Название: Cuentos de Asia, Europa & América
Автор: Tessa Hadley
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Fondo Universidad de Guadalajara
isbn: 9786075712680
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No peleábamos más por la comida.
Yo les pasaba un par de miles de pesos cada mes a manera de renta, ellos me dejaban usar la cocina.
Nada más que la cocina.
—Cuando no estemos, por favor —me habían dicho.
—Somos muchos, no cabemos, los niños se inquietan —me explicó mi madre.
—No soporto tu cara —me dijo él, su esposo, el usurpador del afecto que me correspondía.
Ya lo encontraría, ya lo encontraré en otra parte.
Sobre todo ahora, a partir de hoy que seré el mejor de todos.
No tardé en encontrar los huevos, escondidos dentro de una caja de veneno para ratas, un escondite obvio.
Jamón no había; mantequilla y pan duro, sí.
Detesto la fruta y el frutero, rebosante, ocupaba buena parte de la mesa, su colorido, perfumado, asqueroso centro.
La visión de una guayaba, su perfume de sexo descompuesto, me orilló al vómito.
Una papaya partida a la mitad, como un ovario tropical y hediondo, hizo aún más intensa mi náusea.
Cerré los ojos.
Mastiqué el pan untado de mantequilla, los huevos revueltos sin sal.
¿Dónde escondían el condimento?
Imposible encontrar la sal ausente.
Eran hábiles, mi madre, su esposo, sus demasiadas hijas.
No lo serían más que yo, no: yo el más hábil.
No más.
Sería, para empezar, mejor que ellos.
—Soy mejor que ellos —me dije.
Y salí a la calle, presuroso, sin lavarme los dientes.
Las llantas de mi bicicleta no tenían aire, la travesura de alguna de los niñas, la mayor seguramente, la única que, además del esposo de mi madre, tenía conciencia de ser la rival que había ganado el terreno enemigo.
Ya arreglaría cuentas con ella, más tarde.
No ahora.
Aún no.
Ahora empujé la bicicleta pendiente arriba, a la punta del cerro, hasta la gasolinera desde donde la ciudad se veía aún más grande que lo que de ella podía ver desde mi atalaya en la azotea.
—Seré mejor que todos ustedes —dije, mascullé entre dientes, con un puño levantado, la manguera del aire en el otro, la mirada intentando abarcar la mancha monstruosa de parques, viviendas, negocios, escuelas, calles y parques allá abajo, la ciudad llena de gente a la que, muy pronto, superaría.
—Sabrán quién soy —les dije en voz muy alta—, todos ustedes sabrán quién soy.
Me agaché, inflé la llanta delantera, luego la trasera, le lancé una moneda de poco valor al dependiente de la gasolinera, un hombre regordete y risueño que parecía a punto de sufrir un infarto, aunque de reflejos notables: esquivó el golpe del metal con elegancia, como un contorsionista.
—¡Seré mejor que tú! —le grité; y pensé: mañana te clavaré una moneda entre las cejas, proletario.
Me monté a la bicicleta y pedaleé con vigor hasta llegar a la pendiente.
Descendí con las piernas alzadas, el viento contra mi cara, las manos al aire, un portento del equilibrio y la velocidad, yo, todo yo con mis veintidós años recién cumplidos.
El cruce apareció ante mí como una epifanía.
¿Frenar o no frenar?
Pausa
Disculpen que nos entrometamos, nosotros, la voz de los cerros.
Allí permanece, en pausa, nuestro hijo en su bajada a la ciudad, una sonrisa deforme en la cara de pocos atributos, los ojos protegidos por las lentes de unas gafas poco discretas.
Nuestro hijo que está a punto de irse para siempre, de abandonar las alturas que lo vieron crecer, la atalaya en la que, arrimado, vive con una familia que no lo quiere, que no repara ni en su ingenio ni en su evidente potencial.
Mírenlo.
Fíjense bien en él.
Aunque ahora no den un peso por su persona, ya han sido advertidos: nuestro hijo, pródigo o no —eso aún lo ignoramos—, será alguien.
Nuestro hijo, el portavoz de los cerros, será el mejor.
Será mejor que ustedes.
Será mejor que nosotros.
Será mejor que tú, lector.
Pero quitemos la pausa, dejemos a nuestro hijo rodar sin frenos hasta el semáforo, las tres luces, sólo una de ellas encendida, colocadas de manera horizontal, una afrenta a su daltonismo.
Nacimiento (continuación)
No frenar.
El claxon de un coche, luego otro.
Docenas de cláxones dándome la bienvenida, mi llegada triunfal al pie del cerro.
Cogí el manubrio y giré a la derecha.
El rechinido de varias llantas, un golpe seco a mis espaldas, una miriada de pitidos.
Había provocado un accidente.
Provocaré más, me dije.
—¡Todos sabrán quién soy! —grité.
Pedaleé de nuevo, alcé un brazo, hice un gesto obsceno con los dedos, sin volverme a ver a los coches que se habían detenido ante mi paso.
Ante el paso de la mejor persona del mundo: yo.
Pausa: una visión prospectiva
Hay un hombre postrado en una cama, el cuerpo invadido portubos, bolsas de suero y un tanque de oxígeno a sus costados, un medidor de signos vitales encendido día y noche, el pitido intermitente como la voz titilante de una estrella moribunda.
Nadie en el cuarto más que él: un poeta, pero no cualquier poeta: el Poeta.
Afuera, en el pasillo del hospital, un corro de hombres —ninguna mujer entre ellos: todas en casa haciendo la cena o corrigiendo sus textos— parece confabular, rostros serios, solemnes, ojeras que abarcan casi la totalidad de sus caras, la tez cenicienta, los trajes grises.
Es el presente.
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