Название: Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820)
Автор: Luis Bustamante Otero
Издательство: Bookwire
Жанр: Социология
isbn: 9789972454875
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Presentadas todas estas consideraciones, es posible intentar algunas reflexiones sobre la noción de patriarcado. Para nuestro propósito quizá sea útil el conjunto de juicios que, al respecto, presenta Stern (1999). Para este autor, el patriarcado hace referencia a un sistema de relaciones sociales y valores culturales, por el cual los varones ejercen un poder superior sobre la sexualidad y el rol reproductivo de las mujeres, así como sobre el manejo de la mano de obra femenina. Este dominio les confiere a los varones servicios específicos y estatus superior en sus relaciones con las mujeres. Por otra parte, la autoridad en las familias y sus redes se encuentra a cargo de los ancianos y padres, lo que implica que las relaciones sociales presenten una dinámica, no solo de género, sino generacional. La autoridad en las familias sirve como arquetipo metafórico central para la autoridad social más generalizada (Stern, 1999, p. 42).
Esta definición es importante porque impide restringir las relaciones genéricas al simple y elemental vínculo vertical hombre-mujer al reconocer el valor de la estratificación social y las tensiones de género entre los hombres y entre las mujeres. En ese sentido, hay una masculinidad superior entre los hombres de las élites en sus relaciones con los sectores medios y populares, pero también una femineidad superior en las mujeres de las élites respecto de sus vinculaciones con las subalternas. Por otro lado, al introducirse en la definición los valores generacionales, las relaciones de género deben considerar las etapas del ciclo vital de la persona; es decir, la edad es también un criterio diferenciador íntimamente ligado a las relaciones genéricas. Por último, al contemplar la definición los conceptos de trabajo y servicios, es posible entender los conflictos entre hombres y mujeres como consecuencias prácticas de derechos y obligaciones de género (Stern, 1999, pp. 43-44)58.
Este complejo de racionalizaciones se encuentra implícito en el discurso jurídico y preceptivo que sobre las relaciones de género se impuso en el mundo colonial hispanoamericano. Empero, como recuerda Scott (1999), hay una dinámica histórica que obliga a tomar en cuenta los procesos y a preguntarse más continuamente “cómo sucedieron las cosas para descubrir por qué sucedieron”. Para entender el significado que adquieren las actividades y vínculos de hombres y mujeres dentro de un contexto determinado, es necesario considerar “tanto el sujeto individual como la organización social y descubrir la naturaleza de sus interrelaciones, porque ambos son cruciales para comprender cómo actúa el género, cómo acontece el cambio” (Scott, 1999, p. 60).
La necesidad de contextualizar históricamente obliga a evocar el carácter del patriarcado occidental aplicado a la realidad hispanoamericana colonial, un sistema moderado por el cristianismo que evolucionó a partir de la conversión de las antiguas monarquías de tipo feudal en monarquías absolutistas, sin que ello implicara el desarraigo de su fuente original, la familia, explicada desde la escolástica tomista. Esta misma necesidad requiere, igualmente, recordar que la sociedad hispanoamericana colonial, además de sus bases jerárquicas de clase y étnicas, presentaba un carácter corporativo con fueros diferenciados, esto es, los individuos no eran iguales ante la ley, estaban ordenados jerárquicamente y, en teoría, cada uno “conocía su lugar” en el marco de un orden presuntamente armónico que, a manera de un gigantesco organismo viviente, agrupaba diferentes “cuerpos”. Dentro de este sistema, la familia ejerció un rol esencial “porque era la unidad social básica en la que descansaba toda la estructura”. La familia no era solo una metáfora del Estado corporativo, pues “el hombre era el representante del Estado en la familia, y gobernaba a su esposa y a sus hijos igual que él a su vez era gobernado por el rey” (Arrom, 1988, pp. 97-98)59. En este ordenamiento, los conflictos al interior de los grupos o “cuerpos” eran, en teoría, inaceptables, ya que el control efectivo de los distintos niveles jerárquicos “hacia abajo” exigía la desigualdad entre los esposos (Arrom, 1988, p. 98).
Sin embargo, a pesar de que eran inaceptables, los conflictos existieron, pues el ideal representado por la ley no constituía la realidad per se. Además, el patriarcado cristiano estaba lejos de ser un sistema estático e implicaba también protestas, luchas y alianzas, en las que la autoridad era evaluada. Esto se debía a que había un ideal de reciprocidad entre gobernantes y gobernados que, ciertamente, no cuestionaba la autoridad patriarcal, pero “daba ciertas ventajas para juzgar la forma en que un patriarca ejercía su poder y una lógica para resistir a un autócrata cuando perdía la perspectiva de paz y de justicia” (Boyer, 1991, p. 274). Esto significa, por tanto, que la política de la familia tenía también una dimensión práctica y más directa, sustentada en el ejemplo transmitido a la vida cotidiana.
En este sentido, la ideología patriarcal no otorgaba autoridad absoluta a los maridos dentro del matrimonio, sino que esta entrañaba un conjunto de derechos y obligaciones para ambos cónyuges, enmarcados dentro de una lógica asimétrica, pero recíproca. El vínculo gobernante-gobernado suponía una correspondencia autoridad-obediencia, pero condicionada al cumplimiento de las obligaciones inherentes de cada parte, lo que daba pie a que el más débil pueda juzgar y resistir a la autoridad injusta, aunque sin impugnar necesariamente el sistema. En la relación marital, el marido tenía el deber de sostener materialmente a su familia; abandonarla o descuidar su bienestar era ética y legalmente inaceptable. El respeto a su esposa como sujeto de la relación conyugal era, asimismo, una obligación, sin desmedro de la eventualidad de apelar a mecanismos “correctivos”, aunque moderada y racionalmente, pues era también su derecho; el uso de la violencia física era impropio, más aún si era excesiva. Los maridos, a su vez, debían observar una conducta sexual adecuada en su relación, evitando las prácticas inapropiadas. Por último, debía guardar fidelidad a la esposa; la infidelidad continua y pública era inadmisible (Lavrin, 1991b, pp. 36-37).
El problema de la infidelidad amerita recordar y enfatizar un hecho ya discutido: la legislación civil colonial trató de manera desigual el adulterio femenino y el masculino, siendo el primero más castigado que el segundo. La explicación: la conducta sexual extraviada de un hombre no parecía peligrosa para el orden social, mas sí lo era la de la mujer, especialmente si estaba casada, pues sembraba la duda en el esposo respecto de la paternidad de sus hijos; por ello, los hombres sintieron el engaño como una afrenta inaceptable que afectaba su honor. En concreto, el hombre gozó de un margen amplio para quebrantar la obligación canónica de la mutua fidelidad (Potthast, 2010, p. 80) y hubo mayor tolerancia con la infidelidad masculina, pese a que el adulterio fue motivo de deshonor para ambos cónyuges y muchas mujeres así lo hicieron notar en los juzgados, especialmente si el amancebamiento del marido había sido público, escandaloso y constante.
Tomando en cuenta lo expuesto, los conflictos conyugales relacionados con el incumplimiento o ruptura de las responsabilidades antedichas “eran objeto de reprobación, pues destruían el equilibrio, la relación asimétrica, pero recíproca que debía haber siempre entre marido y mujer” (Bustamante Otero, 2001, p. 120). Naturalmente, el ideal de reciprocidad podía ser interpretado por las mujeres casadas de una forma diferente a la de los hombres, y lo que para ellos podía ser un derecho irrefutable —por ejemplo “castigar” a su cónyuge—, para ellas, en cambio, podía ser un abuso, un exceso intolerable.
En la esfera cotidiana del hogar, entonces, el patriarcado podía ser objeto de lucha y negociación en el que estaba en juego el poder. En este sentido, para las mujeres, víctimas usuales de los conflictos maritales, el recurrir a los juzgados “significaba СКАЧАТЬ