto esta debía ser validada por los pares sociales de la persona que accionaba o actuaba. El honor-virtud tenía una dimensión pública. El restablecimiento del honor o su reparación se obtenía cuando el seductor, cumpliendo con la palabra de matrimonio ofrecida, se comprometía en lo inmediato a casarse; así evitaba el menoscabo de la reputación de la mujer y el honor-precedencia de la familia. El matrimonio, entonces, restituía el honor transitoriamente perdido. Este, sin embargo, podía no realizarse, especialmente si se trataba de personas entre las que mediaba una distancia social demasiado grande que podía afectar el mantenimiento del honor-precedencia del grupo familiar de mayor posición. En estas condiciones, las posibilidades que se abrían eran varias. Si la mujer afectada pertenecía a una condición social claramente inferior a la del varón y la familia de este se oponía al matrimonio, era posible compensar la pérdida del honor de ella y de su entorno mediante una retribución económica. Pero era posible también que el varón, decidido a vencer las resistencias de la mujer seducida y beneficiarse con relaciones sexuales, prometiese matrimonio para, luego, pretender desentenderse del compromiso. En este caso, el seductor podía negar cínicamente el ofrecimiento de matrimonio y evadir el casamiento, aunque si había habido preñez de por medio, debía proporcionarse alguna compensación económico-material, sobre todo si el problema era llevado al juzgado68. Para los seductores que, con esponsales o sin ellos, desistían del matrimonio cabía otra posibilidad: la de cuestionar la reputación de la doncella asegurando que esta no era virgen69.
No puede obviarse el hecho de que algunas de las mujeres seducidas fueron víctimas de hombres oportunistas y cínicos, pero no es menos cierto que varias de ellas, a riesgo de afectar su honor, apelaron al recurso de la sexualidad para lograr un matrimonio ventajoso con un sujeto de una posición social superior, de manera que resulta bastante difícil discernir si la figura del varón aprovechador era la que primaba o, por el contrario, la de la mujer seductora, aunque la tendencia de los juicios de esponsales parece indicar que la primera imagen fue la que predominó. En todo caso, el riesgo era indudable, pues la reputación era un valor fundamental y en los conglomerados urbanos coloniales de Hispanoamérica, sociedades con relaciones “cara a cara”, esto significó estar expuesto a los comentarios de la gente, al chisme muchas veces insidioso, al descrédito. Eso explica, sobre todo entre las élites, la existencia del “embarazo privado”: la gestante, para resguardar su honor, era escondida, no salía de la casa paterna y daba a luz sin que ello sea de conocimiento público; el párvulo, por su parte, podía ser criado por miembros de la familia que fungían de padres (Twinam, 2009, p. 438).
Si lo característico de la seducción era que fuera secreta, el rapto, más bien, era un asunto intencionalmente público, que se presentó en todos los niveles sociales como una forma posible para superar el disenso paterno al matrimonio, generalmente por razones de preeminencia social, esto es, por consideraciones relativas al honor-precedencia. El rapto era exitoso en la medida en que la pérdida de la virtud sexual de la doncella afectaba la valía social de la familia, lo que obligaba, por la presión de los hechos, a aceptar el matrimonio como reivindicación y restauración del honor (Stolcke, 1992, pp. 163-187)70.
Aunque el análisis del honor para la Hispanoamérica colonial haya sido planteado en términos de honor-precedencia y honor-virtud, y tales categorías tengan una utilidad relativa desde una perspectiva teórica, para la comprensión del fenómeno desde el presente esta clasificación presenta un inconveniente: es más una construcción de los científicos sociales contemporáneos que una división correctamente entendida e interpretada por quienes se vieron expuestos a las vivencias y dramas del honor en el pasado. No se pretende con esto deslegitimar el trabajo de quienes montaron los cimientos historiográficos del tema y echar por la borda lo avanzado, pues, al fin y al cabo, estos han seguido siendo utilizados y han contribuido a perfilar mejor los problemas del honor y sus relaciones con la estructura social. Siguiendo lo propuesto por Twinam (2009), lo importante es huir de las generalizaciones correspondientes a otros siglos y culturas, y de los estereotipos moldeados por la legislación o la literatura, que no necesariamente se adecuaron a la práctica cotidiana de los actores sociales que son materia de estudio. Por supuesto, esto no significa dejar de comparar con lo acontecido en otros tiempos y lugares, o abandonar el manejo de las fuentes legales y literarias. Lo que se persigue es “dejar hablar” a los actores de carne y hueso, evitar interpretaciones del honor como hipótesis a priori, y sustentar las afirmaciones que se hagan con base en los documentos en donde estos exponen con relativa libertad sus problemas (Twinam, 2009, pp. 60-61). Esta reflexión no aboga por un retorno a la historia positivista: los documentos “hablan” por sí solos; los documentos no “hablan” por sí mismos, es necesario hacer preguntas, como también es necesario saber preguntar, de modo que lo que los hombres y mujeres del pasado digan de sus experiencias requiere de una lectura atenta y cautelosa, “entre líneas”, por parte del investigador que acciona desde el presente.
El honor no tenía calificativos. Las élites coloniales no categorizaron el honor y emplearon el término “para abarcar una multitud de significados cambiantes que estaban intrínsecamente vinculados”. Para ellas, el honor era algo tangible que, bajo ciertas circunstancias, se transmitía a la prole y era importante porque justificaba las jerarquías sociales, pues establecía criterios de discriminación entre quienes lo poseían y reconocían en otros (sus pares) y quienes, desde su punto de vista, no lo tenían. El honor, por tanto, determinaba, siempre desde la perspectiva de las élites, quiénes “pertenecían”, quiénes eran sus iguales, y quiénes estaban excluidos de las consideraciones de respeto y atención inherentes al rango (Twinam, 2009, p. 63).
A pesar de que las élites coloniales hispanoamericanas se reservaron para sí mismas la condición de honorables, en algún momento del devenir histórico colonial los hombres y mujeres de los demás sectores sociales reclamaron también su tenencia (Twinam, 2009, p. 63)71. Lo cierto es que, para el siglo XVIII, existen evidencias más que suficientes para afirmar que el concepto de honor como vivencia, como experiencia, se había extendido a los grupos intermedios y, de ahí, a los inferiores. El uso de los términos honoríficos don y su femenino doña, reservados antaño solo a las capas superiores de la sociedad, aparece en diversas fuentes documentales, especialmente en las judiciales, aplicándose СКАЧАТЬ