Название: Cuentos de Asia, Europa & América
Автор: Tessa Hadley
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Fondo Universidad de Guadalajara
isbn: 9786075712680
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como una proliferación irracional de parásitos.
Guy Debord, La sociedad del espectáculo
La voz de los cerros
Antes que nada, la ciudad, allí, desparramada en el valle, al pie de los cerros, trepada en sus faldas, imparable en su desbocado crecimiento: una evidente ausencia de trazo urbano, la ciudad desbordada tras su fundación.
De día, una mancha gris, uniforme, con escasos asomos de verde y edificios altos salpimentados aquí y allá, su centro chato como una provincia interior, tumor y accidente.
De noche, las demasiadas y titilantes luces, el alumbrado público fluorescente, focos de baja intensidad, amarillentos, como estrellas de una constelación sin atributos, millares de faros en perenne movimiento, automóviles que se desplazan sin tregua por calles y avenidas, vías rápidas y alguno que otro bulevar.
Desde aquí arriba, postrados en la cima de uno de tantos cerros, la ciudad parece un organismo inerte, una especie de circuito de iluminaciones intermitentes, su función siempre un misterio.
Imposible ver a sus habitantes, distinguirlos desde la distancia: si existen, observados desde aquí no son más que microorganismos, amibas acaso, el virus que todo allí abajo lo anima.
De noche y de día se ven los aviones aterrizar y despegar, allá en el oriente; gente llega y gente se va de la ciudad, más allá de los que allí permanecen, inmóviles, atados a su estático devenir cotidiano, integrados al mundanal ruido, prisioneros todos del lugar común que es vivir en una urbe capital.
Nosotros, marginados en nuestro cerro, no.
Suburbanos, no pertenecemos a la ciudad salvo cuando cruzamos su umbral y nos sumamos a su vorágine: imposible regresar indemnes de la ciudad.
Imposible, también, contener el deseo de volver a ella.
Pero no bajemos a la ciudad, aún no.
Permanezcamos en la cima de nuestro cerro, hipnotizados por el murmullo urbano que, si se escucha con atención, jamás cede.
Sigamos con la vista el avión que viene del norte, el par de luces que se acerca a nosotros y, posado su haz sobre la mancha y sus destellos intermitentes, gira hacia el oeste, desciende: aterriza.
Nosotros siempre hemos estado aquí, nunca hemos viajado en avión, el aeropuerto de la ciudad no es más que terra ignota, una incógnita.
De pronto, sí y como ya se dijo, bajamos del cerro, nos hacemos evidentes en la ciudad, buscamos ser parte de ella.
La ciudad no expulsa a nadie, al contrario: cautiva y engaña, seduce con un falaz canto de sirena fuera del agua, las tetas al aire.
Muchos ceden y allí se quedan: somos cada vez menos, nosotros, aquí en la cima de los cerros, falsos semidioses, envidiosos testigos, en realidad, de lo que allá abajo se gesta.
Algunos bajan, ven, vencen y regresan victoriosos a mostrarnos sus trofeos, la rebaba urbana por ellos conquistada; otros, simplemente nos dan la espalda y, una vez allá abajo, nos olvidan, como si pensarnos amenazara con transformarlos en efímeras estatuas de sal.
Atardece.
Vigilantes de la ciudad, los volcanes lo miran todo, cada vez menos nieve en sus alturas: uno humea mientras la otra duerme.
El sol se posa a nuestras espaldas y creemos ver nuestra inmensa sombra cubrir la ciudad, nuestra propia mancha sobre la mancha urbana, mancha eclipsada por nuestra fugaz, efímera grandeza de sombra.
No vemos regresar a nuestro hijo, nosotros, concentrados en el ocaso.
Mañana será otro día.
Y él, nuestro hijo, pronto comenzará a desprenderse de nosotros para ser alguien y no volver más a nuestro seno.
Nacimiento
Esa mañana se despertó con una convicción, poseído por la más importante de sus decisiones; no tuvo que desperezarse: estaba pleno de energía, como nunca antes, y se paró de un brinco.
Dio con su reflejo de inmediato, allí, en el espejo de cuerpo completo que había colocado en la puerta del cuarto de servicio, en la azotea de la casa de su madre, su esposo y los demasiados hijos —hijas en realidad: él era el único varón parido por su madre— que le habían quitado su espacio original, la recámara de su olvidada infancia.
Desnudo, el pene erecto y una sonrisa imborrable en la cara, se acarició la barbilla y dijo en voz alta:
—Seré el mejor.
No sería una mejor persona, no: sería el mejor de todos.
No se dirigiría más a sí mismo en tercera persona, como un personaje secundario, no: sería, seré un protagonista.
—Seré yo, por fin.
Eso me dije.
Luego me masturbé; me vacié contra el espejo, ante la imagen de ella, desnuda y testiga de mis estertores, congelada en su pose pornográfica, prisionera del papel cuché y la tinta mancillada por la terca luz del sol.
Me vine y me fui a dormir un par de horas más.
No tuve sueños; nunca los tengo.
Cuando desperté de nuevo, el semen, no del todo evaporado, ya había llegado al piso, como el rastro de un caracol o de una rastrera babosa.
Me incorporé.
Miré la mancha que llegaba de mi ombligo reflejado al borde inferior del espejo, un breve charco sobre el suelo de concreto, gris de origen, negro cuando se mojaba.
La próxima vez, me dije, llegaré hasta mi cara, hasta mi rostro reflejado justo debajo de ella, abierta de piernas, su jugoso secreto, mejillón de lustre, en rosada y carnosa evidencia.
—Seré, sí, el mejor de todos —me dije, repetí, insistente.
Por algún lado se tiene que comenzar y comenzaré así, con la más potente de las eyaculaciones.
Ya luego vendrán los otros cuerpos, los cuerpos verdaderos, todas ellas, carne y no icono impreso en precario papel brillante.
Por ahora, me contentaré con mi reflejo, me dije y salí a la azotea a bañarme junto al fregadero.
Compraría, también, una mejor esponja.
Una esponja sintética.
No más zacate para mí.
No más detergente.
Me embelesé ante la idea del perfume de un jabón.
Un jabón rosa, cremoso, perlado acaso.
Un jabón con el que me sería más fácil masturbarme mañana.
Agucé el oído.
Nadie abajo; los СКАЧАТЬ